Esvástica - Fanfics de Harry Potter

 

 

 

Hola!!!

Bueno, aquí estoy de nuevo, con otro One˜shot sobre el holocausto, aunque esta vez no es desde el punto de vista de uno de los reos, sino de un soldado. Es la segunda parte de otro de mis fics "Auschwitz", este sí está narrado desde el punto de vista de una reclusa, llamada Elie. Esta segunda parte narra la misma situación, solo que desde el punto de vista del soldado que la condenó a morir; Albert Schmidt, así que no es necesario leer "Auschwitz" para entender esta, aunque si os gustan este tipo de historias os la recomiendo. Además, personalmente, creo que la primera parte quedó mejor que la segunda, pero eso juzgarlo por vosotros mismos.

Espero que os guste!

Besos!!!

Pd:

Aquí teneis el enlace pars "Auschwitz": https://www.potterfics.com/historias/41018

 

Y para mis otras historias sobre el holocausto:

La cámara de gas: https://www.potterfics.com/historias/40545

Y Judía, una coautoría con Lunática Hermione: https://www.potterfics.com/historias/41033

ESVÁSTICA

Sé que los horribles actos que cometí no podrían ser redimidos ni en un millón de vidas
Sé que aquellos que merecen vuestro reconocimiento, cariño y comprensión son aquellos a los que encerramos, violamos y asesinamos. Por eso precisamente os ruego que escuchéis mi historia, no por mí, sino por ellos.

Nací el cuatro de febrero de 1921, en uno de los estados alemanes llamado Baja Sajonia, que quizá os suene por ser el estado que acogió años después el campo de exterminio de Bergen-Belsen, al que, en un principio, estuve destinado a ir. No, no creáis que fui un prisionero más, no merezco, ni sería justo para las verdaderas víctimas, que ese pensamiento pase por vuestra mente.

A decir verdad, apenas recuerdo mis años de infancia, aunque ni siquiera estoy seguro de que la tuviera, pues mi padre se pasó la vida insistiendo en el valor de la disciplina y el trabajo duro, así que cuando los demás chiquillos jugaban tranquilamente en la calle, yo debía de quedarme en casa, leyendo los pesados libros que mi padre me obligaba a memorizar.

Pero esa etapa pasó rápido, ciertamente, y a pesar de todo, creo aquello a lo que llamé infancia fueron los años más felices de mi vida, aunque no los recuerde bien.

Ingresé en el ejército alemán cuando en 1937, cuando tenía dieciséis años, y, entonces, pasé de ser Albert a ser el Soldado Schmidt, el hijo del teniente Schmidt, y, por lo tanto, alguien respetado, aún a pesar de mi bajo rango.

Durante seis años, hasta el cuarenta y tres, serví como el más valiente de los soldados, más por no decepcionar a mi padre que por mí mismo. Yo ni siquiera le veía del todo la lógica a la guerra, y creo que solo conseguí saber el por qué de la masacre que se produjo en esa época mucho después, cuando ya llevaba muchos años muerto y mi cuerpo descompuesto, bajo tierra. Aunque quizá lo quemasen y esparcieran mis cenizas. No lo sé, nunca me interesé en averiguarlo.

Cuando llegó enero del cuarenta y tres mí destino cambió, os lo aseguro. Yo entonces tenía entonces veintidós años, y pensaba que no podía ver cosas más horribles que las que ya había visto durante la guerra.

Me equivoqué.

Me destinaron, en un principio, al campo de concentración de Bergen-Belsen, como os dicho hace no mucho, situado cerca de mi lugar de nacimiento, aunque, antes icluso de llegar al campo de concentración, cambiaron mi destino, y fui enviado a Auschwitz.

 

Llegué al campo de concentración el 16 de enero de 1943. Muchos soldados consideraban servir allí como un descanso; no había que jugarse la vida día a día, y aunque disparáramos a menudo, solo era para abatir a unos cuantos prisioneros escuálidos, con los ojos hundidos y las miradas perdidas, lo que consideraba casi una afición. Yo, claro no era de ellos.

