Sacrificio - Potterfics, tu versión de la historia

 

 

 

Ella se acerca con una sonrisa. Está herida; tiene arañazos en la cara y los brazos, e incluso uno en el cuello. El niño la mira con tristeza.
- No deberías hacer esto por mí. - Le dice.
- Pero quiero hacerlo. - Es Su respuesta.
Se sientan el uno junto al otro, mirando el atardecer que cae y convierte el cielo en una cúpula de fuego, naranja y roja. Entonces él se vuelve hacia Ella, la mira, repasa las heridas; algunas aún sangran. Ella gira la cabeza hacia él, y sonríe, esa sonrisa tan dulce, tan encantadora, esa sonrisa que ama.
Alza la mano, acaricia Su rostro, Sus labios, Su cuello. Lentamente, deja fluir su magia, su energía hacia Ella, para sanar esas heridas que, al fin y al cabo, se ha hecho para protegerlo de los abusos de los demás.
Se metió en una pelea
por él. Lo menos que puede hacer es curarla, ¿no?
Ve que Sus ojos se llenan de lágrimas, demasiado abiertos, con las pupilas dilatadas. Pero Ella no actúa, no se mueve.
Apenas respira.
- ¡SUÉLTALA!
Todo se deshace.
Los aldeanos llegan, los separan, empujándolo con violencia, apartándolo de Ella. Y la niña jadea al fin, le da la espalda
y vomita.
Entonces recuerda que no puede sanar. Su poder, corrompido, sólo produce dolor. ¿Cómo pudo olvidarlo?
Ella se vuelve hacia él, y en sus ojos ve el pánico, el miedo, el daño que le ha hecho. El niño ahoga un grito de angustia. Todos lo miran, con odio, con desprecio, y empiezan a gritarle.
- ¡Maldito nekro!
- ¡Eres un monstruo!
- ¿¡Cómo te atreves a tocarla?!
- ¡No te mereces ni mirarla a la cara!
- ¡Bastardo nekro!
Y huye, huye de sus palabras, de su odio y su desdén, de su ira, pero también huye de la mirada aterrada de Ella, huye del dolor que pueda ocasionarle, huye de sí mismo, de su poder.

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Elvos despertó bruscamente, con un grito atragantado en su cuello, empapado de sudor frío. Su corazón acelerado golpeaba su pecho con insistencia, irregular, como si quisiera salir de su interior.
Miró a su alrededor. La oscuridad era casi absoluta, sólo interrumpida por una luz tenue, apenas perceptible, que llegaba del exterior por las dos ventanas.
Respiró hondo, y se tomó varios minutos para dejar que su corazón volviera a latir a un ritmo normal. Luego se quedó un rato más en silencio, tendido en su amplia cama, pero finalmente resopló y se sentó.
Sacó las piernas por el borde izquierdo, se calzó y señaló a un punto indeterminado de la pared. Una llama estalló en lo alto de una vela, puesta en un candelabro; se inició una especie de efecto dominó, y las velas se encendieron una detrás de la otra, dando la vuelta al cuarto e iluminándolo con su luz anaranjada.
Bajo aquella luminosidad fantasmagórica la habitación parecía incluso tétrica. Con la que usaban durante el día, la luz eléctrica que los chispa y los erek hacían correr por todas las instalaciones de la ciudad subterránea, la Ninnpa Fosc, era algo más acogedora.
Era grande, más larga que ancha, pero poco decorada, de paredes marrones de roca. Había lámparas colgadas del techo, de pie en las esquinas superiores y una en la pared del fondo, entre las ventanas. El suelo estaba cubierto por una alfombra roja y suave.
La puerta estaba arriba a la derecha, no muy grande, de metal oscuro. La cama, con dosel y sábanas muy suaves, a su izquierda, y al otro lado de ésta la mesita de noche, con un candelabro exquisito y dorado.
Había un escritorio en la pared de la derecha; tenía un espejo encima, como si fuera un tocador, y una silla delante. Junto a la mesa había dos librerías llenas de libros de cubiertas y temas muy distintos; también había algunas figuras, no muchas, todas oscuras y de aspecto espeluznante, como calaveras o muertos.
A la izquierda había un armario grande, aunque la mayor parte de su espacio estaba vacío; Elvos no usaba mucha variedad de ropa, solía decantarse por las túnicas negras y grises, con largas capas oscuras. Al otro lado del armario había otra librería, tan llena como las otras dos.
En la pared del fondo estaban las dos ventanas, separadas por un metro y medio entre ellas. Eran tan anchas como la puerta; empiezan medio metro por encima del suelo, y acababan cerca del altísimo techo.
Elvos se puso en pie y se acercó al escritorio. Se miró al espejo, y su reflejo, poco iluminado por la luz de las velas, le devolvió una mirada cansada y ojerosa. Tenía el cabello castaño claro, escalado, con algunos mechones por encima de los hombros. Sus ojos eran azules, profundos y rasgados; ya no recordaba la última vez que miraron algo con
amor. Con dulzura.
Desde la huída de la aldea, sólo había podido mirar con desdén, con odio y con arrogancia, incluso a sus aliados, a los más cercanos a él. Ya no recordaba lo que era amar.
Aunque, bien mirado, ¿alguna vez había querido a alguien?

tal vez a Ella

Movió la cabeza de lado a lado, cerrando los ojos y forzándose a no pensar en esa niña que dejó atrás hacía tanto tiempo. Habían pasado tantos años que ya no recordaba su nombre, ni su aspecto, ni nada; sólo su sonrisa, luminosa y encantadora, y su mirada llena de terror cuando trató de sanar sus heridas.
Dejó el escritorio y se dirigió a las ventanas. Se asomó en una de ellas, apoyando el hombro en el lado, y miró al exterior.
Frente a él se habría un túnel enorme, larguísimo. El fondo giraba a la derecha, pero era demasiado lejano para vislumbrarlo.
Los lados se alzaban, con largas ventanas que daban al interior de las galerías. En aquellas galerías vivían los que, como él, eran rechazados por la sociedad. Mágicos oscuros en su mayoría, al igual que Elvos, pero también otros; había allí invocadores, alquimistas,
La mayoría criminales, era cierto, pero también ellos necesitaban un lugar donde vivir en una paz relativa.
La Ninnpa Fosc era la única ciudad en todo el reino de Mekira que aceptaba albergar a los marginados y los fugitivos. Permanecía oculta e inalcanzable, situada bajo el extremo oeste de las montañas Taro; como la mayoría de sus habitantes tenían algún tipo de poder mágico o sensibilidad para algo, la ciudad estaba protegida con todos los medios posibles. Estaban las propias murallas naturales de las montañas, que la ocultaban, estaban los centinelas que guardaban sus amplias puertas negras, los kirin más poderosos de los invocadores.
Y también estaban Cerbero y sus Canes.
En resumen, la Ninnpa Fosc era impenetrable.
Elvos dejó vagar su mirada por el centro de la ciudad. Observó la plataforma que se alzaba por encima del suelo del túnel, ancho y largo hasta el fondo, gris con barandillas de metal. A los lados, entre los costados de la plataforma y las paredes de piedra de las galerías, estaban los fosos, oscuros y húmedos, fríos.
Y allí permanecían los prisioneros, moribundos, heridos y torturados, con sus poderes inutilizados.
Comida para los vástagos de Cerbero.
Elvos se permitió sonreír mientras observaba las sombras de aquellos que se oponían a su mandato. Hundidos en los fosos helados, se apretujaban unos contra otros, formando grupos muy compactos en busca de algo de calor.
Muchos morían durante la noche, cuando el frío acababa con la vida que quedaba en sus desnudos y debilitados cuerpos.
No se sentía ni remotamente culpable. Al fin y al cabo, él les dio la oportunidad. Podían haberse unido a él, a su causa, a su misión de hacer de Mekira un lugar mejor donde el desprecio por aquellos que eran diferentes, en especial los mágicos oscuros como él, no existiera.
Pero la mayoría no aceptaba. Lo veían sólo como a un loco, ansioso de poder quizá, deseoso de quitarle el trono al rey.
El poder o el trono no le interesaban. Elvos sólo buscaba

Aceptación.En el pueblo de Kalye, al este de las montañas Taro, las pueblerinas se encontraban en el mercado. Solían ir en parejas o tríos para comprar, y cada pocos pasos se paraban a charlar con otro grupo. Con todo, las compras duraban casi todo el día, pero así los chismes, los rumores y las historias llegaban a todos los rincones del pueblo.
Hacía ya una temporada que el tema principal de conversación en el mercado era la Curandera Vital, Serai.
Los curanderos eran mágicos cuyo poder se basaba especialmente en la sanación de heridas y enfermedades ajenas. El reino era famoso por sus poderosos curanderos.
No obstante, los vitales eran un poco distintos. Digamos que su poder era mayor, y además podían hacer crecer flores y plantas pequeñas.
Serai era, dentro la escasa subclase de Curanderos Vitales, excepcional en todos los sentidos. Nacida, decían, en la capital, Mekira, se mudó con sus padres a muy temprana edad a una aldea sin nombre para gozar de la libertad de la naturaleza y la calma de los lugares apartados.
Tuvieron que llevarla allí para que su excepcional poder se desarrollara sin problemas.
Dónde se encontraban los límites de ese poder, nadie lo sabía con exactitud. Algunos decían que podía sanar a los heridos en una guerra, sin detenerse ni un solo instante, durante días. Otros aseguraban que podía hacer crecer incluso árboles. Unos pocos decían que los bebés se desarrollaban en los vientres de sus madres si ella estaba cerca. Los últimos estaban convencidos de que podía devolver la vida a los muertos.
Todo habladurías, claro. Las pueblerinas de Kalye no sentían curiosidad por el poder de Serai, sino por su actitud.
Viajaba por todo el reino, decían, ayudando a los granjeros con las malas cosechas, sanando a los enfermos y curando a los heridos que encontraba a su paso. Nunca se detenía. Seguía vagando, como si no encontrara su lugar.
Los rumores decían que nunca sonreía. Siempre fría, inalcanzable y solícita, educada y respetuosa, pero jamás, jamás sonriendo. También decían que frecuentaba extrañas compañías.
Iba con un fobos, una criatura oscura con la forma de un caballo de largo pelaje y cuernos de ciervo; el equivalente oscuro del unicornio, decían, y que provocaba pesadillas a su alrededor, comiéndolas luego, consumiendo el alma y matando de miedo a quien estuviera cerca el tiempo suficiente.
También se decía que iba con un can, un hijo de Cerbero. Se decía que era como un perro de largo pelaje rizado y negro, patas delgadas y morro largo, mirada fiera y cuerpo poderoso.
Extraña combinación. Una curandera vital, tan pura y poderosa, acompañada por criaturas despreciables y oscuras como esas. Inaudito. Increíble.
Otro de los rumores que circulaban sobre ella era que pertenecía a Salvadores, un grupo que luchaba por el pueblo y los inocentes, y que predicaba la lealtad, la justicia y la bondad. El rey estaba en proceso de aceptar el grupo como una entidad oficial, pero por el momento no se sabía dónde estaba su base ni quiénes eran sus miembros.
En esos momentos, se decía, los Salvadores luchaban con ahínco contra el Emperador Elvos.
Los rumores que corrían sobre él eran distintos y escalofriantes. Decían que era un mágico oscuro, y en eso todos coincidían. Un mágico oscuro, un nekro, era una persona con el don de la magia, pero por algún motivo esa magia estaba corrompida; no podía sanar ni hacer nada que tuviera que ver con la vida, como hacer crecer plantas; en cambio, sus poderes destructivos eran más grandes de lo normal.
A nadie le gustaban los mágicos oscuros. Eran arrogantes, malvados.
Muchos aseguraban que el Emperador Elvos, desde su ciudad subterránea, trataba de someter el reino para usurpar el trono y hacerse con el poder. Otros decían que su única intención era la de que los mágicos como él fueran aceptados por la sociedad, y estaba dispuesto a cualquier cosa.
Sea como fuere, una cosa estaba clara: Elvos daba la oportunidad a los mágicos y pseudo-mágicos de todo el reino. Se decía que los emisarios del Emperador abordaban a todo aquel que tuviera poderes o sensibilidad, y les proponían jurar fidelidad a su señor, servir a su causa y poner sus dones a su disposición.
Si la respuesta era afirmativa, se suponía que los sujetos eran marcados con un tatuaje en la espalda, la marca de una calavera que los señalaba como aliados; la traición era castigada
pero nadie sabía exactamente con qué.
Si la respuesta era negativa, los sujetos desaparecían sin dejar rastro.
Algunos aseguraban que morían, pero no era probable, pues sus cuerpos nunca eran encontrados. Otros decían que eran llevados a la ciudad subterránea, y allí eran torturados, humillados y finalmente asesinados.
Era cruel, decían las pueblerinas. Cruel y malvado. De un mágico oscuro, ¿qué otra cosa se podía esperar?

Serai pasaba junto al pueblo de Kalye. Permanecía en la frontera, alejada de miradas indiscretas. Rara vez se adentraba en las aldeas, los pueblos y las ciudades, ya que prefería la soledad, o mejor dicho la compañía de sus dos grandes amigos, Feb, el fobos, y Kero, el can.
Sabía que la presencia de sus amigos, en especial de Kero, incomodaba a los humanos, y por eso se alejaba.
Feb meneó la cabeza y miró al cielo del atardecer, rojo como el fuego. Serai cogió su bastón de curandera con una mano, posó la otra en el cuerpo cálido de su compañero, acariciando su suave pelaje, largo y sedoso, y alzó el rostro también.
Los atardeceres nunca le habían gustado.
- Vamos. - Susurró con su hermosa voz, fría y sensual.
Siguió caminando. Su corta capa de color verde claro, ligeramente azulada, ondeó a su espalda por debajo de su melena negra, larga, que enmarcaba un rostro blanco como la nieve donde brillaban dos ojos azules y profundos como pozos.
Su tobillo derecho lucía un aro plateado que giraba y lanzaba destellos de luz con cada leve movimiento. Era la señal de que era una curandera. Normalmente se los reconocía por su bastón blanco de punta brillante, como si tuviera luz propia, o por su traje blanco y verde azulado, pero, por si en alguna ocasión decidían cambiar sus vestimentas, aquel aro los identificaba.
Feb trotó hasta ella y siguió sus pasos, a su lado, acariciándola de vez en cuando con su suave cabello, rozando la melena negra de Serai con la punta del morro. El fobos llevaba unas bolsas a su espalda, en las que había cambios de muda para la curandera, comida y dinero; también llevaba una brida para él, pero la joven no se la ponía casi nunca. En realidad, no solía montar. Prefería caminar junto a él, señalando así que no era su montura ni su mascota, sino su amigo, su compañero de viajes y fatigas.
Igual que Kero, que correteaba de aquí para allá, avistando el peligro y ocultándose en las sombras cuando los humanos se acercaban. Era un can, sí, un hijo de Cerbero; debería haber permanecido en su manada, custodiando a su padre
o su madre, depende de cómo se mire. No obstante, su familia murió asesinada por los cazadores, y se quedó solo. Serai lo encontró, y decidieron seguir juntos el viaje de sanación de la curandera.
Aquella era su única compañía. Y no necesitaba a nadie más.
Vieron las montañas Taro no muy lejos, y una granja a sus pies. Era extraño; en aquella zona era difícil tirar adelante una granja.
Feb miró intensamente a Serai con sus ojos rojos como la sangre, diciéndole en silencio que aquella era la oportunidad. Ella no era una zoodor, no entendía a los animales, pero sí comprendía a Feb y a Kero, ya que había pasado los últimos años con ellos.
La curandera asintió con la cabeza. Aquella granja necesitaría su ayuda, su apoyo. A cambio les pediría pasar la noche allí.
Miró al can. Él le devolvió una mirada enfurruñada, pero finalmente agachó la cabeza y salió corriendo. Comprendía que no podía estar cerca de otros humanos, ya que los horrorizaría, y probablemente tratarían de matarlo. Sólo Serai y algunos conocidos suyos lo aceptaban.
Una vez Kero se alejó y se internó en las sombras más absolutas, la curandera se encaminó hacia la granja en silencio. Feb la siguió, sin que sus pezuñas marrones hicieran el más mínimo ruido.
Tardaron quince minutos en llegar a la granja. Cuando del sol sólo quedaba una uña roja en el horizonte, cruzaron la valla y llamaron a la puerta de madera.
Abrió una mujer regordeta y de mediana edad, cabello castaño recogido en un moño y ojos marrones. Miró a Serai con curiosidad durante un segundo; luego, su mirada se desvió a todo lo que se veía entonces de Feb: sus ojos rojos y su silueta difusa.
Dio un paso atrás, espantada. Todos sabían que esas criaturas devoraban las pesadillas que ellas mismas provocaban, y acababan por matar a sus víctimas.
- Disculpe la intromisión, señora. - Dijo la curandera con suavidad, llamando su atención de nuevo. - Necesito un lugar donde pasar la noche. Agradecería un lugar en el que yo y mi compañero pudiéramos dormir, aunque fuera en el granero; yo, a cambio, puedo ayudarles a adelantar la cosecha con mi poder.
Levantó ligeramente su vara blanca para mostrar su condición. La mujer titubeó, aún atemorizada por la presencia del fobos, pero ató cabos enseguida.
- ¿Eres
Serai? - Preguntó. - ¿Serai, la Curandera Vital?
- Sí.
- Oh
oh, entiendo.
Se volvió ligeramente hacia el interior de la casa y llamó a su marido, que asomó unos instantes después. Era un hombre espigado de cabello rebelde y negro. Sus ojos celestes estaban muy abiertos, dándole un aire de sorpresa. Su esposa le dijo lo que hacía al caso, y aceptó encantado la presencia de Serai, y más todavía la ayuda que le pretendía dar.
- Pero esa criatura
- Dijo, señalando a Feb. - Lo siento, jovencita, no lo quiero aquí.
Ella asintió. Nadie solía aceptar al fobos. Se volvió hacia su acompañante.
- Espera fuera. - Pidió.
El animal movió la cabeza, indignado, pero dio la vuelta y se alejó al trote.

