Rareza - Potterfics, tu versión de la historia

 

 

 


Su mente estaba plagada de pensamientos recurrentes, eso nadie podía negarlo. Problemas recurrentes también; amores recurrentes cómo no. Siempre lo mismo: que el alquiler, que no llego a fin de mes, que hace dos meses que no pinto nada decente, que soy un fracaso, que estoy enamorado de Sofía o de Rosa o de Rosario o de Amelia. Hernán era un muchacho predecible hasta en sus complicaciones, y eso causaba cierta estabilidad en quienes lo rodeábamos, cierta percepción de que nada estaba librado al azar cuando estábamos cerca de él. A Hernán no le agradaba ese rasgo suyo, por supuesto, y nosotros tratábamos de no echárselo en cara. Después de todo, ¿a quién le agradaría saber que su personalidad es tan sencilla que hasta sus complejidades son fáciles de prevenir?

 

​Por eso ninguno se preocupó demasiado cuando empezó todo este asunto de Julieta, y tal vez fue porque empezó suavemente; nadie duda de una flor a la que le sale otro pétalo, nadie cuestionaría a un avión por volar, nadie pondría en tela de juicio un fuego que quema, y nadie sospechó, en un principio, de que Hernán comenzara a hablar casi única y exclusivamente de Julieta; primero fue con una progresión delicada a la que ya nos tenía acostumbrados, como si su amor fuera el sol en el amanecer: ascendiendo lenta y amorosamente por sobre el horizonte hasta iluminarlo todo, con esa luz que hace cerrar los ojos, mirar para otro lado.

​Primero, palabras simples. Me parece linda, me parce que me está gustando, me gusta cómo frunce la nariz cuando se pone seria, qué linda es. Después el sutil cambio de palabras: me encanta su perfume, me encanta cómo me besa, me encanta que sus ojos sean tan transparentes. Y por último, esperablemente, fue la palabra, aquella dichosa palabra que en su boca habíamos oído tantas miles de veces: amo cómo me mira, amo cómo se mueve, amo cómo es, la amo.

​Visto así, en retrospectiva, me resulta francamente absurdo que nadie se haya dado cuenta antes. Pero qué va a hacerse, hay que recordar también la época en la que estábamos parados, hay que pensar que con este tema de la guerra cada uno y hasta el último denosotros tenía ojos únicamente para cosas importantes, y cualquier asunto que tuvieramenos de un ocho en la escala de preocupaciones (siendo diez algo gravísimo y uno algoestúpido) no merecía de nuestra atención. Tal vez eso haya influido en que nosotros, sus más íntimos amigos (todos saben que Florencia, Joaquín y yo estuvimos al lado suyo siempre, hasta en los últimos tiempos), no nos hayamos dado cuenta de que la flor comenzó a producir otros tallos y no otros pétalos, que el avión comenzó a nadar y no a volar, que el fuego en vez de quemar, de pronto heló.

​Ahora que lo veo en retrospectiva, sé que empezó a operarse el irreversible cambio durante un almuerzo en la plaza Retiro; éramos jóvenes, la guerra nos preocupaba, la política nos apasionaba más que nada en el mundo ese último tiempo, y teníamos la mirada en una sola cosa: el futuro. Yo llevaba cinco años de novio con Florencia para ese entonces, Joaquín acababa de dejar embarazada a Rosa, y Hernán había parado de hablarnos de esta chiquita, esta Julieta. ¡Quién hubiera notado algo, quién! Ah, sí: el amor nos vuelve (cómo me gustaría decir «volvía») estúpidos.

​Fue tan de golpe que deberíamos haberlo notado. Un día nos hablaba con pasión desgarradora de aquella rubiecita de cintura frágil y dedos largos, y al día siguiente ni palabra. A su declaración de fogoso amor la remplazó el más absoluto de los silencios y nosotros, demasiado preocupados por nuestras parejas, la situación política del país, nuestras propias angustias y preocupaciones (ya se empezaba a percibir el desabastecimiento en los mercados y todos temíamos por nuestro futuro laboral), jamás nos dimos cuenta de nada; de nada hasta que, claro, fue demasiado tarde. Cine de Calidad gratis

 

​Creo que la única vez que se me ocurrió que podía pasar algo raro fue cuando le dije que por qué no se venían a casa esa noche todos, y Hernán respondió que no, que no tenía muchas ganas.

​Venga, hombre. Tráete a la chica si quieres.

​¿La chica? preguntó como distraído, como quien tiene la cabeza en otra cosa. Ah. No, hoy no. Otro día tal vez.

​Hernán había olvidado a Julieta durante un instante; ¿qué más podría preocuparlo, qué más? Recuerdo pensar que las cosas entre ellos tal vez no andaban bien, y ese pensamiento no me pareció del todo extraño. Las parejas se deshacen, aún cuando las cuatro mujeres con las que Hernán había estado durante toda su vida se habían hartado de él mucho antes de que él sospechara, si quiera, que algo marchaba mal. Hernán solía quedar aún más enamorado en la ruptura que en la pareja, siempre llevando ese rostro de mártir destrozado, de héroe vencido que nosotros, a esta altura, tanto estimábamos.

​Pero nunca, jamás de los jamases, se me habría ocurrido intuir que aquel silencio era tal vez otra etapa del amor, algo más allá del amor. Ni siquiera sospeché nada cuando se despidió de nosotros más calurosamente que de costumbre, que hasta nos dijo cuánto nos apreciaba. Ninguno sospechó nada. Ni Florencia, tan intuitiva cuando se trataba de males de amor, ni Joaquín, con ese sexto sentido que dicen que trae la paternidad. Ni yo, que lo conocía, tal vez, más que ninguno de los otros dos.

​De más está decir que todos mentimos cuando al día siguiente nos llegó la carta; todos mentimos sin mirarnos a la cara, y nos dijimos que nos lo habíamos visto venir. Mentimos simultáneamente mientras las letras garabateadas de Hernán nos confesaban que se había enlistado en el ejército porque Julieta iba a exiliarse del país por la guerra con su padre y sus dos hermanos menores. Mentimos tan al mismo tiempo que nuestra mentira flotó en el aire y nos desnudó momentáneamente, nos reveló que no, que no teníamos idea de nada.

​Curioso cómo las cosas que damos por sentado suelen sorprendernos más que la otras, las otras que sabemos libradas al azar. ¿Nos sorprendimos cuando Joaquín se separó de Rosa un mes después de que ella perdiera el embarazo? No, no nos sorprendimos. ¿Nos sorprendimos cuando Florencia se cansó de mí una buena mañana de abril, hizo las valijas y se fue? No, tampoco. ¿Nos sorprendimos cuando nos llegó la carta comunicándonos de la muerte de Hernán en pleno combate? Por supuesto que no. ¿Nos sorprendimos al saber que Julieta, desde el exilio, se había tirado de un balcón al recibir nuestra noticia sobre la muerte de Hernán? Apenas.

​Curioso entonces que sí nos hayamos sorprendido de lo otro; que sí nos hayamos sorprendido de que un hombre tan predecible como Hernán, tan fácil de adivinar hasta en sus complejidades, hubiera hecho lo que ninguno de nosotros, los impredecibles, tuvo jamás la valentía de hacer: dejarlo todo atrás y dar, cómo no, la vida por amor.

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Su mente estaba plagada de pensamientos recurrentes, eso nadie podía negarlo. Problemas recurrentes también; amores recurrentes cómo no. Siempre lo mismo: q

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2024-09-19

 

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