Antes de acabar en el hospital, recuerdo haberme estrellado con la moto contra el suelo. No había sido yo, por supuesto, pero alguien me había pinchado la rueda delantera mientras conducía, lo que provocó diversas consecuencias. Una de ellas era pasarme una semana internado en un hospital.
Levanté la cabeza para controlar el perímetro. Me encontraba en una habitación grande y blanca, sobre todo blanca, que olía a farmacia pura y dura donde, en cinco camas, se encontraban cinco personas con las secuelas de una divertida noche de juerga. Una intensa luz se colaba por todas las ventanas del cuarto y alumbraba cada recoveco que encontraba. En la habitación había una televisión, que estaba encendida. Intentaba verla y escucharla, pero eso me producía mucha jaqueca. Me toqué la cabeza y noté un vendaje algo pesado.
Me incorporé un poco más y me examiné el cuerpo. Tenía moretones por las piernas y el brazo izquierdo roto. Los cortes y magulladuras invadían prácticamente todo mi cuerpo. Me dolían los músculos y me sentía muy fatigado.
Observé a mis compañeros de habitación. Ellos estaban en la misma situación que yo. Las contusiones y las roturas de hueso eran el plato del día, y ninguno se privaba de probar aquella delicia. Había tres hombres y dos mujeres, todos jóvenes. Supuse que los cinco habían llegado juntos hasta aquí, después de una bonita fiesta de drogas y alcohol, porque no paraban de hablar entre ellos, cuchicheando sobre el pobre y lesionado Greg.
De pronto, llegó un médico y el silencio inundó la habitación.
¿Salinas, Greg? preguntó.
Levanté la vista y, con una débil voz que me permitía el cuerpo, dije:
Yo.
El hombre se dirigió hacia mi cama, sacó una pequeña linterna y empezó a examinarme las pupilas. La luz me cegaba y me hacía llorar los ojos.
No hay dilatación el las pupilas, bien dijo. De un bolsillo de su bata blanca extrajo un bloc de notas y empezó a escribir.
¿Qué ha pasado? pregunté, mientras me frotaba mis hermosos, grandes, falsos y vacíos ojos azules.
Ha tenido un accidente de tráfico me contestó el médico, que no paraba de escribir.
¿Quién me trajo?
Una chica llamó a Urgencias sobre las tres de la madrugada y luego la ambulancia lo trasladó aquí contestó el médico. Sus arrogantes ojos no paraban de darme indirectas de desprecio. Debo llevarlo a que le hagan un escáner del cráneo, para ver como evoluciona. Fue algo insensato no haberse puesto el casco. Lo sabe, ¿verdad?
No recuerdo nada del accidente, sólo que me estrellé. No vi si llevaba cascodije. Me incorporé y esperé a que el médico me trajera una silla de ruedas.
Siéntese pidió.
Le obedecí y me recosté en el respaldo. Cerré por un momento los ojos y luego disfruté mi paseo por el hospital. No sabía en cuál estaba, ni tan poco lo encontraba tan relevante. El médico me llevaba por un pasillo ancho, donde había muchas personas vestidas como él y también gente vestida como yo.
Habían dos cosas que me intrigaban y una era la persona que había llamado a Urgencias y por qué no llevaba casco. Seguramente conocía a la muchacha, porque nadie se preocuparía por el pobre, humilde y simple Greg. Y hay hasta gente que me desearía muerto.
El médico y yo llegamos a una habitación dividida por un cristal. En una parte había unos ordenadores y en la otra reposaba tranquila una resonancia magnética.
El hombre me acercó a la camilla de la máquina y me ayudó a levantarme.
Túmbese boca arriba con las manos sobre el abdomen y no se mueva ordenó. Hice caso sin réplicas, aunque tuve algunos problemas para flexionar el codo del brazo roto. Esperé a que el médico se sentara en la parte de los ordenadores y accionara uno.
De pronto, la camilla de la máquina empezó a avanzar hacia adentro. Pasaron unos segundos y me encontraba tendido dentro de un tubo gigante. Dado que yo tenía algo de claustrofobia, me dediqué a leer lo que ponía en el techo: ESCÁNER O TOMOGRAFÍA POR EMISIÓN DE POSITRONES (PET).
Perdone dije, pero esta no es una resonancia magnética, es una PET.
La voz del médico se oyó por un micrófono:
Sí contestó, es que está en inglés, significa
Escáner o tomografía por emisión de positrones interrumpí.
Eso mismo.
Pero creo que esto no sirve para hacer escáneres del cráneo, ¿o sí? pregunté, algo temeroso ante la respuesta del matasanos.
Oiga, el médico aquí soy yo contestó, algo irritado. Así que cállese y estése quieto.