La mujer puso frente a Serai un cuenco con sopa aguada.
- Sé que no es mucho, pero, por favor, acéptalo. - Pidió.
- Gracias. - Agradeció la curandera.
La pareja la observó detenidamente mientras ella comía en silencio. Unos minutos después, la esposa no pudo aguantar más.
- ¿Por qué vas acompañada de esa horrible criatura? - Preguntó. - Quiero decir, ¿no te provoca pesadillas?
Serai agachó la cabeza y dejó el cuenco en la mesa.
- Es un error común. - Explicó, muy calmada. - Los fobos como mi compañero son confundidos casi siempre con las pesadillas, criaturas con forma de caballo de crines y cascos en llamas. Las pesadillas sí producen malos sueños, y se alimentan de éstos, pero de ningún modo matan de miedo a sus víctimas. Los fobos no tienen ninguna de esas habilidades.
- ¿En
en serio? - Hizo la mujer, sorprendida.
- Sí. Son criaturas oscuras, es cierto, ¿pero qué tiene de malo? Sí, su elemento es la sombra, se mueven en la noche y su color es el negro, ¿qué mal hay en ello? Son fieles, inteligentes y solitarios, y no atacan a no ser que se vean amenazados.
La otra la miró con sorpresa. Serai se forzó a alzar la mirada hacia ella y mostrar un amago de sonrisa. Lo hacía con toda su buena intención, pero todo lo que lograba era entrecerrar sus ojos azules y curvar apenas los labios, dándole un aspecto
estremecedor.
- Feb, mi compañero, es un fiel amigo. - Explicó. - Lleva años acompañándome en mis viajes.
- Tus
tus viajes. - Repitió la mujer. - ¿Es cierto que vagas por todo el reino, sanando y curando?
- Cielos, no. No podría. Sólo en una ocasión crucé el río Kan, al otro lado del bosque y las montañas, y fue hace muchos años. Voy de aquí para allá en el lado este del reino, sin rumbo fijo. Pero es cierto que me dedico a sanar y curar a quien encuentro.
- ¿En verdad tienes el poder de devolver la vida a los muertos?
- Nunca lo he intentado.
Aquella era una respuesta muy vaga, y todos lo notaron. Aún así, la mujer no insistió.
- ¿Puedes hacer crecer los árboles?
- No como todos creen. Puedo hacer que crezcan un par de centímetros los más jóvenes, o que broten de sus semillas, o que sus flores se abran más deprisa para dar paso a los frutos, pero nada más. No soy omnipotente.
- Oh, claro, claro. - Titubeó. - Y
¿es cierto que
ya sabes
perteneces a Salvadores?
En esta ocasión, Serai titubeó visiblemente. Estrechó la mirada clavada en el cuenco a medio vaciar, pensativa.
- No soy un miembro como los demás. - Dijo al fin.
No dio más explicaciones.

Instalaron a Serai en la habitación de su hijo, que había partido a la capital para entrar en el ejército personal del rey, y luego de decirle que los llamara si necesitaba algo se metieron en su cama.
- ¿Puedes creerlo? - Murmuró el hombre, excitado. - ¡Serai, la Curandera Vital!
- ¡Chist! - Se quejó su esposa. - ¡Estas paredes son de papel, podría oírte!
- ¿Y qué? ¡Debe estar muy orgullosa de que todos la conozcan!
-
Me da repelús, querido.
-
Sí. Hay algo que asusta en su mirada.
- Tan fría
tan distante.
- ¿Y qué es eso de que vaga sin rumbo?
Estuvieron en silencio un rato, abrazados pero sin dormir. Entonces, ella volvió a hablar.
- ¿Sabes lo que creo? Que esa chica está buscando algo.
Él asintió y le dirigió a su esposa una mirada extraña.
- O a alguien.

La mayoría de curanderos usaban su vara para esas cosas. Dejaban que su poder fluyera por la luz de su punta y llegara a aquello que querían sanar, o, como era el caso, a las plantas y hortalizas.
Serai era distinta. Dejó su vara ceñida a su espalda y se arrodilló en el huerto, con cuidado de no mancharse el vestido inmaculadamente blanco con sobrefalda verde-azulada. Cerró los ojos con suavidad, dejando sus labios entreabiertos, y posó las manos en la tierra.
Un aura tenue, pálida, la rodeó, haciendo ondear su capa y su melena negra.
Y las plantas empezaron a crecer, lenta, muy lentamente, y no se detuvieron hasta que las flores, ya nacidas y abiertas, empezaron a caer. Fue entonces cuando la curandera exhaló y se inclinó hacia delante, poniéndose las manos en el pecho.
- ¡Curandera! - Exclamó la mujer, preocupada.
Pero ella movió la cabeza, quitándose el cabello de la cara, y se puso en pie. Su rostro no mostraba el más mínimo rastro de cansancio.
- Gracias. - Dijo. - Esto es todo lo que puedo hacer por vosotros.
Pasó junto a la pareja y se marchó.
Hombre y mujer se quedaron allí, observando la obra que Serai había hecho en su huerto. En poco tiempo tendrían la cosecha lista. Era
como un milagro.
- Querida
- Hizo él de pronto.
Se miraron a los ojos. Ambos estaban pensando lo mismo.
- ¿Qué es esa chica?

Se reunió con Feb más allá de la verja que rodeaba la granja. Acarició a su compañero, pidiéndole disculpas en silencio, y siguió su camino sin dudar; él la siguió, fiel e incansable. Poco después se les unió el revoltoso Kero, que esperó sólo el tiempo suficiente para que Serai le acariciara la cabeza y echó a correr, adelantándose y atrasándose, dando vueltas, observando, olisqueando, buscando el peligro para proteger a la curandera con su vida.
Caminaron durante todo el día, sin prisa pero sin pausa. Al medio día no se detuvieron; la joven, mientras caminaba, comió el pan que el amable matrimonio le había dado aquella mañana, sin parar a descansar.
En más de una ocasión, Feb agachó la cabeza y tocó la cadera de Serai con los cuernos y el cuello, instándola a montar en su lomo, queriéndole decir que no le importaba hacer de montura para su amiga. No obstante, ella nunca lo hizo.
Tenía que estar realmente agotada para permitirse algo así.
De modo que siguieron sin descanso hacia el norte, hasta topar con el río Taro, que recibía el nombre de las montañas de las que nacía. Siguieron su curso, caudaloso pero tranquilo, hacia el oeste, hacia los montes, y cuando las tuvieron casi encima llegaron a su destino.
Se trataba de una caseta destartalada y sucia en la que nadie se fijaría. Se encontraba parcialmente metida en la pared de la montaña, junto al río; sus ventanas estaban sucias, la puerta torcida y el techo agujereado.
Serai abrió con cuidado. Toda la casa pareció gemir por la intromisión. Franqueó el paso a sus dos compañeros, que trotaron al interior, y luego entró.
Estaba oscuro, polvoriento y húmedo. Era una sola estancia pequeña y escasamente amueblada. Claro que no hacía falta gran cosa.
Apartó la mesa del centro, coja y llena de mellas. En el suelo había una trampilla apenas visible; cogió la anilla y tiró. Era pesada, muy pesada; apenas logró levantarla unos pocos centímetros.
Por supuesto, aquello ocurría todas las veces. Feb se acercó y le acarició el rostro con el morro, muy dulcemente. Serai asintió, se levantó y le puso la brida a su compañero; ató las riendas a la anilla, y el fobos tiró.
Esta vez se abrió del todo, hasta dejar caer la portezuela en el suelo con pesadez, levantando una nube de polvo.
- Gracias. - Susurró la curandera.
El animal resopló, dando a entender que agradecer algo así era una estupidez. La joven le quitó la brida y la guardó nuevamente; Kero ya había bajado precipitadamente las escaleras, como si en aquel lugar pudiera haber peligro para Serai.
La curandera siguió al can, y tras ella bajó el fobos.
Los escalones eran estrechos y altos, y había muchos. Se bajaba durante varios minutos, sin descanso, sin luz. Aquel no era un lugar apto para claustrofóbicos.
Finalmente dejaron atrás la escalera y se adentraron en un pasillo no muy ancho, tampoco demasiado alto, pero por suerte corto. Al fondo ya se veía la luz de la Sala Principal.
Era una habitación grande, rectangular, de paredes blancas, columnas y salidas a otros pasillos. La luz corría por la sala gracias a los kirin de electricidad con los que los invocadores estaban aliados.
En realidad era una cueva artificial, construida hacía siglos por contrabandistas para guardar sus mercancías.
Ahora, era la sede de los Salvadores.
Allí, sentados en sillones o debatiendo algún tema sin importancia en la mesa del centro, habían varios miembros.
Serai los repasó rápidamente con la mirada, aunque Kero ya lo había hecho antes para asegurarse de que el peligro no existía allí.
Había una pirotécnica, también llamada maga de fuego, cuyo poder se basaba en ese elemento; vestía el traje típico de las pirotécnicas, sensual, estrecho, que dejaba hombros, brazos y vientre a la vista. Se llamaba
algo como Keyra. Serai no estaba segura.
Había otras personas que se volvieron hacia ella al verla llegar. Estaba Giyn, un invocador que llevaba muchos años siendo su más íntimo amigo
Que no era mucho. También había algún curandero y un par de mágicos; uno era hechicero, el otro su aprendiz.
Rilran, el zoodor, no estaba. Nunca estaba.
- ¡Otra vez! - Exclamó la pirotécnica.
Serai se forzó a no rodar la mirada y volverse hacia ella. La mujer miraba con asco a Kero, que le enseñaba los dientes con gesto amenazador.
- ¿Cómo puedes llevar contigo a esa cosa? - Se quejó Keyra, desagradable. - ¡Es horrible!
- Es mi amigo. - Fue la respuesta de la curandera.
Giyn sonrió.
- Me alegro de verte. - Saludó dulcemente.
Serai no respondió, se limitó a caminar hacia él y sentarse a su lado, con Feb pegado a los talones; no se sentía bien en aquel lugar tan lleno de luz.
- Sigue ganando seguidores a marchas forzadas. - Informó la pirotécnica con seriedad.
- ¿Cómo es posible? - Se quejó el hechicero, golpeando la mesa con un puño. - ¿Es que no sirve de nada todo lo que hacemos, lo que decimos?
La mujer negó con la cabeza. Era cierto que los Salvadores se dedicaban a ir por el mundo no sólo reclutando a nuevos miembros, a pesar de su rango de grupo no-oficial, sino también explicándole a la gente que el Emperador Elvos era sólo un maníaco que buscaba el trono, y que sumiría el reino en la oscuridad.
Por supuesto, también eran un grupo ofensivo. En muchas ocasiones unían fuerzas para atacar la ciudad subterránea
Sin éxito. Era impenetrable, y además estaban el Cerbero y sus canes protegiéndola.
Ni siquiera los zoodor, con su sensibilidad para comprender a los animales y hacerse entender, con esa habilidad innata de ganarse el favor de las criaturas
Ni siquiera ellos podían impedir que los canes lucharan con todas sus fuerzas contra los invasores. Daba igual cuántas veces les trataran de explicar que no le harían daño a Cerbero.
- Algunos se ven cegados por sus promesas de un mundo mejor. - Dijo Keyra tras un suspiro. - La mayoría, no obstante, aceptan ser sus aliados por miedo a los rumores. Deberíamos desmentir que Elvos torture a sus enemigos hasta la muerte.
- No es mentira. - Murmuró el aprendiz, de apenas quince años.
El curandero dejó su vara suavemente sobre la mesa, iluminándola con su luz. Tenía la mirada perdida en algún punto indefinido del fondo de la sala; era ciego.
- Keyra, no podemos predicar por el reino que Elvos no tortura a aquellos que se oponen a él. - Dijo con su voz dulce y calmada. - Sería mentir, y eso no está bien. Debemos ser siempre fieles a la verdad. Tú sabes mejor que nadie que lo hace.
Instintivamente la pirotécnica se llevó la mano al hombro. Sobre el omoplato derecho tenía la marca de una calavera, el tatuaje que los aliados de Elvos le dejaron cuando aceptó seguir al Emperador. No lo hizo ni por miedo ni por ansias de poder; lo hizo para ser la espía de los Salvadores. Iba y venía de la Ninnpa Fosc, observando, y luego contándoles lo que descubría a sus compañeros.
Pero a veces no podía evitar sentirse culpable por lo que veía y no podía evitar, por todas las personas que morían en los fosos, ya fuera de hambre, de frío o devoradas por los canes.
Canes. ¡Qué horribles criaturas!
- Sea como sea
- Dijo, tratando de cambiar de tema. - Debemos terminar con esto. Pronto. Tiene tantos aliados que en cualquier momento podría lanzarse contra la capital, derrotar al ejército del rey con insultante facilidad y hacerse con el trono. Entonces no habrá salvación para nadie.
- ¿Confía en ti?
Todos se volvieron hacia Serai. La joven alzó la mirada de la mesa a Keyra, inexpresiva como siempre. Pero sus ojos azules y profundos brillaban de un modo extraño, casi con desdén.
- ¿Confía en ti? - Repitió. - ¿Te dice lo que piensa, te confiesa sus verdaderas intenciones?
- Si pasaras más tiempo entre nosotros, curandera, sabrías que sí. - Replicó la pirotécnica, ofendida. - Elvos suele cerrarse en banda hacia todos, pero soy una de sus pocas escogidas. A mí me ha hablado muchas veces de sus pensamientos y sus
intenciones.
- ¿En serio? ¿Y qué dice?
- ¡Ya lo sabes!
- Repítemelo.
Keyra gruñó por lo bajo y buscó apoyo en sus compañeros, pero todos se encogieron de hombros y la instaron a hablar.
Todos los Salvadores parecían tener a Serai sobre un pedestal. Su palabra era ley. A pesar de eso, no era un miembro activo, no iba a atacar la ciudad, no predicaba en contra de Elvos.
Por supuesto, probablemente los demás sabían algo que la pirotécnica desconocía. Era por ese maldito tatuaje, y por su condición de espía. Si podía traicionar a Elvos
¿por qué no a ellos?
Pero ya estaba acostumbrada, así que suspiró, resignada.
- Según sus propias palabras, desea el poder del rey
- Dijo. -
para conseguir que los mágicos oscuros sean aceptados. ¡Los mágicos oscuros, esos monstruos, esos errores de la naturaleza! Sabe que convertirse en el líder que la nación es el único modo de hacerlo. Si logra el poder
los malditos nekros dominarán el reino. Sólo de pensarlo
es repugnante.
- Sí, repugnante. - Comentó Serai. - Pero eso no te impide meterte en la cama de Elvos cuando te lo ordena.
Eso fue un golpe bajo. Keyra lo acusó como pudo.
- Es mi deber. - Se quejó. - Si me negara, probablemente me tomarían por traidora y me meterían en los fosos como una prisionera más.
- ¿Cómo lo sabes?
- Porque ya ocurrió una vez. - Titubeó. - Otra mujer
su antigua amante
Una vez decidió que no quería seguir calentando la cama de ese bastardo, y él la metió en el foso con los demás.
Serai entrecerró los ojos, y por un instante una sombra extraña cruzó su mirada.
- ¿En serio?

En el exterior, empezaba a despuntar el sol cuando Serai y sus dos compañeros salieron de la casucha. Habían dormido en una de las habitaciones cercanas a la Sala Principal, pero ya era hora de marchar. A la curandera no le gustaba quedarse mucho allí; se sentía extraña, fuera de lugar.
Al fin y al cabo, ella no era como los demás. No era un miembro de los Salvadores. Era sólo

Una herramienta.
Kero se volvió intempestivamente. La puerta de la caseta se abrió de nuevo con un chirrido desagradable, y Giyn salió. Sonrió, y el can se relajó. Sabía que no le haría daño a Serai.
El joven, de cabello rubio y largo recogido en una cola, y ojos azules como el cielo, se puso junto a la joven, dejando caer el brazo por encima de sus hombros, y miró al horizonte con ella.
Estuvieron en silencio durante unos minutos, viendo al sol salir.
- ¿Sabes? - Preguntó el invocador con suavidad. - Deberías quedarte. Con esos inútiles viajes no sólo te expones a que los aliados de Elvos te intercepten y te intenten someter
Sino que también te haces daño a ti misma.
- No sé por qué dices eso. - Respondió Serai.
- Tus idas y venidas tienen dos motivos, ¿no es verdad? Uno es la búsqueda del perdón, pero no lo conseguirás ayudando a todo aquel que se cruce en tu camino, Serai. El otro
es la esperanza de toparte con él y reconocer en su rostro a la persona a la que amaste una vez. Pero no le encontrarás, y lo sabes.
La curandera movió con brusquedad la cabeza.
- Estoy bien, Giyn. - Dijo en voz baja. - No tienes por qué preocuparte.
- Pero lo hago. Deberías quedarte. No te expongas más. Eres la única esperanza de los Salvadores
del reino. Es más, eres la persona más importante para mí. Si algo te pasara

- No pasará nada. Ya me he encontrado en otras ocasiones con los interceptores de Elvos, y siempre he salido bien parada.
- ¿Por cuánto tiempo? Feb y Kero te protegerán con sus vidas si hace falta, pero en algún momento ellos serán más fuertes que vosotros tres, ¿y entonces qué? ¿Te someterás al mandato de Elvos?
- No.
- ¿No? ¿Por qué?
- Porque lo que hace no está bien.
Giyn entrecerró los ojos y le acarició el cabello con dulzura a su amiga.
- ¿Estás bien así, Serai? ¿De verdad no te importa luchar contra él?
- Debo hacerlo. Al margen de mi corazón, de mis sentimientos
sé que esto está mal, y debo pararlo.
- ¿Para enmendar tu error? ¿Un error que, en realidad, nunca cometiste?
No obtuvo respuesta.
Una hora después, Serai ya había desaparecido de su visión con Feb y Kero junto a ella, sus guardianes y compañeros. Pero Giyn se quedó, sabiendo que debía darle la libertad para actuar por su cuenta.
No obstante, no pudo evitar sentir que era la última vez que la vería.

