LA CÁMARA LAS TORTURAS
El pequeño Arcturus Black fue empujado brutalmente hacia el interior del calabozo, golpeándose de costado. El lugar apestaba a humedad y a musgo, pero, por sobre todo a frío, y a algo más que no distinguió de inmediato; el terror le dominaba provocándole dolor en el pecho e impidiéndole pensar demasiado.
El hombre cerró la puerta con un golpe, sonando un siniestro tintineo al colocar las cadenas. El corazón se le aceleró: estaba atrapado, sin salida, sin consuelo.
La el niño de once años miró hacia arriba, buscando algún signo de luz, de aire puro, de libertad.
No había nada de ello, sólo eran deseos lejanos.
Se abrazó las rodillas, sin atrever a mover ni un centímetro de sus extremidades. ¿Qué he hecho?, se cuestionó desesperado, respirando con dificultad.
No entendió lo que había ocurrido. Simplemente había salido del Gran Comedor para ir al baño, y luego pensaba regresar. Sin embargo, de la nada había aparecido ese raquítico hombre con ojos verrugosos, haciéndole un hechizo para que quedara atado de la cabeza a los pies.
Con un encantamiento de arrastre le hizo barrer todo el piso, cada alfombra y escalones que llevaban hacia aquél calabozo, mucho más allá de las mazmorras.
¿Qué he hecho?, sollozó en su interior deseando estar otra vez en la fiesta de Halloween, con sus amigos, comiendo caramelos y admirando la decoración de calabazas y murciélagos.
Una ráfaga de viento apareció de la nada ―tal vez de alguna tubería― llevando consigo la música que tocaban en la fiesta, transformándose en algo tétrico y lejano. Parecía estar cientos de metros más abajo.
Arcturus permaneció quieto, escuchando los atisbos de música que viajaban hacia él. Le daban escalofríos, aunque le hacían sentir no del todo desolado.
La oscuridad era envolvente e insuperable. Sus ojos jamás podrían descubrir el escenario en ese estado. Tampoco eso habría podido servirle de consuelo, pero no le gustaba ser ciego, se sentía débil, en desventaja. Lamentablemente, el celador del castillo también le había quitado la varita mágica aparte de encerrarlo. La idea era que no escapara, pero él no habría sabido cómo hacerlo. Sabía muy poco de magia.
Se apretó contra su propio cuerpo, incrustándose los dedos en las costillas. Esperó. No había hecho nada malo para estar encerrado allí tanto tiempo. Le castañearon los dientes.
Mas los segundos pasaron, al igual que los minutos y las horas
hasta que no hubo más ruido que escuchar que el de su propia respiración esforzada.
Eso le aterró. No distinguía nada, pero presionó los ojos con fuerza, imaginándose a su madre con él, abrazándolo, brindándole protección. Las lágrimas comenzaron a asomársele como nunca le había ocurrido.
Un chillido le hizo sobresaltarse: un ratón correteó por algún lugar, provocando eco. ¿Cuán grande era el lugar? El ratón habría parecido recorrer kilómetros ya que su sonido había tardado en desaparecer.
―Mamá
―masculló con temor, enterrando la cara entre las rodillas.
Perdió la noción del tiempo, escuchando muchos ratones más y unos curiosos ruiditos de cosas caer. De pronto, un agudo silbido rompió con el esquema: aquél ser se deslizó por su lado.
Arcturus retrocedió sin saber hasta donde llegaría, si caería otro lado o descubriría un nuevo lugar. Sin embargo, luego de un metro y medio topó con lo que pareció ser una barrera de trozos de madera, la que estaba apegada a la pared.
Echó las manos hacia atrás y tocó algo.
Ese algo, lo tomó entre las manos: era similar a un bate de Quidditch, y lo utilizaría para defenderse si es que aparecía algún invitado que no le gustara.
Pero de pronto
Un grito de horror se escapó de su boca una y otra vez, estremeciendo su mente.
Como un acto de masoquismo volvió a tocar aquél montón de desperdicios y polvillo.
Pero no eran más que huesos.
Huesos humanos. Ése era el otro olor que le escocía la nariz, la pestilencia a muerte.
Se puso de pié y aulló con la cara hacia arriba como un condenado.
¡Pum!
La puerta se abrió. La luz que venía de arriba lo cegó.
―¡Chiquillo malcriado! ¡Eres una escoria! ¡No eres digno! ¡Te arrepentirás de haber nacido! ―vociferó el sujeto, enarbolando otra vez la varita para alzar al muchacho con los pies hacia arriba.
Arcturus no asumió lo que le había ocurrido hasta que las antorchas se encendieron por arte de magia, una vez estando solo.
Colgaba de los tobillos con unos grilletes que se aferraban al techo con cadenas, los dedos de las manos rozaban el gélido piso de piedra negra, y los montículos de huesos humanos adornaban varios centímetros del calabozo de apenas dos metros cuadrados. Una tubería grande estaba en una de las esquinas, lo suficientemente amplia para dejar pasar todo tipo de ruidos. El lugar le pareció pequeño, y sintió que se ahogaba.
Las lágrimas comenzaron a caer por su pálida cara, hasta caer al suelo. Tenía el horror a centímetros de su cabeza: los huesos estaban resquebrajados por el tiempo, aunque él supuso que algunos habían sido rotos. Hogwarts no tenía tantas décadas de funcionamiento. ¿Cuántos estudiantes habían sido muertos allí? Viajes y turismo
Temió por su vida.