Obedecí (de nuevo) y cerré los ojos. Pasaron unos diez minutos y por fin el tipo se dignó a sacarme. Creo que me dejó más tiempo para molestarme un poco. De nuevo, me ayudó a sentarme en la silla y otra vez me dejó en mi habitación.
¿Cuánto tiempo tardará en saber los resultados? pregunté.
Unas horas, no se preocupe contestó.
Después de aquella seca, fría e hipócrita respuesta, me dejó que durmiera tranquilo el sueño de los agotados. Pero antes de cerrar los ojos, le pregunté a una enfermera que pasaba por ahí en que día estábamos.
Doce de enero me dijo.
¿Qué hora? pregunté.
Las diez de la mañana.
Me sorprendí, puesto que había perdido totalmente la noción del tiempo. Me recosté en la cama, pero antes de eso, pude escuchar los quejidos de Él. Temía que por el accidente, hubiera desaparecido. Pero ahí estaba, dispuesto a jugar de nuevo contra otro oponente.
Oiga, despierte.
Una mano grande y gorda me sacudía el hombro sin parar. Abrí los ojos y me encontré cara a cara con un rostro grasiento y grande, con un bigote canoso pero espeso y unos ojos pequeños pero penetrantes. Me incorporé e intenté despertarme.
Tenemos los resultados de su escáner me dijo.
¿Qué hora es? pregunté. Fue lo único que supe decir. El hombre miró su reloj.
Son las seis y media contestó.
¿De la mañana?
¡No, de la tarde! exclamó el tipo. Cállese y déjeme hablar, narices.
Lo miré con cara de asombro por aquellos modos, pero el hombre siguió a lo suyo.
Sus escáneres indican que usted
es algo delicado de explicar, ¿sabe? dijo. No parecía que le fuera fácil contarme lo que me ocurría.
¿Es grave? pregunté, preocupado.
Hum
no sabría decirle
¿Qué? ¡Dígalo de una vez!
El hombre calló por un momento, y luego dijo:
Usted tiene el lóbulo prefrontal del cerebro inactivo.
Me quedé en blanco.
¿Qué quiere decir eso? pregunté.
Que padece
empezó. Se lo explicaré de otra forma. Esa parte del cerebro es la encargada de los estímulos relacionados con las capacidades de empatía y por lo que sé de neurología, el lóbulo prefrontal es el mecanismo principal de los razonamientos morales. Autoclave de vapor Blog
¿Y? repliqué. La empatía era lo que menos tenía de seres humanos, así que lo que decía aquel hombre no tenía que preocuparme.
Usted tiene esa parte del cerebro inactiva porque padece
hum
tartamudeó. Padece trastorno de personalidad antisocial.
Creo que abrí mucho los ojos y pestañeé algunas veces.
¿Usted sabía que tenía esa enfermedad? preguntó el tipo.
Debía responder, no me quedaba alternativa. Lo sabía, claro que lo sabía. Desde siempre sentí que no era normal, como diferente. Pero esa diferencia se marcaba con mi capacidad de matar a personar. Sí, mato gente. Y Él me ayuda. Pero mato a gente muy especial, a psicópatas. Gente como yo. Porque yo también era un psicópata.
Sí, sí que lo sabía contesté, serio.
Bueno, ¿alguna vez ha ido al psiquiatra por eso?
No, nunca creí en ellos. No hay cura para lo que tengo dije, tajante.
Pero sí tratamiento, y es lo que le ofrezco respondió el hombre, intentando convencerme.
No. Nunca funciona, y menos conmigo le corté.
El hombre calló por un momento y luego peguntó:
¿Por qué? ¿Ha hecho algo fuera de lo normal?
Intenté que mi cara no hubiera delatado nada, pero creo que el hombre se dio cuenta.
¿Qué ha hecho? Cuénteme pidió.
No he hecho nada le repliqué. Déjeme en paz, maldita sea.
No puedo, la ley no me lo permite contestó el hombre. Soy psiquiatra y no me está permitido dejarle marchar hasta saber que está estable del todo.
Soy estable y, ¿de qué ley me está hablando? contesté.
De ninguna dijo. Me miró, esperando alguna reacción. Hágalo por usted. ¿Nunca tuvo la curiosidad de saber qué es sentir emociones?
Esa fue la pregunta que colmó el vaso. Y tenía toda la razón del mundo. Yo era un humano vacío, sin nada que ofrecer. Que era incapaz de sentir empatía, ni amor, ni alegría, ni nada. Estaba vacío completamente y ni siquiera Él podía llenar aquel espacio insaciable.
Tengo pruebas de sus quince asesinatos que ha cometido durante todo este año soltó el psiquiatra.