Llevaban un rato siguiéndolos, Serai lo sabía por la forma en que Kero gruñía y se revolvía; le acariciaba constantemente la cabeza, tratando de calmarlo para que no se lanzara contra ellos. Feb también parecía nervioso.
Finalmente, dos hombres vestidos de negro se plantaron frente a Serai y sus amigos, con ojos brillantes y sonrisas arrogantes. Uno de ellos tenía tatuada la calavera del imperio en la mejilla.
Otros aparecieron por detrás, y finalmente quedaron rodeados.
- ¿Eres Serai, la Curandera Vital? - Preguntó el hombre del tatuaje en la cara.
- Sí. - Respondió ella con calma, sabiendo muy bien lo que ocurría.
- Sabemos que perteneces a Salvadores.
La joven no respondió.
- No obstante
- Siguió el hombre. - Queremos darte una oportunidad. Nos has evadido en varias ocasiones, usando a tus mascotas como apoyo

- Son mis amigos.
-
Pero esta vez no te dejaremos escapar. Únete al Imperio del Señor Elvos, curandera, o sométete a tu destino.
Serai ladeó la cabeza, como si no se sintiera en absoluto amenazada.
- ¿Y si me negara? - Preguntó.
Su interlocutor sonrió. Lanzó una rápida mirada hacia una mujer que tenía cerca y volvió su atención hacia la curandera.
- Serías hecha prisionera, como todos aquellos que rechazan el Imperio. - Explicó. - Serías torturada y condenada al foso para el resto de tus días; probablemente acabarías siendo comida de los canes. - Miró a Kero, que seguía gruñendo.
- ¿Le haríais daño a una curandera? - Preguntó Serai, como si le sorprendiera.
- Ni que fuera la primera vez.
- Los curanderos no nos movemos por política, ni ansias de poder, ni tampoco por miedo. ¿Realmente tenéis la sangre fría para atacar a uno de nosotros, a sabiendas de que nunca seremos una amenaza?
- No seréis una amenaza
Pero tú, sin ir más lejos, perteneces a Salvadores. ¿Sigues diciendo que no te mueves por política?
- Mis motivos son sólo ayudar a la gente.
- ¿Incluso a los mágicos oscuros?
- Incluso a ellos.
El hombre se permitió ampliar su maliciosa sonrisa.
- Entonces, no tendrás problemas en aceptar nuestra propuesta. - Comentó.
- ¿Qué pasaría si dijera que sí
y os traicionara? ¿Os espiara?
- Oh, es algo que no se puede concebir.
- ¿En serio?
- Sí. - Volvió a mirar a la mujer, que arrugaba el ceño, mirando fijamente a Kero y Feb, que cada vez estaban más nerviosos. - Una de nuestras mejores cartas es un mentalista.
- Mentalista. Son escasos.
- Sí, es una suerte que él comprendiera los motivos del amo Elvos y accediera a formar parte del proyecto
Como bien sabrás, los mentalistas son aquellos hombres cuyo poder les permite leer las mentes de los demás.
- Es una forma muy vaga de decirlo.
- Nuestro buen amigo revisa las mentes de todos los aliados periódicamente, ya vivan fuera o dentro de la ciudad. Por eso, si la traición es concebida
Él lo sabrá de inmediato, e informará al Emperador.
Serai no pudo evitar pensar en Keyra, en su posición de espía y en todo lo que ese hombre le estaba contando. Tal vez fueran sólo mentiras para ganar tiempo.
Hacía un rato que sabía que aquella mujer que miraba a Kero y Feb era una zoodor, y trataba de convencerlos de que la abandonaran.
En efecto, ni un segundo después ésta se inclinó hacia el hombre.
- Hay un problema. - Dijo en voz baja, pero no lo suficiente como para que Serai no pudiera oírlo. - Ese can
Tiene una actitud extraña. La protege como si fuera su Cerbero, y sabes que es imposible convencer a los canes de que se pongan en contra de algo así.
- ¿Y el fobos? - Susurró él.
- Un lazo muy fuerte lo une a la chica. No puedo romperlo.
Asintió, como si ya lo hubiera intuido, y miró fijamente a Serai. Se permitió otra sonrisa altanera.
- ¿Y bien, curandera? - Preguntó. - ¿Decides formar parte del Imperio
o no?
Ella hizo como que se lo pensaba. Todos los presentes conocían la respuesta, pero le gustó hacer un poco de teatro. Finalmente clavó su mirada azul en el hombre, y contestó:
- No.
- Bien.
Kero emitió un rugido desgarrador y se lanzó contra sus enemigos, dispuesto a darlo todo por su compañera, su madre, su protegida. Pero ellos ya estaban preparados; uno, un orador, que necesitaba pronunciar palabras para hacer funcionar su magia, alzó un escudo en el que el can rebotó. Se vio desplazado varios metros.
No hubo pausa. Un hombre y una mujer trataron de alcanzar a Serai, pero Feb se interpuso, con los cuernos por delante, preparado para matar a cualquiera que se acercara lo más mínimo.
La zoodor trató de convencerlo de que la dejara; al fin y al cabo, ella sólo era humana. Pero no logró que el fobos se pusiera contra su amiga y compañera, de modo que fue atacado.
En esta ocasión se trataba de un invocador.
- Borkha, kirin elemental de la tierra. - Recitó, mientras una suave brisa removía su cabello negro. - Por el pacto que nos une, ayúdame ahora en esta empresa, ¡ata a mis enemigos!
Serai se permitió alzar una ceja con burla. Aquel era un invocador mediocre, sin duda, poco preparado. Giyn le había enseñado hacía tiempo que cada kirin elemental debía invocarse junto a su elemento; efectivamente, Borkha era de tierra, por lo que teóricamente podría llamarse en cualquier parte del continente
Pero, a la práctica, aparecía un pequeño problema: este kirin pertenecía a otra rama de la tierra.
Las plantas.
Y allí cerca sólo había hierbas, algunos arbustos y un par de árboles solitarios. Nada que pudiera fortalecer a un Borkha.
El suelo tembló un momento, y el kirin, en unos segundos, brotó de él, grácil y hermoso. Tenía aspecto femenino y una dulce sonrisa en sus labios finos, la piel de color verde pálido, el cabello del color de la hierba, los ojos rasgados y completamente negros; vestía, como el resto de sus hermanas Borkha, con ramas y hojas.
El kirin miró a su alrededor. Notó la falta de vegetación que pudiera ayudarla; le lanzó una mirada suplicante al invocador, que señaló a Feb con un gesto rápido.
Obediente, el espíritu abrió la boca para pronunciar un sonido extraño, como el bello canto de un millar de pájaros, y alzó las manos. Del suelo nacieron lianas y enredaderas que se lanzaron contra el fobos.
Feb puso en marcha su poder oscuro, y cuando las plantas tocaron sus cuernos, que brillaban ahora con un suave resplandor rojizo, se marchitaron.
Serai concluyó que era la hora de escapar. Como curandera podría haber usado hechizos de poca monda para protegerse,
Pero no era su caso. Por algún extraño motivo, su poder se basaba absolutamente en la sanación, y no podía hacer nada más.
Otro guión en su lista de rarezas.
Dio media vuelta y echó a correr. Pero ya la esperaban.
El hombre con el que había hablado, joven y de cabello negro recogido en una cola, sonrió con arrogancia.
- Así que los rumores son ciertos. - Comentó, divertido. - La gran Curandera Serai huye de los problemas, ¿eh? Según dicen, tienes tanto poder sanador
que no puedes ni levantar un escudo para protegerte, ni siquiera encender una llama en lo alto de una vela.
Ella calló. Empezaba a pensar que, esta vez, la habían pillado. Por un lado tuvo miedo, pero por otro

- ¿Es verdad lo que dicen? - Preguntó el hombre. - ¿Es cierto que eres una elegida de los dioses?
- No lo sé. - Fue la franca respuesta de Serai.
Él sonrió aún más ampliamente, burlón.
- Comprobémoslo. Si lo eres, harán lo que sea por protegerte, ¿verdad?
Se oyó un lamento de Kero. La curandera se volvió de inmediato, preocupada, y vio al can retorciéndose en el suelo, presa de un dolor indescriptible: un mágico, probablemente de nivel brujo, lo estaba torturando. No muy lejos, Borkha había conseguido amarrar las patas de Feb, que se debatía furiosamente, tratando de alcanzar las lianas con sus cuernos.
Pero estaba todo perdido.
- Suéltales. - Dijo Serai con seriedad. - Suelta a mis amigos y no opondré resistencia.
- No lo dudo. Me sorprende que te dispongas a sacrificarte por unos animales
De todos modos, sabes perfectamente que te vamos a llevar con nosotros, te resistas o no. - Chasqueó los dedos, y Kero dejó de retorcerse, empezando a jadear de cansancio. - No somos idiotas. Nunca mataríamos a un can. Los Cerbero protegen a todos los canes, sean o no de su camada, y si el nuestro descubriera que hemos arrebatado la vida de uno
Podría enfadarse.
Borkha desapareció, y con él las lianas que mantenían preso a Feb. Ambos animales se volvieron hacia Serai, a punto para lanzarse en su ayuda, pero ella los miró fijamente y movió la mano en señal de silencio.
- Marchaos a casa. - Dijo en voz baja.
El fobos comprendió. Debían escapar, volver con los Salvadores y pedir ayuda. Pero abandonar a su amiga

- ¡Ya!
Feb dio un brinco y echó a correr. Kero gruñó por lo bajo, soltó un rugido
y lo siguió.
- Bien, chica. - Sonrió el hombre de la calavera en la cara. - Espero que estés lista, porque vas a sufrir
mucho.
Si le hubieran interesado las mujeres, estaba seguro de que habría caído de inmediato a los pies de Serai. Estaba frente a él, desnuda, y a pesar de estar maniatada al techo, tiritando de frío y con un par de moretones
A pesar de todo, se veía hermosa.
El hombre de la calavera en la cara cogió un cuchillo y lo movió lentamente ante la atenta mirada de la curandera, que siguió cada uno de los gestos sin perder detalle
ni tampoco la calma de sus rasgos.
La mayoría, a esas alturas, ya pedían perdón, decían que se lo habían pensado mejor y aceptaban formar parte del Imperio. Suponía que los golpes recibidos durante el viaje hasta la ciudad, los gruñidos de los canes que resonaban cerca de las puertas negras y las salas oscuras y húmedas donde los ataban y torturaban debía intimidar a cualquiera. No obstante, ella no suplicó perdón, no gritó, no derramó ni una sola lágrima.
Lo solucionaría. La haría llorar y rogar, haría que se arrepintiera de haber rechazado la oferta de Elvos. Pero, como todos los que llegaban a ese momento, no tendría otra oportunidad. Estaba condenada desde el mismo momento en que dijo no.
- ¿Qué me vais a hacer? - Preguntó la curandera, sin que su voz denotara ni el más mínimo ápice de miedo.
- ¿Quieres saberlo? - Dijo él, divertido. - ¿Ves este cuchillo?
- Sí.
- Con él voy a abrirte tantas heridas que desearás no haber nacido.
- Eso podría matarme.
- Estamos preparados para que no ocurra. Pero el dolor existirá, ya lo creo. - Sonrió, arrogante y burlón.
- ¿Y luego?
Se frustró. Esperaba que se echara a temblar, o que al menos su mirada se volviera asustada. Pero nada. Ni un cambio. Como si estuvieran hablando del tiempo que iba a hacer al día siguiente.
- Te llevaremos a la pasarela. - Respondió, un poco malhumorado. - Allí el emperador os verá a ti y a tres o cuatro idiotas más que decidieron no aceptar la oferta. Luego te hundirás en el foso
y sólo saldrás para que las heridas vuelvan a ser abiertas.
- Hm. - Serai ladeó la cabeza, como pensativa. - Parece un horrible destino.
- Y a ti no parece afectarte. ¿Qué pasa? ¿No tienes miedo?
- No.
El hombre arrugó el ceño, molesto. Avanzó hasta ponerse frente a ella, y se permitió admirarla una vez más. Observó su melena negra, con el largo flequillo abierto por el medio para enmarcar su bello rostro blanco, sus ojos azules y profundos como dos pozos, rasgados; era delgada, de una estatura perfecta y sensuales curvas. No debía tener más de veinticinco años, puede que menos.
Apoyó el filo del cuchillo en la mejilla de la curandera, y lo hundió un poco. Salió un hilillo de sangre, pero Serai ni se inmutó.
- ¿Duele? - Preguntó él con una sonrisa siniestra.
- Un poco. - Fue la franca respuesta de la joven.
- ¿Sí? Pues espera a ver cómo sigue.
Con un movimiento brusco cortó por encima de la clavícula. La sangre empezó a manar, pero todo lo que la curandera hizo fue cerrar los ojos un instante y volver a abrirlos. El hombre gruñó por lo bajo, y, molesto, abrió otra herida, esta en el brazo. Tampoco hubo mayor respuesta.
La mayoría de los cortes eran cerrados por unas mujeres que había cerca; se cerraban con grapas. Los más superficiales se dejaban tal cual.
Aunque el hombre había dicho que estaban preparados para que las víctimas no murieran, era cierto que alguno caía
No era muy común, pero a veces el dolor era demasiado grande, y la sangre manaba más de lo esperado.
No fue el caso de Serai.
Le cortaron trescientas veces por todo el cuerpo, heridas profundas, superficiales, largas, pinchazos o cortes, igual daba. Todo sumado a las grapas, desiguales y puestas sin mucho tacto.
No lograron arrancarle a la curandera más de un par de gemidos contenidos, alguna mueca y una lágrima.
Cuando terminó, el hombre dejó a la joven allí colgada, frustrado con su reacción
o su falta de reacción, depende de por dónde se mire. La dejaría allí hasta que los otros cuatro idiotas estuvieran listos, y luego iría a por ella; tal vez entonces, con el frío, el dolor y la oscuridad, hubiera descubierto el miedo.
Salió de las mazmorras que había debajo de las galerías de la Ninnpa Fosc; cuando subió unas de las estrechas escaleras dio al fin a un pasillo iluminado con la luz eléctrica que suministraban los kirin elementales de aire.
Muchas veces se preguntaba qué demonios tenía que ver la electricidad con el aire.
El pasillo era de roca, pero lo habían pulido, como casi todas las galerías, para darle un aspecto más hogareño. Las paredes eran marrones, y el suelo estaba embaldosado de rojo. A un lado había largas ventanas que daban a la pasarela y los fosos; entre ventana y ventana se alzaban anchas columnas en espiral. El techo estaba lleno de lámparas colgantes, una cada pocos metros, para iluminarlo todo de forma uniforme. En la otra pared había puertas negras que daban a los apartamentos; la mayoría constaban de entre una y tres habitaciones y un baño. Los comedores estaban en la planta más alta de las galerías.
El otro lado de la pasarela era igual que este, pero todo lo que estaba a la derecha lo encontraban a la izquierda, y viceversa.
El hombre caminó hacia la ventana que tenía más cerca y se asomó. Si miraba abajo veía a los prisioneros en el fondo del foso, con sus ojos a la altura del suelo de la pasarela, sin fuerzas para intentar siquiera escapar. No había modo. La plataforma estaba siempre vigilada por los guardias; al fondo de los fosos, allí donde el pasillo giraba, se encontraba la cueva de Cerbero, donde vivían los canes, y donde todo prisionero que tratara de huir encontraría una muerte segura.
Oyó pasos y se volvió. Una mujer vestida con un vestido negro y sencillo se paró y le sonrió.
- Hola, señor Alev. - Saludó.
Tras ella, cogida a su falda, había una niña pequeña, de unos cinco o seis años. El hombre se acuclilló junto a ella y le acarició la rubia melena. Era una de las pocas personas nacidas en la ciudad.
- Hola. - Saludó finalmente, dirigiéndose tanto a la hija como a la madre.
- ¿Trabajando? - Preguntó la mujer cautamente.
- Sí. - Alev se levantó de nuevo. - He terminado mi tarea, pero los demás aún estaban terminando, así que subí a tomar el aire.
- Entiendo. - Titubeó. - ¿Es cierto que habéis capturado a la famosa curandera Serai?
- Sí, es cierto.
- Oh. ¿No quiso formar parte del Imperio?
- No, aunque ya sabíamos que se negaría.
- Pensaba que ella lo entendería. Ya sabe, señor Alev, como va acompañada por criaturas oscuras y esas cosas

Él asintió.
- Pero no vale de nada pensar en eso. - Dijo, resuelto. - Ahora es sólo una prisionera más.
La mujer afirmó con la cabeza y sonrió. Alev le devolvió la sonrisa
Aunque no estaba seguro de querer hacerlo.
Sabía muy bien el juego al que jugaba esa pobre desgraciada. Era una mágica oscura de poco potencial, al igual que lo fue su marido; él murió hacía un tiempo por una enfermedad causada por su propio poder corrompido, y ella se quedó de pronto sola con una niña pequeña. Necesitaba a otro hombre que cuidara de ambas.
Pensó que Alev era perfecto. Era joven, atractivo, valiente,
No tenía poder mágico ni tampoco ningún tipo de sensibilidad, era cierto; era una de las pocas personas sin habilidades, y por eso en su infancia había sido víctima de vergüenza, abandonado y maltratado. No obstante, el Emperador lo acogió, y Alev decidió ser un guerrero al servicio del Imperio. Pese a todo, sus relaciones con el Elvos eran muy estrechas, eran íntimos amigos, y eso lo convertía inmediatamente en un buen partido.
Pero a Alev no le interesaban las mujeres. Si le hubieran interesado
Quién sabe, quizá se hubiera dejado seducir por aquella. No era fea, en realidad era mona, a pesar de esa nariz retorcida que le daba un aire cómico.
- Bueno, Kathy. - Dijo. - Creo que iré a dar una vuelta antes de llevar a los prisioneros a la pasarela.
- Oh, desde luego. - Sonrió la mujer. - Gracias por tomarse la molestia de hablar con nosotras, señor Alev.
- Faltaría más.
Madre e hija se alejaron por el pasillo, y el hombre suspiró, lanzó una última mirada al foso y bajó de nuevo a las mazmorras.