No soportaba ese lugar, no aguantaba mirar los ojos de los niños cuyas madres habían muerto, o viceversa, ni la de los hombres decrépitos que abrazaban cuerpos menudos, tan huesudos como los de ellos, que resultaban ser sus esposas o hijos.

Las noches las pasaba despierto en los barracones, ya que, desgraciadamente, yo era uno de los soldados internos, es decir, los que vivían también en el campo de concentración, oyendo de vez en cuando el sonido de los disparos a mí alrededor, y el sonido de los cuerpos cayendo con un ruido sordo al cielo, porque, os lo aseguro, en esa época en la que la liberación todavía estaba muy lejos, las balas no dejaban de abatir personas inocentes a ninguna hora del día.

Fue en una de esas noches sin dormir cuando mi vida cambió para siempre. Harto de las interminables horas de insomnio, salí de los barracones, sin hacer ruido, tratando de no despertar a nadie. Salí del recinto habilitado para que los soldados pudiéramos hacer vida normal y comencé a caminar por los terrenos. No había prisioneros, claro. Tenían prohibido salir a partir de las once, a excepción de aquellos que recibieran una orden contraria al toque de queda de parte de alguno de nosotros.

Caminé muy lentamente por el recinto, observando a un lado y otro los cadáveres que se amontonaban a mi alrededor. Normalmente, los muertos eran retirados por los familiares que les quedaban con vida, y ellos mismos cavaban sus tumbas, pero muchas veces quedaban varios de ellos esparcidos por la tierra, sin nadie que se preocupase por ellos.

No quería mirar los rostros de aquella gente, pero, realmente, no podía evitarlo. Mi gente no tenía piedad con ellos; no permitía situaciones especiales con nadie, así que el menos de diez minutos me encontré con cadáveres de niños, ancianos, y hombres y mujeres de todas las edades. Incluso me pareció que una de ellas estaba embarazada, porque, a pesar de su extrema delgadez, su vientre estaba muy abultado.

Suspiré. Me paré ante el cadáver de la mujer encinta y me atreví a mirarla a la cara. La habían matado de un tiro en la cabeza.

-¿Qué, paseando? -dijo una voz a mis espaldas. Yo me giré asustado. Era el teniente Muller, tenía fama de ser el más sádico de todo el lugar. Me estremecí.

-Sí, mi señor. -Me saludé como solíamos hacerlo, con el brazo doblado hacia arriba y con la mano extendida sobre las cejas. Él me devolvió el saludo.

-A veces yo también salgo a pasear por aquí, jovencito. Me relaja mucho ver la cara de la chusma que hemos exterminado. -miró la cara de la embarazada y se puso a reír. -Qué pena
podrían haberle dejado dar a la luz
me encanta ver la cara que ponen cuando les meto un tiro a sus hijos delante de ellas
-Le dio una patada en el estómago. A mí me dieron ganas de dársela a él. No puedo decir que en esa época no creyese que éramos muy superiores que esa gente, pero no me parecían bien las medidas extremistas con las que los trataban. Sé que vosotros me odiareis por pensar realmente que eran inferiores y todo eso, pero, os lo aseguro, en mi época, y criándome como me crié, toda me sorprendo de haber salido tan
tolerante.

 

Respiré profundamente. Muller me miró.

-Eres el soldado Schmidt, hijo de German y Berta Schmidt, ¿me equivoco? -negué con la cabeza. -Conocí a tu madre, una mujer excelente, aunque demasiado flexible con esta basura. -Miró el cadáver de la mujer.- ¿Te puedes imaginar que estaba en contra de que violásemos a las adolescentes
? Decía que no era justo para ellas o no-sé-qué
En fin
-suspiró-Ya se sabe de las mujeres
-rio de nuevo. Yo fruncí los labios, deseando que dejase de hablar. -Sentí mucho su muerte.

-Yo también. -susurré.

-Oye
Supongo que estarás al tanto de todos nuestros métodos para matar a esos animales, ¿No? -apreté los puños.