Me quedé de piedra. ¿Pruebas? ¿Qué significaba esto? Era muy precavido al cometer asesinatos. Nunca dejaba huellas. Seguramente sería una trampa. Una telaraña donde el arácnido quería morderme e inyectarme su delicioso veneno. Pues no iba a ser así.
El psiquiatra sacó de un bolsillo de su chaqueta un fajo de fotografías. Las dispersó por mi cama. Eran mías. En cada una de ellas salía yo jugando con un concursante diferente. En las fotos mi rostro delataba gozo y diversión. Todo un monstruo.
¿De dónde las ha sacado? pregunté, desafiante, mientras mi cuerpo se abalanzaba lentamente hacia él.
Tengo mis recursos soltó. Me dedicó una maliciosa sonrisa que yo rechacé con una mirada tajante. Usted decide. Si no accede acabará en la silla eléctrica, porque lo juzgaran en Texas. Lo tengo todo planeado.
¿Y por qué no aquí, en Valencia?
El hombre negó con la cabeza y luego escapó de su gorda boca una risa que me atravesó el cuerpo como si fuera un cuchillo oxidado.
Acceda al estúpido tratamiento y deje de hacerse el héroe replicó.
Miré el suelo, luego las fotos y después a él.
Está bien respondí. Lo haré, pero si no funciona, lo dejo, ¿estamos?
Muy bien, como quiera dijo. Por cierto, me llamo Cristian.
Mi nombre está en la historia clínica, búsquelo.
Cristian se rió. Yo no sabía si imitarle. Estaba asustado de lo que me podrían hacer sus amigos matasanos.
Al día siguiente me trasladaron a un hospital que estaba a las afueras de Valencia. Se llamaba Hospital Psiquiátrico de Bétera. Al llegar, hombres y mujeres con batas blancas me dieron su frívola bienvenida. Me acompañaron hacia mi habitación, donde había una cama, un lavabo y una mesita de noche con una lámpara. Después me dijeron lo que debería tomar. Cuatro pastillas de no-sé-qué.
Hay dos antipsicóticos, un antidepresivo y
una droga que hemos desarrollado nosotros para reducir la impulsividad me explicó uno de los psiquiatras.
¿Quiere decir que me están utilizando de conejillo de Indias? pregunte, indignado.
No, la medicación está probada dijo. ¡Ah! Y además deberá hacer terapia individual con uno de los médicos de aquí.
Pasaron unos días hasta que me pude adaptar a aquel sitio tan espantoso. Al menos era eso para mí. El resto de pacientes vivían como reyes. Aunque ninguno me dirigía la palabra. Él los espantaba. En cambio, el señor Haloperidol y Don Rivotril me esperaban cada mañana al lado de mi desayuno, en la comida y la cena, además del otro antipsicótico que no me acordaba del nombre y la pastilla anti-impulsividad de los psiquiatras. En su conjunto, me transformaban en un ser sin pensamientos, lerdo, lento, con síntomas parkinsonianos, causados por el Haloperidol y una terrible incapacidad de concentración.
Todos los días tenía vómitos, dolor de cabeza y algunos delirios. Cada maldito día veía en alucinaciones como Él me suplicaba que dejara el tratamiento. En las visiones lo veía con una camisa de fuerza y llorando, acurrucado en un rincón oscuro. En otras lo encontraba con la boca cosida con alambre. Y me di cuenta de una cosa: Él y yo éramos la misma persona, la misma cosa, el mismo organismo. Era yo mismo quién me suplicaba que dejara las pastillas, era yo mismo quién me veía en las alucinaciones.
Estaba
delirando. Pero no era culpa mía, si no de la medicación.
Mi enfermedad no se podía anular, porque simplemente me faltaba una función del lóbulo prefrontal del cerbero. A menos que me hicieran un transplante, nada podía arreglarme, curarme
Nada.
Pasó un mes, hasta que los psiquiatras me encontraron profundamente dormido en mi habitación. Dijeron que eso fue un "intento de suicidio". Al estar encerrado y con pastillas que anulaban mi naturaleza, me sentía perdido y asustado, y por eso me autolesionaba con todo tipo de cosas: desde mis uñas hasta con un trozo de plástico.
Me dijeron que ingerí una gran cantidad de barbitúricos. Me hicieron un lavado estomacal. Obviamente, cuando tomé las pastillas, no estaba en mi juicio, porque me encontraba muy mal
Me soltaron después de que me recuperara, pero las alucinaciones no cesaban. Me veía a mí mismo suplicándome que jugara.
Seguí con mis actividades moralmente cuestionables. Pero ese trocito de mí seguiría siempre insaciable. Era un humano vacío, sin nada que ofrecer.
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2023-02-27
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