El hombre de la calavera en la cara la empujó, y Serai cayó al suelo pesadamente, aunque no gimió ni gritó. Con ella estaban los otros cuatro infieles, como los llamaban los miembros del Imperio, tres hombres y una mujer de aspecto aterrado y enfermizo que parecían a punto de morirse de miedo en cualquier momento.
Ella era la única que permanecía impasible, calmada, a pesar del frío, del entumecimiento de sus miembros, de las heridas, las grapas y de esos horribles brazaletes que se pegaban a su piel y, de algún modo que no sabría explicar, estancaban su poder, haciéndole sentir una angustia que le daba escalofríos, la ahogaba.
A ambos lados de la plataforma, cientos, tal vez miles de cabezas asomaban sus ojos a la altura del suelo, y tras esas personas se alzaban las paredes de las galerías, con multitud de ventanas abiertas.
Al fondo, frente a ella, había una pared. Había dos ventanas largas y tan anchas como una puerta, arriba, muy arriba, y a la altura de la pasarela había dos entradas que se hundían en la piedra.
Entre ambas había un trono gris, hecho de algún material rugoso pero resistente, sin cojines ni nada para hacerlo más cómodo. Y sentado en él había un hombre de cabello castaño claro, escalado, y ojos azules. Vestía una túnica plateada y negra con una capa oscura atada al cuello; cruzaba las piernas, con un codo apoyado en uno de los brazos del trono y la cara puesta en la mano, con expresión aburrida.
- ¡Emperador Elvos, señor de la Ninnpa Fosc y próximo amo del reino de Mekira! - Exclamó el hombre de la calavera en la cara, con mucho énfasis y orgullo. - ¡Estos son los cinco infieles que se han negado el día de hoy a formar parte de nuestro Imperio! ¡Como castigo, trescientas heridas se han inflingido en sus cuerpos, y serán condenados a caer en el foso y a pasar el resto de sus días entre tinieblas, frío, hambre y muerte!
Serai notó que se volvía hacia ella, tal vez buscando una reacción, pero no hubo nada. Siguió mirando al frente, hacia el llamado Emperador, hacia Elvos. Él le devolvió una mirada aburrida, cansada; profundas ojeras enmarcaban sus ojos azules.
Alev se frustró todavía más. Odiaba su no-emotividad, su pasividad, su calma y su entereza. ¿Por qué no lloraba, como los demás? ¿Por qué no suplicaba, o al menos parecía asustada?
Con furia, el hombre la cogió del brazo y la obligó a levantarse. Por un instante, Serai sintió pudor al verse desnuda ante todas esas miradas, no sólo las de los prisioneros, sino también las de aquellos que se habían asomado a las largas ventanas de las galerías, los guardias que paseaban por la plataforma
.La mirada de Elvos, el Emperador.
Se repuso de inmediato. Ni siquiera tuvo tiempo de sonrojarse. Sin consideración alguna, Alev tiró de ella hasta acercarla a la barandilla

Y la lanzó al foso.
Los prisioneros se apartaron y dejaron que cayera pesadamente al suelo con un golpe seco. Ella no se quejó. Al contrario, se quedó tirada en el suelo un momento, luego se arrodilló y al fin se puso en pie, tambaleándose un breve instante. Se volvió.
Estaba rodeada de personas que, como ella, habían sufrido innumerables heridas, estaban todas desnudas, ojerosas y con expresiones de cansancio, miedo o incluso curiosidad. Como había calculado, el suelo de la pasarela le llegaba un poco por encima de los ojos.
A sus pies, pegado a la plataforma, había una especie de bebedero que iba de principio a fin del pasillo, y por el que corría un agua sucia y helada. Se preguntó si sería capaz de beber de eso sin morir por intoxicación.
Alzó la mirada para comprobar que Alev ya le daba la espalda y desaparecía de su campo de visión. De modo que volvió a bajar, y observó lo que había a su alrededor.
- Hola. - Saludó cautamente una chica de pelo azul y encrespado que le llegaba por debajo de las orejas.
Serai ladeó la cabeza, mirándola. Sus ojos eran oscuros, apagados y nerviosos. Observó que no llevaba brazaletes, lo cual la llevó a pensar que no tenía un poder que pudiera utilizar. Luego vio una marca en su dedo: la falta de un anillo. Y comprendió que era una invocadora.
Los invocadores, como era bien sabido, buscaban a los kirin por todo el mundo. Si lograban vencer las pruebas que les ponían, sellaban un pacto; el kirin quedaba ligado a una joya especial del invocador, y aparecía cada vez que éste lo llamaba.
Sin joya, no había kirin.
- Hola. - Saludó Serai finalmente.
- ¿Cómo te llamas? - Preguntó una voz a su espalda.
Se volvió. Una jovencita de cabello rizado y negro, no muy largo, y ojos oscuros y redondos le lanzó una mirada curiosa. Parecía más segura de sí misma que la otra joven, y sus heridas estaban más curadas.
- Serai. - Respondió.
- Yo soy Sasha. - Dijo la de cabello negro, como si le hubiera preguntado. - Ella es Mila. - Señaló a la de pelo azul. - ¿Eres la curandera?
- Sí.
Callaron unos instantes. Se oían pasos.
- Es Elvos. - Susurró Sasha, inclinándose hacia Serai para hablar mejor. - Le encanta pasear por la plataforma cuando hay nuevos. Si estamos tan adelante no le vemos porque camina por el otro lado, pero cuando vuelva vendrá por aquí.
Los pasos se alejaron.
- Yo soy una oradora. - Explicó, como si estuvieran hablando en un lugar lejano donde no había peligro. - Ya sabes, puedo usar la magia
podía, pero necesitaba pronunciar unas palabras para que surtiera efecto. Ahora
- Se miró los brazaletes, frunciendo el ceño. - Estas cosas me ahogan. ¿Lo notas tú también?
- Sí. - Respondió la curandera.
- Es horrible. Mila no tiene esa mala suerte.
- No es cierto. - Se quejó la otra joven. - Me han quitado mi anillo. No puedes ni imaginarte lo que significa eso para mí. ¡Mi madre me lo regaló cuando nací, y con él me convertí en invocadora! Muchos kirin habían pactado conmigo, a pesar de mi temprana edad
Y van y me hacen prisionera.
- Haber aceptado. - Respondió Sasha.
- ¿Cómo iba a hacerlo? ¡No puedo aceptar esta barbaridad!
La de cabello rizado se encogió de hombros.
- Serai, ¿es cierto que perteneces a Salvadores?
- Más o menos.
- ¿En serio? Entonces debes saber mucho de Elvos, ¿no?
La curandera se preguntó cómo había llegado a esa conclusión. La mayoría de los Salvadores no se interesaban por Elvos en sí
Sólo en lo que hacía, y en cómo impedir que su imperio siguiera creciendo.
Claro que ese no era su caso.
- Sí, algo sé. - Respondió finalmente.
- ¿Sí? ¿Qué sabes? - Preguntó Sasha, llena de curiosidad.
- Nació en una aldea, muy lejos de aquí, entre el pueblo de Esmet y el río Zare. ¿Sabes de dónde te hablo?
- No. La verdad es que nací en la isla del sur, en el pueblo de Zela. Nunca salí de allí
hasta que vine hacia aquí con mi padre, a busca trabajo. ¡Y van y me pillan!
- Bueno, digamos sólo que es un lugar muy, muy lejano. Está como a tres cuartos de la frontera.
- Entiendo. ¿Y qué más?
- Nació corrompido.
- ¿Nació? - Interrumpió Mila. - Pero
Dicen que los mágicos oscuros tienen el poder corrupto por un crimen contra los dioses, ¿no?
- En ocasiones, pero muy pocas veces. La mayoría son lo que son de nacimiento. Como Elvos. Según tengo entendido, su madre pactó con un kirin demoníaco de alto nivel; a cambio de permitir que se quedara encinta, él recuperaba su libertad. La cosa salió bien
o eso parecía. Quedó embarazada, pero murió durante el parto, con el útero completamente seco. Corrompido.
- ¡Qué horror! - Exclamó Sasha. - Fue él, ¿verdad? Ese bastardo de Elvos mató a su propia madre cuando aún ni había salido de su seno.
- Vaya, aquí tenemos a unas cotorras.
Las tres se volvieron, como muchos otros, hacia delante. Y allí estaba el Emperador, apoyado en la barandilla y lanzándoles una mirada divertida pero que escondía dolor e ira.
- Veo que la nueva ya ha hecho amigas. - Comentó. - Pero no ha aprendido la primera norma: silencio. Alev.
El hombre sonrió de forma siniestra y se acercó. Elvos y Alev se miraron unos instantes, como si hablaran de mente a mente, y luego el guerrero sacó de su cinto una daga curva. La alargó hacia abajo.
Sasha y Mila se apartaron instintivamente, pero Serai permaneció firme en su sitio.
- Por charlatanas
- Dijo el Emperador. - Tú
- Señaló a la de cabello rizado. - Y tú
- Señaló a la curandera. - Os cortaréis vosotras mismas esas lenguas de víbora. Y deprisa, que no tengo todo el día. ¿Quién quiere ser la primera?
Ambas se miraron. Sasha parecía aterrorizada, y no obstante fue la primera en dar un paso al frente y coger la daga con manos temblorosas. La observó. Debía hacer mucho tiempo que no tenía un arma tan magnífica en su poder; era de hoja plateada y brillante, muy pulida, y empuñadura de color dorado oscuro con rubíes incrustados.
Sacó la lengua, y puso el filo de la daga bajo ella. Serai observó cada uno de sus movimientos. Durante unos momentos, Sasha se quedó quieta, así que la curandera pensó que no lo haría.
Y luego se cortó la punta.
Soltó la daga con un grito y se llevó la mano a la boca, arqueándose hacia delante. Por entre sus dedos escapaba la sangre que manaba de su lengua mutilada.
Elvos sonrió ampliamente, viendo complacido ese instinto sádico que lo llevaba a mandar esas cosas. Se volvió hacia Serai, que le devolvió una mirada calmada. Con mucha lentitud, la curandera se acuclilló, ignorando el dolor de sus heridas, cogió la daga y se levantó de nuevo.
- ¿Quieres que me la corte? - Preguntó en voz baja, ladeando la cabeza.
Alargó el arma hacia el Emperador.
- Hazlo tú mismo.
Y sacó la lengua, alzando la cabeza y poniéndose de puntillas.
Elvos la miró fijamente durante unos momentos, sorprendido por su actitud. Luego hizo un ruido extraño, como si ahogara un estornudo
Y finalmente estalló en sonoras carcajadas.
El Emperador dio un paso atrás, cogiéndose con fuerza el estómago, arqueándose por la risa.
- ¿Se
señor? - Hizo Alev, sorprendido.
Trató de serenarse. Aún medio riendo, se irguió y se secó las lágrimas de los ojos.
- Dejadla en paz. - Dijo, divertido.
Luego dio media vuelta y se retiró.

Feb llegó hasta la caseta. No tenía manos para abrir la puerta ni la trampilla, así que se quedó allí, ancló las patas delanteras en el suelo
y relinchó, chilló, rugió, hizo todo el ruido que pudo para llamar la atención de los Salvadores.
Finalmente, alguien subió. Era Giyn.
- ¿Qué pasa? - Preguntó, sorprendido de verlo.
El fobos resopló y dio una vuelta sobre sí mismo, como si quisiera morderse la cola. Luego clavó su mirada roja en el invocador, que no pareció entender
hasta al cabo de unos segundos. Entonces abrió muchos los ojos, más pálido de lo habitual.
- Serai


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La escena que se basa en mi sueño es desde que Serai (que era yo) es empujada en la pasarela hasta que Sasha se corta la lengua y Serai (o sea, yo) tiene que hacerlo también.Rilran, el zoodor más respetado de los Salvadores, no pasaba mucho tiempo con el grupo. En realidad era un hombre solitario, como un lobo. Tal vez por eso estaba acompañado de uno.
Sea como fuere, todos sabían que desde hacía algunos años estaba más distante que nunca. Si se paraban a pensar, era así desde la incorporación definitiva de Serai a los Salvadores. Y entonces la gente creía empezar a atar cabos.
Creía, porque las deducciones no eran muy acertadas. Todos pensaban que estaba
enamorado de esa niña. ¡Por dios, si casi le doblaba la edad! La conoció cuando ella tenía diecisiete años y él treinta, cuando ella era una muchacha hermosa, en la flor de la vida, y él empezaba a verse solo a su edad. Pero nunca sintió ningún tipo de atracción por la chica.
Pero, tres años después, Serai se unió definitivamente a los Salvadores, y Rilran descubrió que no quería verla allí, en peligro constante, bajo presión. Decidió alejarse, sí, para no verla en esa situación, sí, pero no era amor lo que sentía. Al menos, no ese tipo de amor.
Lo que sentía por ella era algo difícil de describir. No la veía como una mujer. En realidad, la veía como a una amiga, una hija, una hermana. La quería, la quería mucho, pero no era el tipo de cariño que todos pensaban.
Rilran se encontraba cerca de la frontera, a un día de camino de la sede de los Salvadores, cuando el águila llegó hasta él, asfixiada por el esfuerzo. Su fiel compañero, Fenris, un lobo gris con el ojo derecho herido y ciego, gruñó cuando el ave descendió del cielo a velocidades inauditas.
El zoodor dejó que el águila descansara en su brazo.
- ¿Qué pasa? - Preguntó en un susurro.
No necesitaba hablar para comunicarse con los animales, claro. En realidad, sólo los zoodor principiantes lo hacían, pues sus habilidades aún no estaban muy desarrolladas. Para los que ya estaban más avanzados, como él, usar los pensamientos para hablar con las criaturas era pan comido. Sólo debía ejercitar un sexto sentido mental, llamado Sentido de la Recepción-Emisión, que enviaba y recibía mensajes psíquicos, por decirlo así.
Pero hacía años se había acostumbrado a hablar en voz alta con los animales, sobretodo en aquel tiempo en que estuvo enseñando a cierta jovencita curandera las habilidades de un zoodor, aunque ella nunca pudiera convertirse en una.
La respuesta del águila fue más bien vaga. En parte por el cansancio, y en parte porque, a pesar de ser criaturas bastante inteligentes, no tenían comparación con el ser humano, así que para los zoodor las criaturas como esa tenían una forma de comunicarse bastante básica.
/La niña Serai. Problemas. El hombre de los espíritus me envía./
- Muy bien, bonita. - Dijo.
Cogió el pergamino que el águila llevaba atado a la pata, y el ave alzó el vuelo para posarse en un árbol cercano.
Serai. ¿Qué le habría ocurrido? Sabía lo que le pasaba gracias a Giyn, pero hacía casi un año que no la veía directamente. Por un instante sintió nostalgia, y deseó verla, mirarla a los ojos y tratar de arrancarle una de esas escasas sonrisas.
Desenrolló el pergamino y leyó a media voz lo que ponía.
Rilran, tenemos problemas. Es Serai. Feb volvió sin ella esta tarde. ¡Sin ella! No hay ningún zoodor cerca, así que necesito que vengas y nos digas qué nos puede decir. ¡Por favor! Te estaré esperando.
Giyn

Rilran releyó con cierto temor, esta vez para sí. Fenris lo miró fijamente durante los segundos que tardó, y luego el zoodor clavó sus ojos oscuros en él.

Ese fue el mensaje que le envió su compañero. Para ser un lobo, la capacidad comunicativa de su sentido de recepción-emisión era increíble. Claro que también era más grande que un lobo normal, más fuerte y más rápido. Tal vez se debía a que su padre era un wargo.
Rilran asintió. Pensó en un medio de transporte con el que pudiera llegar a la cabaña de los Salvadores en el menor tiempo posible.
No tuvo que pensar demasiado.
Se oyó el batir de unas poderosas alas, y un vampiro apareció por entre unos árboles.
No era un vampiro de los que tenían forma humana, esas criaturas que vivían, se decía, en otro país, en Enik, justo al lado contrario de Mekira. No, eran murciélagos de gran envergadura, sin ojos y bastante inteligentes, más que un águila pero menos que Fenris.
- ¡Eh, ven aquí! - Llamó.
El vampiro batió sus alas apergaminadas varias veces, pensando si debía obedecer las palabras del zoodor o no. Pero todos los animales confiaban en aquellos que tenían sensibilidad especial con ellos, así que optó por acercarse en un vuelo veloz y colgarse de la rama donde estaba el águila. Movió sus orejas hacia Rilran.
Escucho.
- Necesito llegar a las montañas. - Dijo el hombre, caminando hacia él. - Cuanto antes. Una amiga tiene problemas. ¿Me ayudarás?
La criatura movió la cabeza, pensativa, y evaluó si valía la pena. Optó por afirmar y bajó del árbol. Se quedó plano en el suelo, como si hubiera muerto. Rilran le acarició el lomo, agradecido.
- Fenris, ¿podrás seguir el ritmo? - Preguntó.
Fue la respuesta.
- Bien. Nos vemos allí entonces.
Montó sobre el vampiro. El animal batió las alas un par de veces hasta que consiguió alzarse en el aire; usó el radar para encontrar las montañas, y luego salió disparado hacia ellas.
El lobo corrió tras ellos
pero pronto se convirtió en poco más que una mancha borrosa en la lejanía. Rilran lamentó separarse de él, pero sabía que era algo urgente y debía darse prisa.
El vampiro voló durante largas horas, toda la noche. Cuando tras ellos empezó a salir el sol llegaron a las montañas. El animal descendió finalmente y dejó a su jinete justo en la entrada de la cabaña.
- Gracias. - Dijo Rilran, bajando de su lomo.
Sacó el cuchillo de su funda, atado al cinturón, y se cortó la palma de la mano. Fue un corte superficial, pero lo suficiente como para que manara un poco de sangre. Vio como el vampiro acercaba el hocico, ansioso, y sacaba su lengua larga y húmeda para lamer el líquido carmesí.
Era como un premio. Las criaturas como esa adoraban la sangre; quizá de ahí les venía el nombre.
Se despidió del animal, que alzó de nuevo el vuelo y se dirigió a las montañas Taro para buscar una cueva donde dormir, y luego se metió en la cabaña. Sin mucho cuidado apartó la mesa y levantó la trampilla, bajó corriendo las escaleras y se encontró al fin en la Sala Principal.
- ¡Rilran!
Giyn se lanzó hacia él. Parecía histérico. Había dos personas más en el cuarto. Una era esa pirotécnica que espiaba en el Imperio, de la que no recordaba el nombre, y el otro era el curandero ciego.
Y al fondo estaba Feb, acurrucado, que alzó al cabeza al oírlo entrar.
Rilran pasó de Giyn y los demás y se sentó junto al fobos. La criatura emitió un mensaje básico de lamento, sin palabras.
- ¿Qué pasa? - Susurró el zoodor. - ¿Dónde está Serai?
Emitió Feb.
Rilran estrechó la mirada.
No era posible. Serai
¿capturada? ¿Por el Imperio? ¿Su Serai?
Se puso en pie de pronto.
Aquello no podía ser. Por mil motivos, Serai no podía caer en manos de Elvos. No sólo porque era una parte importante del plan de los Salvadores (el cual odiaba por la muerte casi segura de la curandera), si no también porque sufriría mucho, probablemente moriría
Por no hablar, por supuesto, de lo que significaría para ella ser torturada por orden de
Elvos.
Se volvió bruscamente hacia Giyn, que esperaba una explicación con ansia.
- La han cogido. - Dijo.
- ¡No!
- Sí.
Feb llamó su atención de nuevo, y se miraron a los ojos.