-Si te refieres a las cámaras de gas, si. -Amplió su sonrisa. A pesar de la oscuridad, pude ver sus dientes amarillentos. Health Tips

-Bien, bien
los judíos no lo saben, cuando los llevamos allí creen que les vamos a dar una ducha desinfectante. Aunque deberían saberlo
¿Te imaginas lo delicioso que sería ver sus caras mientras marchan hacia las cámaras
? Pagaría por verlo, chiquillo. -Os aseguro que tuve que contenerme para no pegarle, a pesar de que era mi superior.

-Sospecho que la conversación sobre las cámaras no es casual. -le dije. Supe por su macabra mirada que estaba en lo cierto.

-No, no es casual. Bueno, chaval, sabes que los cadáveres de los que mueren allí son examinados por algunos de los de su clase, por si escondían joyas o algo
-Asentí. No me gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación. -Bien. Los últimos que no ayudaron han muerto
un accidente con unos fusiles. -Guiñó un ojo. -Necesitamos nuevos. Llevo unos días mirando en el pabellón femenino y encontré una que no está mal. Lleva poco tiempo aquí, así que todavía es fuerte y vigorosa
Mañana me acompañarás a por ella, y supervisarás el trabajo en la cámara mientras ella y sus compañeros examinan los cadáveres. -Tragué saliva. Solté una risita, como cada vez que me ponía nervioso, y asentí. Creo que Muller pensó que la risa era de satisfacción, porque sonrió más, si cabe.

-Bien. -Me dijo. -Pasaré a recogerte a las once de la mañana a tu barracón. Quedas relevado del resto de tus tareas.

-Gracias, mi señor
-murmuré. Le saludé de nuevo y di media vuelta, caminando hacia el lugar en el que dormía.

No quería ver aquello, no quería, pero no tenía otra opción. Sabía que Muller era capaz de matarme si me negaba a hacerlo, y luego alegar que era un espía o algo así para librarme.

********

Muller pasó a recogerme a las once en punto, cumpliendo con su fama de gran puntualidad.

Me miró sonriente, y me dijo que no hablara a menos que él ordenase.

Me llevó a los barracones femeninos, donde una reclusa de poco más de treinta años, morena, de ojos castaños, ingería a toda velocidad su comida.

Cuando acabó Muller la llamó, y le dijo que nos siguiera. Nos obedeció, claro. Se notaba que temía por su vida. Yo también lo hacía.

 

La llamamos a un lugar apartado, y Muller le preguntó su nombre. Nunca olvidaré su nombre; se llamaba Elie.

Nos siguió. Por su mirada supe que realmente pensaba que iba a morir allí. El camino, aunque corto, fue horrible. Las decenas de personas que nos cruzamos nos observaban con temor en los ojos, sí, pero también con asco, repulsión
y un sentimiento que no quise identificar.

Reí un par de veces por el trayecto y cuando Muller habló, lo que creo que Elie interpretó como una muestra de mi desprecio y de satisfacción ante su sufrimiento; lo que ella no sabía es que, como he dicho antes, cada vez que estaba muy nervioso o muy asustado, no podía evitar soltar molestas risitas.

Cuando llegamos al recinto que conducía a las cámaras de gas dejé de respirar, aterrado; ella también.

Muller les explicó en qué consistiría su tarea; a cambio, recibirían un odre de agua extra al día; una verdadera bendición, contando la miseria que les entregábamos cada mañana.

Mientras recibían las instrucciones me dediqué a mirar al grupo. Eran once, seis hombres y cinco mujeres, la más joven de quince o dieciséis años, y el más mayor de cuarenta y tantos, todos ellos debían de llevar poco tiempo allí, porque los huesos no asomaban demasiado por debajo de la piel, y en sus ojos todavía brillaba un halo de esperanza. Pobres.

Muller abrió una puerta al fondo de la sala en la que estábamos, y supe que había llegado el momento. Tragué saliva.

Me metí en el túnel que conectaba nuestro pequeño cuartel con la cámara de gas, seguido por los judíos. Una vez allí, saqué la llave que me había entregado Muller esa mañana, y abrí la puerta.

Quise no haberlo hecho.

Por la cámara de gas se amontonaban cientos de cadáveres, de niños, ancianos, hombres y mujeres. Muchos de ellos estaban abrazados, así que supuse que en vida se habían conocido, o que eran familia.