La cabeza parecía apunto de estallarle por la sangre que se le acumulaba, aunque eso no le impidió ver en la pared frontal, cerca de donde había caído en un inicio, una serie de cuchillos carniceros, dagas, cuerdas, más cadenas, atizadores, hierros para tatuar y garrotes. Éstos apenas brillaban. No sabía si lo que les impedía relucir era el óxido o la sangre seca.
Miró hacia el techo.
Imaginó al hombre entrando para practicar con él distintos tipos de tortura. Y, de un momento a otro, lamentó haberlo hecho.
La puerta de la cámara se abrió otra vez. Su pesadilla se estaba cumpliendo. Un hormigueo infernal recorrió todo su cuerpo, deseando morir de verdad.
Débil y adolorido estaba cuando despertó dos horas más tarde. Permanecía en un rincón con la ropa rasgada y la piel de la espalda como pergamino. Le ardía y la boca la tenía sabor a sangre. En su mano tenía unos cuantos dientes.
Él debió ponérmelos aquí.
Los brazos los tenía llenos de arañazos y apostaba porque tenía un tobillo fracturado.
Lloró otra vez, acurrucado. No quiso que él apareciera otra vez.
¿Qué iba a hacer si él se presentaba de nuevo, con su alma infernal?
No lo supo.
Día tras día, y no había claridad. La oscuridad era el hábitat de Arcturus, de lágrimas se alimentaba y a gritos conversaba.
Sus nervios iban en aumento, su miedo se convertía en locura. Tenía deseos de hacer sufrir a alguien, de repudiarle, de desgarrarle.
Odiaba a aquél hombre, y cada vez que le torturaba, se imaginaba que tenía los papeles invertidos. Quería destruirlo.
Entonces
tuvo una idea.
Al quinto día tomó la decisión. Era cuestión de valor y rapidez, porque él no iba a morir en el calabozo como tantos lo habían hecho, y si permanecía más tiempo, no tardaría en hacerlo. Iba a salir vivo de allí.
Se preparó. Tomó tres dagas y practicó con ellas. Tres ratones tuvieron que ser agujereados para asegurarse de que su puntería era buena.
Llegó el momento, y el conserje entró. Gastó el tiempo mirando con desconcierto al muchacho, y cuando alzó la varita, las dagas habían recorrido tres cuartos de la pequeña distancia.
Se clavaron con fuerza en su pecho.
Arcturus, lo único que recordó hasta ese momento, fue que tomó una varita que no era suya, subió con magia hasta el piso de arriba, cerró las puertas del calabozo y corrió con todas sus fuerzas, incluso con el tobillo doliéndole y doblándosele.
Cuando llegó al vestíbulo, los oídos se le destaparon y escuchó el atronador ruido de la música de Halloween. ¿Qué no habían pasado días? Pues, no lo sabía.
Entró al Gran Comedor, con cada par de ojo en él. Estaba sucio, ensangrentado, con moretones, a medio vestir y lleno de quemaduras circulares.
Más tarde, todos le interrogaron: sus amigos, sus profesores, el director, y Arcturus Black no supo qué contestar. No lo recordaba, y si lo hubiera hecho, no lo habría entendido.
A los pocos días llegó otro conserje, porque del anterior no hubo rastro.
Sesenta y cuatro años más tarde, Arcturus Black decidió bajar por los adornos de Halloween que guardaban en el subterráneo de la mansión. En los cincuenta y tres años que había vivido en esa casa, jamás había echado un vistazo. Su elfo doméstico hacía todo por él, pero apenas el día anterior había muerto de vejez. Él también ya estaba viejo, pero podía hacer el esfuerzo. Lysandra estaría contenta de ver la casa ornamentada para la ocasión de esa noche.
Con la luz de la varita señalando los escalones descendientes, abrió la puerta y la cerró tras sí. Encendió las antorchas con un solo aplauso, y se admiró de que hubiera tantas cajas en un lugar tan pequeño.
Cuando iba plantearse a buscar la caja correcta, la luz se atenuó y el lugar se volvió frío, y la cerámica se convirtió en piedra negra.
La puerta se abrió tras él. La luz del exterior se acentuó, apenas cegándole, porque una sombra cubría la mitad de la claridad con un cuerpo esquelético.
Divisó aquellos ojos verrugosos y llenos de maldad.
―¡NO! ¡Tú! ―gritó desalmado.
Retrocedió un paso y chocó con cajas. No tenía salida. Ése miedo putrefacto se coló por todo su ser.
El celador de Hogwarts tenía un cuchillo carnicero en una mano, y, en la otra, una atizador al rojo vivo.
"Te arrepentirás de haber nacido".
Él no soportó la situación: el hedor a humedad, a musgo y a muerte se extendía por el lugar, imparable. Miró hacia el techo, donde colgaban unas oxidadas cadenas con grilletes. Con una fuerza que no conoció que tenía, contando su edad, subió a la caja y se enrolló una cadena en el cuello. Creyó sentir el cuerpo ardiendo, sangrando, siendo apaleado y triturado. La historia perdida en el tiempo se repetía
Saltó.
Al segundo siguiente, todo fue oscuridad, y se perdió en el destino.
El grito de pavor de Lysandra Black quebró la tranquilidad de la casa. Había visto cómo su esposo la miraba con odio cuando ella bajaba a ayudarlo, y cómo, al segundo siguiente, se enrollaba la cadena de una lámpara colgante, subido en una caja, para suicidarse.
La Cámara de las Torturas - Fanfics de Harry Potter
El pequeño Arcturus Black fue empujado brutalmente hacia el interior del calabozo, golpeándose de costado. El lugar apestaba a humedad y a musgo, pero, por s
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2024-10-26

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