- ¿Puede hacerlo? - Preguntó en un susurro.


La cueva de Cerbero estaba a la derecha de las puertas negras que daban entrada a la ciudad; había dos salidas: una que daba al exterior y otra a los fosos.
Kero trató de entrar. Los canes no eran hostiles entre sí, aunque fueran camadas diferentes, de modo que se arriesgo pensando en ello. No dejaron que pasara más allá de la entrada: era un peligro potencial para su madre.
Pero sólo necesitaba tiempo. Poco a poco les daría a entender que el Cerbero no le interesaba, no para hacerle daño, y entonces dejarían que se adentrara un poco más, hasta que se convertiría en un miembro adoptivo de la camada.
Entonces podría proteger a Serai.
Sólo esperaba que su propio olor, que impregnaba las manos y el rostro de la humana, durara hasta entonces. Eso, con suerte, haría que los canes la dejaran en paz.
De lo demás tendría que salir sola.


Durmió fatal, si es que a los cabeceos que dio, apoyada en el bebedero y sentada en aquel frío suelo, podía llamarse dormir. A pesar de haber dormido pegada a Sasha y Mila, dándose calor las unas a las otras, el dolor de sus heridas y sus miembros entumecidos no le dejaron tener un sueño reparador.
Pero había otra cosa. Era esa
angustia. Esa sensación de tener el poder parado en su interior, estancado, sintiendo que poco a poco se iba ensuciando por el desuso. El pensamiento de que podría corromperse hacía que se le acelerara el corazón como si quisiera salirle por la boca.
Trataba de no pensar en ello. Había cosas más importantes. Como sobrevivir en aquel infierno.
Por la mañana les daban de comer. No, no es la expresión correcta. Desde la pasarela y las ventanas de las galerías, guardianes y habitantes de la Ninnpa Fosc tiraban comida a los fosos, pan, restos,
Cualquier cosa.
Pero con lo que tiraban no daba para alimentar ni a la mitad de los prisioneros. Además, parte de la comida estaba podrida ya.
Pero Serai hizo alarde de buena suerte. Llegó a sus manos una barra de pan a la que sólo le faltaba una punta, y eso que ni siquiera se esforzó en coger nada. Estaba un poco dura, pero por lo demás parecía comestible.
Se quedó mirando la comida un momento y luego dio una mirada circular.
Sasha le farfulló algo, ahogando una mueca de dolor. No se le entendía casi nada, pero Serai intuyó lo que quería decir: qué suerte. Mirando a su compañera, que debía tener veinte o veintiún años, un sentimiento cálido estalló en su corazón. Acarició el cabello rizado de Sasha, con dulzura, y ella le dirigió una mirada interrogante.
Partió la barra de pan en dos, y le dio un trozo a la joven.
- Ten cuidado al masticar, podrías hacerte daño. - Advirtió en voz baja.
La otra pareció escandalizarse. No era usual
nada usual compartir la comida. Al fin y al cabo, era muy escasa. No obstante, no muy convencida cogió lo que le daban y agachó la cabeza como agradecimiento.
Serai se volvió y vio a Mila sentarse de nuevo en el suelo con un suspiro. No había conseguido nada para comer, pero a pesar de eso no trató de pedirles a sus amigas que le dieran un poco.
Se acuclilló junto a la chica de cabello azul y le alargó la otra mitad del pan.
- ¿Qué? - Hizo Mila, sorprendida.
- Para ti. Aún tienes que crecer.
- ¡No digas bobadas! Necesitas esa comida tanto como yo. Además, ya tengo diecisiete años, ¡no voy a crecer más!
La curandera alzó una ceja al oír la edad de la joven, y sintió cierta nostalgia. Los diecisiete fueron una etapa de su vida muy feliz. Fue cuando conoció a Rilran.
- A esa edad, yo conocí a mi maestro. - Dijo con media sonrisa.
- ¿Maestro? - Preguntó Mila, mientras Sasha se acuclillaba junto a ellas para oír mejor. - ¿El que te enseñó a usar tus poderes?
- Oh, no, mis poderes los aprendí a utilizar yo sola, con la práctica. En realidad tenía un don natural, como un instinto innato para usarlos. No, lo que él me enseñó fue a entender a los animales. Era un zoodor.
- Pero tú
no tienes empatía con las criaturas, ¿verdad?
- Es cierto, pero hay ciertas reacciones que pueden ser leídas por alguien sin sensibilidad. Siempre me han gustado los animales. Cuando conocí a Rilran
mi maestro, le pedí que me enseñara, y él hizo lo que pudo. Durante tres años estuve con él, viajando de aquí para allá. Íbamos con su amigo, un lobo gris y tuerto; se llamaba
se llama Fenris. Por aquel entonces también íbamos con un fobos, Feb, que luego me acompañó a mí.
- ¿Y luego?
- ¿Luego? Nada. Entré a formar parte de los Salvadores cuando cumplí los veinte, hace ya cuatro años. Rilran también estaba en el grupo, pero no le gustó que me expusiera al peligro de esa manera, y decidió que no quería verme. Como si intentara castigarme.
- ¿Castigarte? ¿Le querías mucho?
- Es una de las personas a las que más he querido en mi vida.
- ¿Y él a ti?
- Creo que sí. Creo que me veía como a una hija o una hermana pequeña. Por eso le dolió tanto verme en peligro, y para protegerse decidió alejarse. No puedo evitar sentirme traicionada cuando pienso en ello. Necesitaba su apoyo, no su ignorancia.
Sasha le tiró del brazo con suavidad. Cuando la miró, farfulló algo. Tuvo que repetir varias veces antes de que Serai lograra entenderla. Le preguntaba que, si al fobos que la acompañaba lo conoció con Rilran, dónde encontró al can que se decía iba con ella a todos lados.
- Oh, Kero. - Dijo. - Fue antes. Cuando abandoné la aldea.
Se sintió triste al recordarlo. No era agradable. No fue el feliz encuentro con un can encantador que decidió abandonar a su manada para seguirla a ella.
- Tú, curandera.
Alzó la mirada. Un guardia tendió una cuerda áspera y gruesa hacia ella.
- El Emperador quiere hablar contigo.
Notó el respingo que dieron Sasha y Mila. Probablemente, era inaudito que Elvos mandara llamar a uno de sus prisioneros. No obstante, Serai asintió con la cabeza, como si lo tuviera previsto, y trepó por la cuerda hasta llegar a la plataforma. Allí, el guardia la cogió de los hombros y la empujó hacia las entradas que había a los lados del trono.
La luz eléctrica de los pasillos la cegó, pero no pudo detenerse a acostumbrarse. Caminó a paso rápido, a trompicones, hasta llegar a una escalera que subía y subía. No tuvo tiempo de pararse a ver las hermosas columnas en espiral, o las trabajadas lámparas de araña, o el suelo embaldosado, o los altos techos sostenidos con pronunciadas arcadas. Cuando al fin el guardia dejó de empujarla, estaba frente a una puerta negra.
El hombre picó con los nudillos, arrancando un sonido atronador y metálico.
- Adelante. - Dijo una voz en el interior.
El guardia abrió y empujó a Serai una última vez para hacerla entrar ante él.
Se encontraban en una habitación. Al fondo estaban las dos ventanas largas que se veían desde la pasarela, y a la izquierda estaba el emperador, leyendo un libro.
- Traigo a la curandera, señor. - Dijo el guardia.
- Gracias, puedes irte.
- ¿Qué? ¿Está
seguro?
Elvos sonrió, alzando una ceja, y se volvió hacia los recién llegados. Serai sostuvo su mirada.
- Aunque esta chica tuviera un arma con la que herirme, no la usaría. - Dijo, divertido. - Va contra su código de conducta.
- Pero su poder

- Su poder está estancado ahora. Puedes irte, sabré defenderme de los arañazos de una gata desgraciada.
El guardia titubeó, pero finalmente asintió con la cabeza y salió de la habitación, soltando un suave con permiso y cerrando la puerta tras él.
Elvos repasó a la mujer con la mirada durante los siguientes segundos. La miró atentamente por primera vez, y comprobó que era en realidad hermosa. Se acercó con lentitud, con movimientos casi felinos, y alzó una mano con la que acarició la mejilla de la curandera. Luego se dirigió a su cabello, aquel cabello que le había gustado desde el primer momento.
Tenía el mismo peinado que Ella.
- Serai, ¿verdad? - Dijo en un tono suave, casi dulce.
- Sí. - Respondió ella, con la voz visiblemente temblorosa.
- Sí. Tenía muchas ganas de conocerte.
De pronto le tiró con fuerza del pelo y de un empujón la lanzó contra la cama. La curandera se sentó, aún de espaldas a él, y giró el torso para mirarlo a la cara.
- Me preguntaba si entiendes lo que estás haciendo. - Comentó el hombre, anclando una rodilla junto a ella e inclinándose sobre Serai. - Supongo que tus amiguitas te habrán comentando que la comida no da para alimentar ni a la mitad de los prisioneros. ¡Y tu vas y regalas lo que recibes! ¿Estás loca? ¿Es que acaso quieres morir?
- No se trata de eso. - Respondió la curandera, con el rostro a escasos centímetros del de Elvos. - Mila tiene sólo diecisiete años. Es una niña, y necesita comer.
- Tú también necesitas comer, y no eres mucho mayor que ella. ¿Qué tienes, veintidós, veintitrés años?
- Veinticuatro.
- Veamos si entiendes esto: morirás si no comes.
- ¿Preocupado?
Elvos se sorprendió. Alzó las cejas, sin saber qué responder. Por supuesto que no estaba preocupado por esa chica, al fin y al cabo era una prisionera más
Pero, entonces, ¿qué?
- Curiosidad. - Dijo al fin. - ¿Por qué iba a preocuparme por alguien como tú? Pero siento curiosidad por esa estúpida actitud suicida.
- Entiendo. ¿Cómo sabes lo que ha pasado?
- Desde la ventana veo tu zona con bastante claridad.
- Comprendo.
Se quedaron en silencio. Elvos clavó la mirada en los ojos de Serai, hundiéndose en esos pozos sin fondo, en cierto modo tenebrosos. Era cierto lo que decían: para ser una curandera, era bastante tétrica.
Entonces, ella entreabrió los labios y movió ligeramente la cabeza, como si quisiera

¿Besarlo?
Pareció titubear un instante. Luego avanzó un poco, y al fin su mejilla quedó junto a la de él, tocándola pero sin apoyarse. Elvos se quedó paralizado. Sintió la calidez de ese cuerpo ajeno, la suavidad de ese rostro, y recordó ese cabello en sus manos, esos ojos azules, esos labios.
Justo cuando la puerta se abría, el Emperador recuperó el movimiento y, cogiéndola del cuello, empujó a Serai hasta tenerla tirada en la cama.
La mujer que acaba de entrar titubeó. Lanzó una mirada sorprendida y angustiada hacia la curandera mientras Elvos se volvía hacia ella; el hombre sonrió.
- Keyra, bienvenida. - Saludó con burlona dulzura.
- E
Elvos. - Hizo la pirotécnica, sin poder apartar la mirada de Serai, que, aún con la mano del hombre rodeándole el cuello, aún tendida en el lecho, la observaba, inexpresiva.
El Emperador soltó al fin a la curandera, que se sentó de inmediato, y fue hacia Keyra. Le rodeó los hombros con un brazo, en una desagradable mofa del afecto, y se volvió de nuevo hacia Serai.
- Te presento a Keyra, una de mis aliadas más preciadas. - Dijo con una sonrisa siniestra. - Supongo que ya os conocéis.
- Así que es cierto. - Murmuró la pirotécnica. - Habéis capturado a Serai.
- ¿Apenada?
Keyra titubeó. Le lanzó una última mirada a la joven que yacía, desnuda y herida, en el lecho de su Emperador.
- No es eso. - Respondió, sin saber si debía o no contestar. - Es sólo que
Siempre me ha parecido un poco

- Bárbaro.
-
hacer esto con los curanderos. No digo que esté mal, pero ellos son tan

- Inofensivos.
- Sí.
- Sí, para la mayoría de criaturas son inofensivos e incluso bien recibidos.
Lo dijo con amargura, con dolor.
- Lleva a tu aliada al foso de nuevo. - Ordenó, sentándose de nuevo frente a su escritorio y abriendo el libro. - Está entre Sasha y Mila. Esa invocadora tan joven, ¿la recuerdas?
- Sí.
Keyra titubeó, pero finalmente cogió a Serai del brazo, con suavidad, y la sacó de allí. Estuvieron en silencio durante el camino, un silencio sólo roto por una única frase que la pirotécnica pronunció de forma apenas audible:
- Lo siento, Serai.
Aquella misma tarde se empezaron a oír gritos al fondo del foso. Poco a poco se fueron acercando, ahora acompañados por rugidos y gruñidos.
- ¡Los canes! - Chilló Mila, asustada.
Todos se apretujaron contra las paredes o la plataforma, muchos incluso subiéndose al bebedero. Serai puso rápidamente a Sasha y Mila tras ella, para protegerlas con su cuerpo si era preciso. Al fin, por el corredor que se había dejado en medio del foso, aparecieron los canes.
El primero se movió con lentitud, mirándolos a todos, olisqueando. Pasó de largo, gruñendo por lo bajo. El segundo, no obstante, no se lo puso tan fácil: detectó el olor nuevo de la curandera, y se volvió hacia ella enseñando los dientes.
Cautamente, Serai se arrodilló en el suelo. El can siguió cada uno de sus movimientos. Entonces la joven tendió sus brazos hacia él, abriendo las manos y juntando los brazaletes. Y esperó.
El animal gruñó, desconfiado, pero finalmente acercó el morro y olisqueó. Muchos aguantaban la respiración, preguntándose por qué el can no había mordido todavía a la nueva; muchos de los que caían eran nuevos.
No obstante, la criatura se dio por satisfecha. Había notado el olor de otro can en aquella mujer, de modo que pasaba inmediatamente a ser alguien a quien valía la pena dejar en paz.
Pasó de largo, y tras él pasaron casi una docena más de canes. Llegaron al fondo del foso y dieron media vuelta; esta vez, dos de ellos arrastraban tras de sí los cuerpos inertes de sus víctimas muertas.

Alguien llamó a la habitación de Elvos. Keyra estaba allí, tendida en la cama donde hacía un rato el Emperador le había hecho el amor sin mucho entusiasmo. Algo le estaba pasando, lo sabía. Tal vez

La pirotécnica sintió pánico al pensar que Elvos había dejado de interesarse por ella, que ya habían hecho aquello tantas veces que se había cansado.
- Adelante. - Dijo el hombre.
Una mujer entró. La conocía, era una zoodor. La mejor de la ciudad, en realidad. Se llamaba
Algo como Zezile. Era joven, más o menos de su edad, con el cabello largo, rebelde y negro y los ojos castaños. Y adoraba a los animales.
- Se
señor. - Saludó, inclinándose hacia Elvos. - Eu
Yo
N-no quería molestarle, pero
Pero

El Emperador sonrió. Estaba situado junto a la ventana; hacía un rato que estaba allí, observando. Se volvió hacia Zezile.
- ¿Qué? - Preguntó.
- ¿Lo habéis visto? - Dijo ella al fin. - Lo de esa
curandera.
- Sí, he visto cómo los canes han pasado por su lado sin apenas mirarla. ¿Sientes curiosidad?
- No es sólo eso. Los canes no pueden mirar y atacar a todos los prisioneros, sería demasiado. Pero esto
unido al que la acompaña en sus viajes, ese
Kero. Bueno, todo se me hace demasiado extraño. Parece que tenga
cierta empatía.
- No puede ser. Los curanderos no tienen sensibilidad con los animales.
- ¿Entonces qué? El can que viaja con ella
realmente la adoraba, como sólo podía adorar a su madre. ¿Cómo pudo pasar?
- No lo sé.
Se volvió de nuevo hacia el exterior, mirando por la ventana, viendo a Serai allí abajo, sentada junto a sus amigas y acariciando el cabello azul de Mila, que parecía muy afectada por el paso de los canes.
- Pero también siento curiosidad. - Comentó, arrugando el ceño. - ¿Por qué no la ponemos a prueba?
- ¿Señor?
Miró a Zezile, y mostró una sonrisa siniestra que la hizo estremecer. Incluso Keyra, acostumbrada a esas cosas, sintió un escalofrío.
- Presentémosla a Cerbero.