-Empezar. Ya. -dije, seriamente, aunque la voz me tembló un poco. Elie estuvo a punto de mirarme, al igual que los demás, pero no lo hicieron, al final. Sabía que parecía todavía un adolescente, que no aparentaba más de dieciséis o diecisiete años, lo que hacía que no les inspirase tanto temor como mis superiores. Siempre tuve la cara aniñada, qué se le va a hacer.

El pequeño grupo comenzó la tarea, mientras yo los observaba, temblando. No noté como Muller caminaba por el túnel hasta que puso una mano en mi hombro. Me esforcé por no gritar.

-Hola, mi señor. -susurré. Al parecer, los judíos no se habían dado cuenta de la presencia del teniente.

-Hola, jovencito. -Muller iba a hablar, pero en ese momento, Elie, la mujer que había recogido esa mañana, gritó en un punto más o menos alejado del que yo estaba.

-Mátala, Schmidt. -

-¿Có
Cómo?- tartamudeé.

-Que la mates. Supongo que ha gritado porque encontró a un amigo o Algo así. Dile que se puede quedar a despedirse de esa persona y enciérrala aquí. Esta sala también sirve de incinerador.

-Pe
pero señor, eso

-Es una orden. -Lo dijo muy severamente, tocando sutilmente su fusil, como diciéndome que era ella o yo. Corrí hacia la mujer y le dije lo más cruelmente que pude que se quedase con sus seres queridos. No era un amigo al que había encontrado en la cámara de gas, sino a su padre y a su hijo.

Me entraron ganas de llorar, pero me contuve.

Volví a mi puesto y observé como acababan la tarea. Muller se había marchado. Tardaron un par de horas en terminar de inspeccionar los cadáveres. Los sollozos de Elie no cesaron un solo segundo.

Luego, cuando acabaron, les ordené salir de la cámara. Elie no me oyó, absorta como estaba en llorar a sus muertos.

Cerré la puerta. Muller me esperaba allí.

-Lo has hecho muy bien. -les ordenó a los judíos que recorrieran solos el camino hacia el cuartel, donde les darían su recompensa. Sabían que uno de ellos se había quedado encerrado allí, lo supe por sus miradas. Cuando los judíos comenzaron a alejarse Muller me palmeó la espalda.

-Muy bien- repitió. -Reconozco que al principio pensé que eras demasiado blando, pero
me has demostrado que sabes poner en su lugar a esa escoria. -No lo aguanté más. Llevaba toda mi vida aparentando que el verdadero régimen me agradaba, y no era cierto. Le empujé, el me miró sorprendido.

La puerta debía de ser muy gruesa, porque estaba seguro de que Elie gritaba en esos momentos, pero no podía oírla.

-No. -Le dije.-He matado cientos de personas estos años, y me arrepiento
Los judíos son inferiores, Muller, pero no se merecen esto. -La cara de él se crispó. -Voy a sacar a esa mujer de ahí antes de que sea tarde
-Me giré, dispuesto a abrir la puerta, cuando me di cuenta de que Muller me apuntaba con su arma.

-No lo harás. Eres uno de ellos, un puto traidor. -no me dio tiempo a contestarle, porque me disparó en la pierna, en la femoral. Comencé a desangrarme rápdamente. Caí al suelo.

-Adiós. -y se alejó. En ese momento supe que iba a morir. Supe lo que sentían los reclusos cuando les disparaban, lo que sentían las veinticuatro horas del día, pensando que podían morir en cualquier momento.

En mis últimos minutos de vida, supe que realmente no eran inferiores, como había creído toda mi vida.

*****

Minutos después, cuando unos soldados fueron a recoger a Albert al pasadizo, acusado de traición, según el testimonio de Muller, se dieron cuenta de que ya no respiraba. Tenía los ojos, verdes, abiertos, y sujetaba algo entre las manos, ensangrentadas.

Era la esvástica de su uniforme, que él mismo había arrancado antes de morir.

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Bueno, aquí estoy de nuevo, con otro One˜shot sobre el holocausto, aunque esta vez no es desde el punto de vista de uno de los reos, sino de un soldado. Es l

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2023-02-27

 

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