El hombre de la calavera en la cara sacó a Serai del foso de malos modos, procurando apretarle una de las heridas para hacerle daño; la curandera no se quejó. Él y otro guardia la llevaron a empujones por la pasarela, sin darle explicaciones; pudo ver las grandes puertas negras que salían de la ciudad, pero fue sólo un instante: la obligaron a bajar unos escalones, cruzar un pasillo y entrar en una cueva.
Se le puso la piel de gallina. Sus captores pensaron que era de miedo, y Alev sonrió de forma siniestra; no obstante, la verdad era distinta: estaba excitada.
La cueva de Cerbero, ni más ni menos. Allí estaba el poderoso perro de tres cabezas, tendido en el fondo, inmenso y rodeado de dos docenas de canes de pelo rizado y negro. Allí estaban también Elvos, Keyra y la zoodor que había ido a capturarla con los demás.
- Bienvenida a la casa de Cerbero. - Dijo el Emperador con burla.
El hombre de la calavera en la cara empujó a Serai hacia el interior. Varios canes se volvieron hacia ella y gruñeron por lo bajo, pero la curandera no pareció verse afectada. Se irguió, calmada, y esperó a que le dijeran por qué la habían llevado a ese lugar.
Keyra la miró un momento y luego le dio la espalda, angustiada.
- Esta es Zezile, una zoodor. - Explicó Elvos, señalando a la mujer de ojos marrones. - Supongo que la recordarás, ¿no, Serai?
- La recuerdo. - Respondió ella, ladeando la cabeza.
- Por supuesto. - El Emperador sonrió, divertido. - Sentimos cierta curiosidad por un detalle inusual. Los canes ni te miraron esta tarde, ¿verdad?
- Me miraron.
- Pero no te hicieron daño.
- No.
- Y te llevas muy bien con
Kero, creo que se llama.
- Es un amigo.
- Oh, entiendo.
- ¿Cómo es posible? - Interrumpió Zezile, cansada de aquella conversación que daba vueltas y vueltas. - ¿Por qué una simple curandera como tú tiene esa relación con un can? ¿Es que acaso tienes empatía con los animales?
- No. - Serai movió la cabeza y titubeó. - Yo sólo
Me llevo bien con ellos.
- ¡No puedes llevarte bien con un can! ¡Es
es imposible! Los canes toleran a los humanos
al resto de criaturas sólo en la medida de que no tengan que separarse de su Cerbero, y de que no sean un peligro para él. ¡Y casi todos son peligros en potencia!
La curandera se encogió de hombros, restándole importancia. Zezile quiso replicar, intentar encontrarle un sentido a aquello, pero Elvos se le adelantó: cogió a Serai del brazo y la empujó hacia el perro de tres cabezas, que alzó una de ellas mientras las otras dos sólo habrían sus ojillos rojos.
Volvió a empujarla, y esta vez la joven cayó de rodillas frente a Cerbero. Los canes empezaron a gruñir, con los lomos erizados, enseñando los dientes, pero no atacaron.
Lenta, muy lentamente, Serai estiró una mano hacia la hermosa y oscura criatura. De haberse inclinado un poco más hacia delante podría haberlo tocado, pero prefirió esperar a que él diera ese paso.
El perro la olfateó, sopesando las posibilidades de que esa pequeña humana le hiciera daño. Eran mínimas, y además olía un poco a can.
Finalmente, rozó la mano de Serai con la nariz, dando a entender que aceptaba su presencia. Era algo que los Cerberos no hacían casi nunca. Aquel en especial sólo dejaba que lo tocaran Elvos y Zezile, y los demás debían permanecer a una distancia prudencial.
El Emperador se dio cuenta entonces de que los ojos de Serai se habían llenado de lágrimas.
- Conocí a un Cerbero, hace mucho tiempo. - Dijo con la voz temblorosa. - Pero estaba muerto. Yo tenía
tenía quince años. Salí de la aldea y llegué a una cueva. Estaba dentro, al fondo; los cazadores lo habían matado, a él y a todos sus canes. O casi todos. En unos matorrales, junto a la entrada, quedaba un cachorro tembloroso que no paraba de llorar. Tenía todo el pelo erizado de miedo, de puro pánico. Pensé que no podría dejar que muriera allí, así que le di de comer. Decidí que esa noche volvería allí; si estaba esperando, me lo llevaría conmigo y me marcharía de la aldea para siempre. Y, cuando cayó el sol, allí estaba él, aguardando.
- ¿Te
convertiste en su Cerbero? - Preguntó Zezile, atónita.
- No lo sé. Mi maestro zoodor trató de explicarme el lazo que Kero había formado conmigo. Por supuesto, no puedo ser su madre, para empezar porque soy humana. No obstante
Era una unión muy poderosa, fiera. - Serai ladeó la cabeza. - Siempre quise ver un Cerbero vivo. El de Kero era infinitamente más pequeño; aquella debía ser su primera camada.
De pronto, el perro de tres cabezas gruñó. Elvos se había acercado con brusquedad, de mal humor; cogió a la curandera del brazo y la obligó a levantarse. Tiró de ella con mucha fuerza para apartarla de Cerbero, para devolverla al foso.
Tiró con demasiada fuerza. Serai se tambaleó y perdió el equilibrio. Elvos aferró con fuerza su muñeca para no soltarla
Y entonces el brazalete cedió.
La curandera quedó de rodillas en el suelo, con la mano liberada puesta sobre la pierna de él, la otra en el suelo. El Emperador se quedó helado cuando se dio cuenta de cómo estaban las cosas, cuando notó que la mano de Serai, libre al fin del sello que mantenía estancado su poder, lo apretaba con firmeza.
Pero no ocurrió nada. Ambos se miraron a los ojos durante unos instantes, con todos los presentes conteniendo el aliento. Luego, Elvos arrugó el ceño y bajó los brazos, que se le habían quedado helados en alto.
- ¿Pero qué estás haciendo? - Preguntó, confundido. - Tenías la oportunidad perfecta. El poder de los curanderos es letal para los mágicos oscuros. Lo sabes, ¿no?
- Lo sé. - Respondió Serai, calmada.
- Era el momento de atacarme con ese poder de sanación y matarme, o al menos de vengarte por todo lo que estás pasando. ¿Y no haces nada?
- Nadie en su sano juicio haría algo así, al menos no un curandero con dos dedos de frente. Por varios motivos.
- Sorpréndeme.
Se dio cuenta de que Serai no apartaba la mano de él, y se preguntó si tan sólo estaba buscando el momento.
- En primer lugar, porque el poder de los curanderos es para sanar, no para herir. - Explicó la joven, alzando una ceja. - En segundo lugar, porque si fuera lo suficientemente estúpida como para intentarlo tendría a tus guardaespaldas, a los canes e incluso a Cerbero despedazándome antes de que pudieras gritar. - Entonces titubeó visiblemente.
- ¿Y tercero? - Quiso saber Elvos, inclinándose un poco hacia atrás, sintiendo que el contacto lo estaba empezando a asustar.
- Yo
Ya herí a alguien una vez. Hace mucho tiempo. - La mirada de Serai se volvió triste, triste y húmeda. - No quería hacerle daño, sólo quería curar un rasguño que se había hecho. Debí haber sabido que no podía funcionar. No puedes ni imaginarte la angustia de ver como un poder supuestamente sagrado, un acto tan íntimo como el de sanar, en el que vuelcas toda tu alma
No te imaginas lo que se siente al ver que, a pesar de todo, lo único que logras es hacer daño a otros.
El hombre arrugó el ceño, estrechando la mirada. Había algo en esas palabras que le traía un lejano recuerdo, o menos que eso, una emoción que no terminaba de ubicar. Una sensación.
Una sensación de angustia, un dolor atroz, algo que le ocurrió en su infancia.
Ella, aquella niña de la que no recordaba el nombre o el rostro, había tratado de sanarlo una vez. Sólo logró hacerle más daño. Y, no obstante, lo que más le dolió no fue aquello, sino la expresión que puso Ella después, al darse cuenta de su error, sus ojos llenos de lágrimas de arrepentimiento.
Elvos se apartó de Serai con un movimiento brusco y se encaminó hacia las galerías.
- Alev, métela en el foso. - Ordenó de malos modos.
- Si, señor.

Kero ahogó un suspiro. Había olido a Serai allí, en el interior de aquella cueva, y por unos angustiosos segundos pensó que iba a morir, y él no podría hacer nada por evitarlo. Pero, contra todo pronóstico, Cerbero aceptó la presencia y la compañía de la curandera, lo cual era todo un logro para una simple humana.
Tenía que darse prisa. Debía meterse pronto en la camada para proteger a Serai.

- ¿Qué me dices, Zezile? - Preguntó Elvos cuando caminaba con ella por los pasillos de las galerías. - ¿Qué decían los canes?
- No mucho. - Respondió ella. - Al principio se decían entre ellos que al mínimo movimiento extraño destrozaran a la chica, pero parecían poco convencidos de querer hacerlo. Creo que es porque aún huele a Kero. Entre canes es muy raro que se ataquen, ¿entiende, señor?
- Entiendo. ¿Y Cerbero, qué dijo?
- La olió, y les preguntó a sus hijos si era el olor de otro can lo que estaba notando. Ellos lo confirmaron. Entonces empezó a meditar, emitiendo mensajes poco conexos entre sí. O tal vez es que yo no podía seguirlo, no lo sé. Lo que me ha parecido entender es que esa chica le causó una buena impresión, ¿comprende?, que el hecho de que oliera a un can significaba que era buena y merecía su confianza. Y se la dio.
- ¿Así de fácil?
- Sí, sin más.
Caminaron en silencio durante unos momentos.
- Señor

- ¿Mm?
- ¿Qué es? Quiero decir, ¿es realmente humana?
Elvos se lo pensó un poco antes de responder.
- Hay rumores que cuentan
- Dijo cautamente. -
que es una elegida de los dioses.
- ¿Una
? - Zezile dudó, confundida. - ¿Usted cree, señor? Quiero decir

- Sé lo que quieres decir. Hay muy poca información con respecto a eso, y probablemente sea sólo una habladuría nacida de lo extraña que es. No obstante, si se diera la posibilidad
¿Elegida con qué fin? ¿Y quién dice que un elegido no tenga poderes que otros no puedan ni soñar?
- Señor
me parece que estoy empezando a preocuparme.
Elvos sonrió.
- No hablo en serio. No creo que sea una elegida de los dioses, Zezile. Pero es cierto que es extraña. Que no parece
humana.


Los wargo eran como la versión evolucionada de los lobos. Eran más grandes, rápidos, fuertes, resistentes e inteligentes. Podían hablar la lengua humana, si bien los odiaban y los veían como a seres inferiores.
Siempre había excepciones, claro. Los zoodor, sin ir más lejos, eran respetados por los wargo.
Por eso Rilran pudo entrar en la colmena, como se llamaba al hogar de estas criaturas. Recibían este nombre porque parecía una montaña hueca por dentro, con la punta extirpada, y todo el interior lleno de cuevas unas encimas de otras, a las que se llegaba saltando de roca en roca.
La jerarquía de los wargo estaba muy definida. La mayoría de los machos eran soldados; llevaban una piedra de color verde colgada en un collar alrededor de sus cuellos, y que indicaba que su misión era la de proteger la colmena y a las hembras, y que no podían reproducirse. Por encima de ellos estaban los escogidos, unos pocos wargo de alto rango que tenían una hembra para cada uno, con las que podían procrear; llevaban un collar con una piedra roja. Finalmente estaba el único rey, que tenía poder sobre todas las otras wargo; su piedra era negra.
Los estamentos no estaban cerrados, pero era difícil pasar de uno a otro. Un soldado lo tenía difícil para convertirse en un escogido, y un escogido no podía ser un soldado.
Un joven wargo de piedra roja guió a Rilran al interior de la colmena después de hablar brevemente con él. El zoodor, en compañía de su fiel Fenris, lo siguió en silencio, tratando de seguir su rápido trote. Calculó que el wargo medía poco menos que él, sentado.
- Espera aquí. - Dijo el ser, usando la voz para comunicarse.
Lo dejó en el centro de la colmena. A su alrededor, otros asomaban la cabeza por las cuevas, y algunos incluso bajaron para verle mejor. Aguantó el examen en silencio, y entonces llegó el rey.
Era un wargo de pelaje gris y blanco, enorme. Así, a cuatro patas y con la cabeza bien erguida, medía casi medio metro más que Rilran, que no era un hombre de baja estatura, que digamos.
Fenris fue el primero en inclinarse, respetuoso, y luego lo hizo el humano.
- Levantaos. - Pidió el rey con una voz profunda. - Soy Suksh, el rey de esta jauría.
- Es un honor. - Respondió el hombre. - Soy Rilran, un zoodor cualquiera.
- No me vengas con historias, he oído hablar de ti. Sé que eres bueno en lo que haces, uno de los mejores, y no sirve de nada quitarte mérito.
El wargo gruñó por lo bajo y señaló hacia una cueva con la pata. Rilran entendió la indirecta y se dirigió hacia ella, con Fenris pegado a sus talones. Los siguió Suksh. Llegaron a una cavidad excavada en la roca, oscura y no muy grande.
- Hablemos. - Dijo el rey, sentándose. - Me han dicho que vienes a pedir ayuda.
- Sí. - El hombre titubeó y optó por sentarse también, frente al wargo, mientras su compañero se tendía tras él, un poco alejado para dejarles intimidad. - Se trata de un problema
humano.
- No lo dudo. Al fin y al cabo, eres un simple humano.
- Quiero involucraros lo menos posible, así que
Digamos sólo que una persona muy importante para mí
y mi gente, mi grupo, ha sido capturada por los enemigos.
- Salvadores contra el Imperio, ¿eh?
Rilran se sorprendió.
- ¿Conoces el tema? - Preguntó.
- Algo sé. No porque me importen los problemas humanos, claro, pero me pareció interesante. Sea como sea, no tienes que hablarme como si fuera idiota. Sé claro.
- Va
vale. Lo siento, alteza.
- Abrevia, no me gustan las largas charlas.
- Una pieza importante en el plan de los Salvadores ha sido capturada por el Imperio de Elvos. No sólo eso, es una persona muy
muy importante para mí. Es como
como una hija, ¿entiendes?
- Entiendo. Yo también tengo una cachorrilla.
- Pueden matarla, ¿comprendes?
- Comprendo.
- En estos momentos está sufriendo. ¡La están torturando! Y yo
Nosotros
Los Salvadores estamos ideando un plan para atacar la Ninnpa Fosc. La ciudad subterránea, ¿sabes? No pretendemos invadirla
sabemos que es impenetrable. Pero al menos queremos la oportunidad de sacar a Serai de allí.
- Entiendo vuestra situación. ¿Para qué nos necesitáis?
- Para complementar a los canes de Cerbero.
Suksh soltó un gruñido de pronto, con todo el pelo erizado. Canes y wargo no se llevaban bien.
- Queremos tener algo que anule cada una de las defensas de la ciudad. - Explicó Rilran. - Contra las paredes de la montaña tenemos a los elementales terrestres, contra los mágicos oscuros tenemos otros mágicos, y contra los canes
Os necesitamos a vosotros. Sois la mejor opción.
- ¿Qué nos daríais a cambio? - Preguntó el rey, ahora en tono bastante malhumorado.
Rilran se ensombreció.
- Lo único que podemos daros
- Respondió con cautela. -
Es la promesa de que, si algún día os veis en problemas, los Salvadores os ayudaremos.
El wargo soltó una carcajada seca y corta.
- ¿Eso es todo? - Hizo, divertido. - Sin ánimo de ofender, la palabra de los humanos vale muy poco. Si una simple promesa de ayuda es lo único que podéis darnos
Lo siento, pero no nos interesa.
El wargo se levantó y salió de la cueva, dejando allí a sus invitados.
Cada semana, una docena de prisioneros eran llevados a las mazmorras para que volvieran a abrir sus heridas, para recordarles su condena. Era inusual que un recién llegado fuera sometido a esto, ya que los cortes eran muy recientes.
No obstante, Alev llevó a Serai a la misma sala donde la había torturado la primera vez. Arrancó las grapas y volvió a herirla, con saña, con odio, con frustración.
Salió casi una hora después, dejando que otros la devolvieran al foso, todavía más enfadado que antes.
Ni un grito. Ni un sollozo. Ni una lágrima.
¿De dónde sacaba esa mujer la fuerza para soportar el dolor sin un solo gemido? ¡No era humanamente posible! Todos, sin excepción, todos se echaban a suplicar, destrozados por el dolor. Los que aguantaban la primera vez, a la segunda se rendían y rogaban sin parar durante horas. Pero ella
Ella

Había estado caminando por los pasillos, sin rumbo fijo y sin fijarse por dónde pasaba. Por eso no paró atención cuando giraba, y chocó con otra persona, que lo sujetó por los hombros para que no cayera al suelo.
- ¿Alev?
- ¡Elvos!
El joven de la calavera en el rostro no pudo evitar sonrojarse y apartarse.
- Lo
lo siento. - Se disculpó, avergonzado.
- Es raro verte tan distraído. - Comentó el Emperador, alzando una ceja. - ¿Hay algún problema?
Alev lo miró y titubeó. Un gesto de su señor hizo que decidiera contarle.
- Es esa maldita curandera. - Admitió.
- ¿Serai? ¿Qué pasa con ella?
- Nada, eso pasa. Es como si el dolor no le afectara.
- ¿Qué quieres decir?
- Que la vez que la he visto más cerca del llanto fue cuando Cerbero la tocó.
Elvos estrechó la mirada. Hizo un gesto hacia la puerta por la que había salido, la de su habitación, y Alev entró. El Emperador cerró tras él y se sentó en la cama, muy bien hecha.
- Cuéntame. - Pidió.
El hombre de la calavera en la cara respiró profundamente y se sentó a los pies de su señor, apoyando la cabeza en sus piernas. Estuvieron en silencio unos segundos, sin hacer nada, sólo haciéndose compañía el uno al otro. Alev era consciente de que era una de las pocas personas que podía estar con Elvos sin hacer nada en especial.
- No soporto su actitud. - Dijo. - Esa
tranquilidad, esa calma, esa maldita entereza. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo es posible que soporte el dolor sin ni siquiera gemir? ¡Ni una sola lágrima, Elvos, ni una!
- ¿Por eso te ensañas con ella de esta manera? No es normal que la metas en las mazmorras otra vez cuando llegó hace menos de siete días.
Alev se sorprendió. Se quedó pensativo durante unos minutos, preguntándose qué más había aparte de la frustración. No era que disfrutara realmente torturando a la gente, sólo le era indiferente. Pero lo de esa mujer era

- Quiero que se rinda a ti. - Admitió al fin, arrugando el ceño. - Quiero que suplique por una segunda oportunidad, que ruegue por entrar en el Imperio. Quiero que te respete por encima de cualquier cosa.
- Alev

El Emperador se inclinó hacia delante y le pasó un brazo por detrás de los hombros a su compañero, apoyando los labios en su cabello negro.
- Te empeñas en decir esas cosas. - Comentó en voz baja. - Pretendes que todos me veneren, y te enfurece pensar que alguien no lo haga, como si no fuera natural. Pero no tienes por qué esforzarte tanto.
- Quiero hacerlo. - Replicó el otro, alzando la mirada hacia él, decidido. - Quiero que todos te amen
igual que yo te amo.
Elvos alzó una ceja. Ambos se dieron cuenta de que sus rostros estaban muy cerca, quizá demasiado. Alev contuvo la respiración, dejándose mecer por la mirada azul de su compañero, y trató de avanzar. Pero él se apartó.
- Sabes que no me van los hombres. - Dijo Elvos, sonriendo de una forma extraña.
- Ya. Lo siento. A mí tampoco, ¿eh?
- Ya

- No, es en serio. Es sólo que

- No quiero explicaciones, Alev, de verdad. - El Emperador se puso en pie y se dirigió a una de las estanterías.
El guerrero se levantó del suelo y observó a su señor durante casi un minuto, en silencio, mientras éste buscaba algún libro.
- No
- Dijo finalmente, ladeando la cabeza y bajando la mirada. - No deseo de ti nada que no quieras darme, Elvos.
- Lo sé. - Respondió el hombre, sin volverse hacia él.
- Para mí es más que suficiente
permanecer a tu lado, y protegerte, y ayudarte. Realmente no quiero nada más. Es sólo que a veces
- Se llevó una mano al corazón, apretada en un puño, y arrugó el ceño. - Me supera. No lo hago adrede, pero en ocasiones siento que si no
si no te beso, me moriré. - Titubeó al ver que él no respondía. - ¿Recuerdas cómo nos conocimos?
- Sí. - El Emperador sonrió, cogiendo un libro de cubierta roja y aterciopelada. - Yo viajaba por todo el reino, buscando aliados o nuevos habitantes de la Ninnpa Fosc. Tú eras sólo un niño pobre y huérfano que pedía limosna en la calle de una ciudad. Nadie te hacía caso.
- Excepto tú. - Alev se acercó un poco. - Me miraste, realmente me viste, y te compadeciste de mí. Me tendiste la mano cuando los demás sólo me miraban con desprecio. Fuiste el único, Elvos. Aún lo eres.
- Venga, hombre. Han pasado diez años desde entonces, ¿no?
- Más o menos.
- Ahora todos te ven. Tienes una buena posición en la ciudad.
- Sólo porque soy un allegado del Emperador.
El guerrero se puso a la espalda de Elvos, pero no lo tocó.
- Desde que me tendiste la mano y me llevaste contigo
- Dijo. - Desde entonces he sentido esto. No ha cambiado en estos diez largos años, y empiezo a preocuparme. ¿Crees que puede ser
?
- Admiración, tal vez. - Interrumpió el Emperador. - Agradecimiento. Afecto. Cariño fraternal. Nada de amor. Te van los hombres, pero no éste.
- ¡No me van los hombres!

Mila la había ayudado a sentarse contra el bebedero, y llevaba ya algunas horas así. Le dolía todo el cuerpo: Alev se había ensañado mucho con ella.
- ¿Qué tiene contra ti? - Preguntó la invocadora con amargura, tras largo rato de silencio.
- No lo sé. - Respondió Serai, y una punzada de dolor cruzó su labio partido.
Sasha, acuclillada junto a ellas, farfulló algo. Por algún motivo, Mila había aprendido a comprenderla mucho más y mejor que la curandera.
- Dice que es porque Alev está por Elvos. - Tradujo. - Ya sabes, que está
enamorado.
- ¿Enamorado? ¿De Elvos? - Se sorprendió Serai.
- Sí. Pero él parece interesarse por ti, y quizá Alev se siente amenazado, invadido.
La curandera calló. Titubeó un momento, preguntándose si debía callar o dar el paso de contarles las cosas a sus amigas tal y como eran.
- ¿Puedo
deciros algo? - Preguntó en voz muy baja. - Es un secreto.
- Claro. - Asintió Mila.
Sasha se acercó un poco más. Era muy curiosa, y el hecho de que le faltara parte de la lengua no la hacía menos cotilla.
- Se trata de algo muy
muy personal. - Dijo Serai. - Algo que hace años que no le digo a nadie, y que sólo mis más allegados saben. En realidad, sólo Rilran y Giyn están al corriente, sin contar a Kero y Feb.
- No creo que tu secreto salga de aquí. - Comentó la invocadora.
- Se trata de eso, precisamente. No quiero que nadie
nadie se entere. Por encima de todo, no quiero que esto llegue a oídos de Elvos.
- ¿De Elvos? ¿Qué tiene que ver él con este secreto?
- Todo.
Estaba preparada. Realmente iba a contarlo, explicarles a sus nuevas amigas y compañeras todo lo que ocultaba en el fondo de su corazón.
No obstante

- Curandera, el Emperador exige tu presencia. Vamos.

El guardia dejó a Serai en la habitación de Elvos y se marchó por orden del Emperador. No obstante, él siguió leyendo durante algunos minutos más, al parecer absorto en las palabras que ponía un libro grande de páginas amarillentas. La joven se quedó quieta en la entrada, en silencio, hasta que el hombre cerró el enorme volumen y se volvió hacia ella con una sonrisa siniestra pintada en los labios.
- Se te ve bastante bien, dadas las circunstancias. - Comentó, poniéndose el pie.
Serai respondió sólo ladeando la cabeza.
- Ya sabes a lo que me refiero. Te has cruzado con la mala leche de Alev, y eso es un peligro mortal para ti. Pareces caerle muy, pero que muy mal. Para ti debe ser horrible, pero para mí es incluso tierno, no sé si me entiendes.
- ¿Qué es lo que quieres de mí? - Preguntó la curandera, cortándolo.
Elvos arrugó el ceño, pero en seguida volvió a sonreír.
- Saber cómo lo haces, y por qué. - Dijo. - Aguantar todo ese dolor sin un solo gemido
¿para qué? ¿Qué sacas con eso?
- Nada.
- ¿Entonces qué te lleva a soportarlo?
Serai guardó silencio. Tenía una respuesta, una en la que no quería ni pensar por lo estúpido que sonaba, pero era realmente lo que sentía.
El Emperador arrugó la nariz.
- Contesta.
- ¿Por qué?
- Porque soy tu amo, te guste o no, y si te me cruzas como a Alev puedo hacértelo pasar mucho peor.
- Sorpréndeme.
En un arrebato poco usual en él, Elvos la golpeó en la cara, tan fuerte que la tiró al suelo. Pero no se oyó ni una exclamación de sorpresa ni un gemido de dolor. Todo lo que Serai hizo fue apoyarse en los codos y volver el rostro hacia él, inexpresiva; su labio se había vuelto a partir, y sangraba.
Por un instante el Emperador sintió algo extraño y bastante nuevo, o al menos algo que hacía mucho, mucho tiempo que no sentía. Compasión. Arrepentimiento. Ternura.
Y eso lo asustó.
Por eso soltó un rugido y pateó a la curandera con saña, deseando librarse de aquellos horribles sentimientos. Serai se encogió en el suelo, pero no emitió ni tan siquiera un jadeo.
- ¿Por qué? - Soltó Elvos, arrodillándose junto a ella y cogiéndola de la melena, tirándole del pelo. - ¿Por qué callas?
Todo lo que recibió fue una silenciosa y calmada mirada. El labio de la joven seguía sangrando, y respiraba muy deprisa, recuperando el aliento que se le había cortado con la patada.
La obligó a levantarse, sin miramientos, sin compasión, y la empujó hacia un lado. Serai cayó sobre la cama como una muñeca desmadejada, pero Elvos decidió que no pensaba dejarla descansar. Le rodeó el cuello con una mano, apretó contra el colchón y se arrodilló entre las piernas de la chica.
La curandera le lanzó una mirada seria, de entereza y calma, como si no estuviera pasando nada. Pero estaba pasando. Si bien su rostro no dejaba ver nada especial, su cuerpo se puso tenso y sufrió un escalofrío.
Y fue entonces cuando el Emperador fue consciente de que tenía a una mujer, poco más que una adolescente, desnuda bajo él, débil, inofensiva, incapaz de defenderse. Totalmente a su merced.
Sonrió, más siniestro que nunca, lleno de arrogancia. Soltó con suavidad el cuello de Serai, mirándola de arriba abajo, preguntándose cómo no se había dado cuenta antes. Las mujeres no soportaban ser un objeto sexual, pero las curanderas menos que ninguna. Si el dolor y la tortura no servían para hacerla desesperar de terror

Se inclinó sobre ella, pretendiendo asustarla, apoyando las manos a cada lado de su cabeza. Lamió casi con dulzura la sangre que manaba del labio y resbalaba por la barbilla de Serai; lo hizo lentamente, sin prisas, hasta que la herida dejó de sangrar.
Instintivamente, la curandera apretó las piernas, tratando de cerrarlas, pero todo lo que logró fue estrechar la cintura de Elvos. Sólo eso logró excitarlo.
Bajó un poco más. Notó que su cuerpo se pegaba contra el de Serai; rozó con sus labios el oído de la mujer, y notó su aliento en su cuello, un aliento cálido pero irregular.
- Voy a hacerte gritar. - Susurró. - Haré lo que sea. Esto
se ha vuelto algo personal. Realmente quiero verte destrozada de dolor y miedo.

Tuvo las fuerzas suficientes como para caer a un lado de la curandera y no sobre ella. Sólo cuando se hubo apartado se dio cuenta de que se había preocupado de no aplastarla, pero decidió dejarlo estar para cuando pudiera respirar otra vez.
Jadeando, cerró los ojos, con todo el cuerpo temblando de placer. Aún tenía el brazo sobre el pecho Serai, que temblaba, aunque menos que al principio.
Primero había ido a hacer todo el daño posible. Antes de llegar a tocarla, la joven ya estaba tan tensa que parecía a punto de romperse ella sola; cuando la penetró por primera vez no pudo ahogar un gemido y una mueca de dolor. Trató de embestirla de modo que no pudiera soportarlo
Pero logró arrancarle poco más que jadeos y un par de lágrimas. No se defendía ni trataba de zafarse, y no abrió la boca más que para soltar un grito mudo en una ocasión.
De pronto se sorprendió a sí mismo olvidando que lo que intentaba era torturarla hasta destrozarla, y abrazándola, aferrándose a ella, apretándola contra su pecho mientras le besaba el cuello y los hombros. Había pasado de un intentar violarla a hacerle el amor.
Abrió los ojos y enfocó la mirada. Vio a Serai tendida a su lado, sin moverse, con el rostro vuelto hacia el otro lado. Bajó la cabeza para mirarla de arriba abajo; en algún momento indefinido se habían tapado con una sábana
o él lo había hecho, de modo que ahora la curandera estaba cubierta hasta la cintura. Bajo la manta, sus piernas flexionadas temblaban visiblemente; el pecho de la joven se agitaba con su respiración irregular.
Elvos resopló y se sentó. Buscó rápidamente los pantalones que usaba bajo la túnica y se los puso; no le gustaba andar desvestido delante de otras personas, aunque acabaran de intimar.
Pensó, alarmado.
Serai se movió a su lado, y lentamente se sentó. Llevó la sábana con ella para cubrirse del todo, se acurrucó en una punta de la cama. Dejó a la vista la parte del colchón donde había estado tendida.
Había sangre.
Elvos sonrió de forma desagradable.
- Virgen, ¿eh? - Comentó, divertido. - Con veinticuatro años y aún virgen. ¿Es que no has tenido pretendientes?
- Alguno.
La mujer habló con voz apenas susurrada, y sin mirarlo a la cara, sino agachando la cabeza y clavando su mirada entrecerrada en el suelo, con la sábana enrollada entorno a su cuerpo.
Esa extraña sensación de culpabilidad y compasión atenazó el corazón del Emperador.
- ¿Y no dejaste que ninguno te tocara? - Preguntó, burlón, como si aquello fuera una estupidez.
Serai arrugó el ceño y ladeó la cabeza, pensativa.
- Me estaba guardando para alguien. - Respondió al fin.
- Qué lástima.
Sacó las piernas de la cama para levantarse. Al moverse, no obstante, sintió un leve dolor que cruzaba su espalda. Se llevó la mano al hombro, y entonces recordó otra de las cosas que habían ocurrido. Se volvió, lanzándole una sonrisa siniestra a la joven.
- Eres como un gato. - Comentó. - Me has arañado, y fuerte. Tendría que cortarte las uñas, o directamente los dedos.
Serai lo miró, y vio en su espalda blanca las marcas diagonales que le había dejado cuando, al no poder más, se aferró a él y sin querer lo arañó.
- Lo siento. - Dijo con sinceridad.
Elvos bufó por toda respuesta y volvió a girarse hacia delante. Quiso levantarse, pero notó que aún le temblaban las piernas. Silbó, sorprendido; hacía casi seis años que había perdido la virginidad, y a esas alturas podía aguantar varios asaltos seguidos. No obstante, en esta ocasión parecía haberse volcado tanto que había acabado realmente agotado.
Serai se movió a su espalda, como si se acercara.
El Emperador ladeó la cabeza de un lado al otro un par de veces, y luego dejó que su mirada vagara por donde quisiera.
Y vio los brazaletes de la curandera.
Las manos de la mujer dieron con su cuerpo y rozaron su piel, que se erizó de miedo. Lentamente, Elvos arqueó la espalda, tratando de alejarse, pero ella siguió sus movimientos y tocó las heridas.
Se acababa. Allí, a solas con él, sin los sellos que estancaban su poder, Serai iba a atacarlo, iba a sanarlo para matarlo, y no podría impedirlo.
Las manos de la curandera descendieron otra vez, acariciaron con estremecedora suavidad su cuerpo. Pasaron bajo sus brazos, rozando los costados, llegando al vientre, subiendo y deteniéndose finalmente en su pecho.
Notó que Serai se pegaba a él, y los labios de la joven se posaron con dulzura en los arañazos.
Boqueó. Tenía toda la piel de gallina.
Llegó el primer beso a sus heridas.
Recuperando finalmente la movilidad, al menos un poco, cogió la muñeca de la curandera; en efecto, estaba liberada. ¿Cuándo se los quitó?
Ah, no había sido ella. No hubiera podido, ni tampoco sus compañeras: si se forzaban por alguien que no fuera un mágico oscuro, producían una angustia indescriptible, mayor que cualquier dolor físico.
Había sido él. En algún momento, no sabía cuándo, entre jadeos, embestidas y caricias, la cogió de los brazos, trató de alcanzar sus manos, y por el camino se llevó los brazaletes, que resbalaron por la piel fina de la joven sin oponer apenas resistencia.
Pero qué idiota era.
Sintió que otro beso era depositado sobre las heridas de sus omoplatos, y se sintió confundido. Aquello no era lo esperado, desde luego. Tampoco se lo esperaba cuando las manos de Serai bajaron de nuevo y acariciando su pecho con suavidad, y sus labios volvían a besar los arañazos; esta vez resiguieron una de las líneas, dulcemente.
Cuando el siguiente beso se fundió con la siguiente caricia, se le olvidó que aquella era una curandera prisionera, que era potencialmente peligrosa para él, podría ser mortal, y se dejó llevar por el placer. La ligera molestia de las heridas quedó enmascarada tras la fina capa de besos que cubrió su espalda.
Serai trepó por su espalda hasta apoyar la barbilla en su hombro, sin dejar de besarlo, de acariciarlo.
- Elvos
- Susurró en su oído.
///
La niña se lanzó sobre él, riendo.
- ¡Elvos! - Exclamó alegremente. - ¡Te quiero mucho, Elvos!
///
Lanzó una mano hacia atrás, zafándose de Serai, poniéndose en pie tan rápidamente que perdió el equilibrio; habría caído al suelo si no hubiera logrado dar un par de pasos para sostenerse en el escritorio. Luego se volvió.
La vio en la cama, inexpresiva, con la cabeza ligeramente agachada pero clavando en él la mirada azul de sus ojos profundos como pozos. La sábana aún cubría su cuerpo, pero insinuando sus sensuales curvas. Tenía los labios humedecidos y el cabello, liso y dócil, un poco desordenado.
En ese mismo instante, la puerta se abrió.
Keyra observó el cuadro con sorpresa y cierto miedo. Allí estaba Serai, en la cama del Emperador, desnuda y apenas cubierta por una sábana que insinuaba más de lo que escondía. Y frente a ella, apoyándose en el escritorio y sólo con los pantalones puestos estaba Elvos, cuyo rostro parecía un poema de miedo, sorpresa y confusión.
El hombre se volvió hacia ella. Por un momento, la pirotécnica lo vio como un animal acorralado.
- Keyra. - Soltó el Emperador. - Estás aquí.
- S
sí, señor. - Respondió ella, arrugando el ceño. - Eh
Venía a

- Llévatela al foso.
- ¿A
a Serai?
- ¿A quién si no? Llévatela. No quiero ni verla. Pero vuelve de inmediato.
Keyra decidió que, aunque en otras circunstancias hubiera tratado de oponerse, aquella ocasión no lo habría hecho. De modo que se acercó a la joven, que ya se ponía en pie, dejando la sábana sobre la cama con cuidado; la cogió del brazo y la sacó.
En el pasillo se detuvo, parando a Serai con ella, y la miró de arriba abajo. La curandera soportó el examen sin mover ni un músculo.
La pirotécnica se dio cuenta de que las piernas de la mujer temblaban.
- ¿Te ha violado? - Musitó, mirándola a los ojos. - ¿Elvos te ha
?
- No. - Respondió en voz baja.
Pero su aspecto decía lo contrario. No sólo el temblor de sus rodillas, también la dificultad que tenía para caminar, la tensión de su cuerpo, el ligero tiritar que nada tenía que ver con el frío.
Keyra se mordió el labio inferior.
- Serai
yo
Lo siento, Serai, de verdad
Si yo
Si yo

- No podrías haber hecho nada. Al fin y al cabo, estás con él.
- ¡No, yo
!
- Escúchame, Keyra. No quiero excusas ni explicaciones. Cuanto menos pienses en dónde se encuentran tus lealtades, más fácil lo tendrás todo. Sólo debes saber que no te estoy culpando, ni de lo que ha pasado hoy ni de lo que ha pasado nunca. Yo confío en ti.

Keyra volvió a entrar en su habitación, pero esta vez llamó antes de abrir. Elvos le indicó sin palabras que se sentara junto a él, en la cama, y ella obedeció.
En cuanto la tuvo al lado la abrazó, apretándola muy fuerte contra su pecho.
- Ah
El
Elvos
- Hizo ella.
Le estaba cortando la respiración. La presión disminuyó un poco, pero de pronto se encontró con el rostro del hombre hundido en el hueco entre su hombro y su cuello. Sintió su respiración agitada, sus manos crispadas buscando aferrarse a ella, apretando fieramente la espalda de la mujer.
Le costó un poco darse cuenta de que Elvos estaba excitado, muy excitado, y buscaba hacerlo con ella. Pero nunca lo había visto tan
tan

Apasionado.
Ahogó un gemido cuando el Emperador apartó el tirante de su traje y rozó su hombro, lo resiguió y finalmente besó su cuello. Keyra, temblando, alzó los brazos y rodeó el cuello de Elvos con ellos, dulcemente.
Jadeó cuando un nuevo beso cubrió el anterior, y luego otro. Las manos del hombre buscaron los bordes del top rojo, poco más que un sostén, y lo retiró. Ni siquiera la miró. Con los ojos fuertemente cerrados, volvió a su cuello, devorándolo entre besos.
Keyra, jadeando, lo apretó contra ella con suavidad, pero empezó a acariciarlo, excitante. No pudo ahogar un gemido de placer cuando recibió un beso estremecedoramente intenso.
- E
Elvos
- Musitó.
Y todo terminó.
El Emperador se volvió, zafándose de ella, y golpeó la pared con fuerza.
- ¡MIERDA! - Gritó, furioso. - ¡MIERDA, MIERDA, MIERDA!
- ¡Elvos! ¿¡Qué pasa, Elvos?!
Pero él no contestó. Golpeó de nuevo a la pared con el puño. Keyra le puso las manos en los hombros, y notó que empezaba a convulsionarse.
- ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado, Elvos? ¡Responde!
No obstante, el hombre no lo hizo. Se inclinó hacia delante, y allí se quedó, furioso consigo mismo, con ella, con la maldita curandera.
Mientras trataba de entretenerse con Keyra
estaba pensando en Serai.
///////////////////////
Se muerde el labio inferior. Todos los niños de la aldea pueden hacer que un capullo se abra, ¿por qué él no iba a poder? Así que, lejos de miradas indiscretas, pone las manos cerca de una flor cerrada que crece a los pies de un árbol centenario; se concentra.
Los pétalos empiezan a separarse, abriéndose. El niño, de apenas ocho años, sonríe, excitado, y le pone más énfasis en lo que hace.
Entonces la flor se marchita, muere.
- ¿Elvos?
Ella llega, curiosa. Él arruga la nariz y le da la espalda, enfadado y triste. No lo ha conseguido. Su poder
Su poder

Pero Ella lo entiende sin necesidad de palabras. Le pone la mano en el hombro para que se vuelva, le dedica una dulce sonrisa y acaricia la flor.
Y los pétalos recuperan su color, el tallo vuelve a ser verde como antes. Revive, como si nada hubiera pasado, y muestra todo su esplendor.
Ella sonríe cariñosamente, y le acaricia el rostro.
- Algún día, Elvos
Tú también podrás hacerlo.
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Elvos despertó bruscamente. Parpadeó varias veces antes de conseguir enfocar la mirada y darse cuenta de que era de noche; las luces se habían apagado hacía horas.
Resopló, frustrado. Hizo un movimiento brusco con la mano, y las velas se encendieron todas a la vez. Miró a su alrededor, reconociendo su familiar habitación, sus estanterías, las lámparas.
Otro recuerdo convertido en pesadilla. Muchas veces le ocurría, sobretodo cuando estaba más sensible, o cuando estaba nervioso.
Llevaba varios días estando ambas cosas.
Se levantó y desperezó. Luego se acercó al armario, sacó la túnica, se la puso y luego se cubrió con la capa negra que solía llevar. Dio media vuelta para sentarse frente al escritorio y leer, pero su mirada topó con las ventanas.
No estaba seguro de querer asomarse, y aún así lo hizo, y dio de inmediato con la lejana y difusa silueta de Serai, allí al fondo, acurrucada entre sus compañeras. Si forzaba la vista, podría ver a Mila apoyándose en el regazo de la curandera en busca de algo de calor, y a Sasha con la cabeza sobre su hombro, las tres dormidas muy juntas las unas con las otras, compartiendo la calidez y la compañía.
Pero no lo hizo. Estaba cansando de asomarse a esa ventana y buscar instintivamente a esa maldita curandera, de levantarse pensando en ella y de que su último pensamiento por la noche fuera para Serai.
Qué ocurría, no lo sabía. Lo único que sabía era que no podía quitársela de la cabeza, llenaba cada uno de sus sentidos. No había vuelto a tenerla cerca desde hacía varios días, cuando intentó violarla para hacerle daño y terminó volcándose completamente en

¿Qué? ¿Amarla? ¡Por los dioses, menuda locura!
Se apartó de la ventana y se sentó junto a su escritorio para leer uno de sus libros, este de Sanación y curanderos.
En el foso, dos ojos azules abandonaron las tinieblas y se alzaron para mirar arriba, hacia las largas ventanas que daban a la habitación de Elvos.

- ¿Estás seguro?
Eso le había preguntado Rilran cuando Fenris propuso el plan. El mestizo había asentido, convencido de que era lo mejor, y salió poco rato después en dirección al bosque donde vivía la jauría de wargo, junto a las montañas Ore. Galopó sin parar durante horas, todo el día y toda la noche, hasta llegar finalmente a la colmena.
Allí, el rey lo recibió. Algunos lo miraban con desdén por ser como una versión degenerada de su raza, pero el Suksh era uno de los que pensaban que, como no era culpa suya, no era necesario tratarlo como a un engendro.
/Imaginaba que vendrías./ Comentó el wargo cuando ambos estuvieron sentados en una de las cuevas, dejando que el recién llegado descansara.
/Necesitamos ayuda. Lo sabes./ Emitió Fenris.
/Que los humanos peleen entre ellos no es problema nuestro. Si al menos pudieran darnos algo equivalente
/
/No pueden daros nada. No tienen nada. No necesitáis nada suyo./
/Si lo sabes, ¿por qué has venido?/
/La niña. Tenemos que salvarla./
/Podéis hacerlo sin nosotros./
/No. Hemos intentado muchas veces, nunca hemos conseguido. Necesitamos
Complementar
todas defensas. Hay canes. Muchos. Un Cerbero. Necesitamos a wargo./
Suksh negó con la cabeza con un gruñido y se levantó.
/No, Fenris, no lo haremos./
/¡Hermano!/
El wargo se volvió hacia el mestizo y lo fulminó con la mirada. Fenris se puso en pie lentamente, sin acobardarse.
Suksh era hijo de un escogido negro con una hermosa hembra gris y blanca, preciosa. Pero era bien sabido que a ese
escogido
le gustaban las lobas. La concepción entre un wargo y un lobo era difícil, sobretodo por el tamaño, pero al parecer nació un cachorro. La madre murió al dar a luz, y el padre no quiso saber nada, de modo que Fenris no pudo entrar en la jauría porque no era reconocido, y por eso creció entre lobos.
Recordarle a Suksh que eran hermanos, al menos en parte, era su mejor arma. Entre hermanos, los wargo eran muy fieles, y se ayudaban en todo lo que podían. Nunca habían tratado demasiado, pero aún así Fenris y Suksh se reconocían, y si uno estaba en problemas el otro sin duda se desviviría por apoyarlo.
/La niña es importante para muchas cosas./ Emitió el mestizo. /Para Salvadores, para su plan
Para Rilran, mi amigo. Para mí./
/¿Qué te une a esa simple humana?/
/Que no es una simple humana./
Suksh dudó. Movió la cabeza y miró afuera. Allí, en la colmena, estaban todos sus súbditos, wargo capaces de grandes hazañas, fuertes y sanos, preparados para enfrentarse a una camada de canes, a un Cerbero si hacía falta.
¿Pero todo para qué?
Se inclinó levemente hacia Fenris.
/De acuerdo, hermano. Por ti, porque esa criatura es importante para ti
Os ayudaremos./

Apenas pudo contener el deseo de lanzarse hacia Serai cuando la vio. Sabía que debía pasar de largo, como los demás, pero verla al fin, bien dentro de lo que cabía

Finalmente había entrado en la camada. Se fue acercando un poco cada día, hasta que los canes permitieron que se postrara ante Cerbero. Hablaron largo rato. Le dijo por qué pretendía entrar en su camada: no le mintió.
Y el perro de tres cabezas comprendió su situación, los sentimientos que lo unían a esa humana, y por eso aceptó que se uniera a sus hijos. De inmediato se convirtió en uno más, y cuando llegó la zoodor, Zezile, a decir que podían ir a por algo de comer, salió galopando con los demás hacia el foso.
Al principio pensó que se había equivocado de lado. Al fin y al cabo, la salida se partía en dos, lo cual indicaba que había dos fosos.
Pero luego resultó que Serai estaba muy al fondo. Estaba bien. Malherida, mal alimentada, fría, pero al menos no había muerto y no parecía grave. Incluso tuvo la percepción despierta.
Porque lo reconoció.
Pero no pudieron acercarse el uno a la otra. No, nadie debía saber que estaba allí si quería proteger a Serai. Y lo haría.
No obstante, empezaba a dudar. ¿Podría ganarse el favor de Cerbero y los canes? ¿Cuánto tardaría? Su plan era conseguir que lo ayudaran a sacar a la curandera de allí, pero
Realmente el Cerbero no parecía muy dispuesto a darles la espalda a aquellos que habían prometido su seguridad hacía tanto tiempo.

Una jovencita, apenas entrada en la adolescencia, le llevó una bandeja de comida a su habitación. Era mona, de mirada nerviosa y una actitud que pretendía ser coqueta. Muchas soñaban con ostentar el título de Emperatriz.
No estaba interesado.
Despachó a la chica con toda la amabilidad que pudo, que no era mucha, y dejó la bandeja sobre el escritorio.
Un cuenco de sopa caliente lleno a rebosar, tres trozos de carne con una salda rojiza, un panecillo y dos piezas de fruta.
Bien. Le había dicho a esa niña que le trajera cualquier cosa. No tenía hambre, y ahí estaba, la bandeja más completa que había visto nunca. ¿Pero es que nadie le había mirado bien? Era un hombre de constitución delgada, ya de por sí comía poco. ¿Cómo esperaba que se terminara todo eso?
Cogió en panecillo con un bufido y le dio un mordisco mientras caminaba hacia la ventana. Miró afuera sin aparente interés, pero su mirada buscó de inmediato a Serai. Como siempre, iba acompañada de sus dos amigas.
Los guardias estaban lanzando comida a los fosos. Elvos observó durante varios minutos, hasta que la tarea terminó.
Serai y las otras chicas no consiguieron nada en aquella ocasión.
Lo ignoró, o eso intentó. Volvió al escritorio, se sentó en la silla y observó su comida. Demasiada.
Ella no tenía nada que comer, él tenía lo suficiente para alimentar a un regimiento. No podía haber nada de malo en compartir con esa curandera, ¿no?
/Sí lo hay./ Se dijo. /Es tu prisionera. ¿Compasión? ¿Arrepentimiento? No deberías sentir esto. Y, por encima de todo, no deberías pensar en ella a todas horas, como si tu vida dependiera de esa maldita
/
Suspiró y apoyó la frente sobre la mesa, junto a la bandeja, rendido.
/¿A quién quiero engañar?/ Se preguntó.
Salió de la habitación y bajó a la pasarela, sin prisas, pero no se paró a saludar a nadie. Por suerte, la mayoría estaban en sus apartamentos, comiendo.
Llegó a su destino, y se preguntó por última vez si estaba seguro de lo que hacía. Al fin y al cabo

Suspiró y se acercó con paso rápido a la zona donde estaba Serai, no muy lejos. Las vio a las tres sentadas, muy pegadas; Sasha se mordisqueaba las uñas, como cada vez que el hambre se hacía más fuerte que ella.
- Eh, tú. - Dijo de malos modos.
Las chicas se volvieron hacia él. En realidad, casi todos los presentes lo hicieron. Pero Serai no era como los demás. No lo miró con miedo ni con odio, sólo con su calma, su
frialdad.
Lenta, muy lentamente, Elvos se inclinó sobre la barandilla y le tendió la mano para ayudarla a subir. La curandera titubeó.
Ella y sus dos amigas se miraron las unas a las otras por un instante, cómplices, compartiendo un importante secreto. Mila fue la primera en asentir con la cabeza, de forma apenas perceptible, y al fin Serai se volvió hacia el Emperador y aceptó la mano que le ofrecía. Trepó por la barandilla como si llevara toda la vida haciéndolo; no hizo falta que sus amigas la ayudaran desde abajo, y Elvos apenas tuvo que estirar. O quizá sí lo hizo, pero la curandera pesaba demasiado poco como para darse cuenta.
No pudo evitar comprobar que llevaba los brazaletes y suspirar de alivio.
La guió en silencio hacia su habitación, y cerró la puerta cuando entraron.
- Ni siquiera te has esforzado. - Dijo en voz baja en cuanto pasó la llave para que no los interrumpieran.
- ¿Qué quieres decir? - Preguntó Serai, ladeando la cabeza.
- No has intentado conseguir comida. No te has puesto a llamar la atención de los guardias ni has saltado para coger algo. - La miró al fin, con el ceño arrugado. - ¿Es que quieres morir?
- No me importa lo que me pase.
- ¿Por qué? ¿Es algún tipo de auto-castigo, o algo así?
La curandera calló, y finalmente Elvos se dio cuenta de que así era.
- ¡Te estás auto-castigando! - Exclamó, sorprendido. - ¡No te quejas por el dolor para enfadar a Alev y que te haga más daño aún! ¡Y pasa lo mismo con la comida, no comes para castigarte! ¿¡Pero qué locura es esa?! ¿¡Por qué harías algo así?!
Serai dio un paso atrás y desvió la mirada a un lado. Inconscientemente se abrazó a sí misma, tratando de ocultar su desnudez ahora que, de pronto, se sentía más desnuda que nunca.
- Hay un crimen
- Murmuró. -
por el que tengo que pagar.
- ¿Tú? ¿Una curandera? Es más, ¿una curandera vital que va por medio reino sanando a los enfermos, curando a los heridos y ayudando a los granjeros que tienen problemas con las cosechas? ¡Venga ya! ¿Qué clase de crimen podrías haber hecho? ¿Y qué puede ser lo suficientemente grande como para sufrir este castigo?
- ¿Preocupado, Elvos?
El hombre se encontró con la mirada tranquila de Serai clavándose en sus ojos, y sintió un escalofrío.
Estuvo a punto de replicar alguna cosa como ¿Yo? ¿Por ti? ¡Ni en sueños!, pero sonaba tan infantil que le asqueó. Pensó que podría darle una bofetada para callar esa maldita lengua que tenía, pero se dio cuenta de que no quería ponerle la mano encima
de esa forma.
Así que sólo gruñó, cogió a Serai del brazo y la empujó hacia el escritorio.
- Come algo. - Dijo de malos modos. - ¡Ya!
- Esto es tuyo. - Observó ella, alzando una ceja y rozando el borde del cuenco con la punta de los dedos.
- No como demasiado.
- No has comido nada.
- ¡Que comas y te calles!
Le lanzó una de sus túnicas para que se vistiera. Serai la cogió al vuelo; malos reflejos no tenía. Finalmente Elvos pudo mirar a su prisionera sin heridas ni desnudez de por medio. La ropa le venía grande, pero a ella no pareció importarle; se sentó sobre sus talones en la silla y comió, tal y como le habían ordenado.
El Emperador se sentó en la cama y la miró atentamente durante un largo rato. Mientras lo hacía tuvo tiempo de pensar.
Llegó a la conclusión de que, cuando menos, deseaba a la curandera. ¿Cómo sucedió? Ni idea. Tenía a Keyra, que era atractiva y llevaba en su cama desde hacía ya bastante tiempo; pero ahora, cuando tocaba a la pirotécnica, no podía evitar pensar en Serai, en su cuerpo, sus ojos, sus labios, sus caricias.
Caricias. ¿Por qué había habido caricias? ¿Por qué trató de aliviar la molestia de esos estúpidos arañazos cuando ella misma sufría horribles heridas, frío, hambre y miedo?
De pronto, Serai se volvió hacia él y lo miró a los ojos. Elvos movió levemente la cabeza y tendió la mano hacia ella. La curandera se levantó y caminó hacia él; le rodeó la cintura con los brazos y cerró los ojos, apoyando el rostro en el vientre de la joven.
- ¿Estás bien? - Susurró la mujer.
- ¿Por qué me preguntas algo así? - Respondió el Emperador, sin moverse. - ¿Por qué aceptas mi mano cuando te la tiendo? ¿Por qué el otro día no intentaste buscar venganza? ¿Por qué intentaste aliviar esa tontería? ¡Por los dioses, acababa de violarte!
- ¿Tú crees?
- ¡Lo estaba intentando! - Alzó la cabeza y la miró a los ojos, apretándola más contra él. - ¡Quería hacerlo! Pero no creo que eso pueda ser una violación. ¡Ni siquiera trataste de impedirlo!
En un arrebato estiró de Serai y la tendió en la cama; luego se arrodilló sobre ella, con una pierna a cada lado. Se miraron, pero ella no pareció en absoluto intimidada.
- ¿Por qué? - Preguntó, inclinado sobre la curandera. - ¿Qué es esta maldita actitud? ¿Es un desesperado intento por hacernos enfadar, se trata de eso?
- No. - Respondió la joven, alzando las cejas.
- ¿Entonces eso de pagar por un crimen?
- Sí.
- ¿Qué crimen puede ser lo suficientemente grande para esto? ¿Qué has hecho para dejar que cualquiera te haga lo que quiera?
Ella no respondió. Ladeó la cabeza, rozando la mano de Elvos con suavidad, y alzó los brazos para acariciar el rostro del hombre, dulce, amablemente. Él boqueó; una parte de sí mismo no soportaba que hiciera esas cosas, y deseaba impedirlo, pero la otra quería
necesitaba rendirse.
Y se rindió.
Dejó que su frente se apoyara en la cama, sobre el hombro de Serai, y permitió que sus manos rozaran su cuello y se enredaran en su cabello castaño. Entonces se puso en marcha; se apoyó con un codo en el colchón, y la mano libre la usó para levantar el bajo de la túnica. La curandera no se lo impidió, aunque se puso tensa. Pero esto no lo paró. Le quitó la ropa con cierta suavidad, como si intentara no hacerle daño, y empezó a besar y acariciar su cuerpo.
Pero nunca, bajo ninguna circunstancia, tocó sus labios.

- ¿Por qué yo?
Elvos entreabrió los ojos. Se encontró donde no esperaba encontrarse nunca: en su cama, sí, después de un asalto especialmente intenso, con la cabeza apoyada sobre el regado de la chica con la que acababa de intimar.
Serai.
Respiró profundamente, rodeó la cintura de la joven con un brazo, rozando las heridas de su espalda con la punta de los dedos. Pero no la miró a los ojos.
- Es algo que también me pregunto. - Respondió en voz baja. - Por qué tú. Te deseo
más de lo que he deseado nunca a nadie. ¿Qué tienes que otras no tengan? ¿Qué hay en ti que no haya en Keyra, o en cualquier otra mujer? - Titubeó. - Creo
creo que he llegado a una conclusión.
- ¿Sí?
- Cuando te miro
siento ternura. Y entonces me siento culpable por lo que estás pasando. Pero no es por ti. Eso creo, al menos.
- No, claro. Es por ti.
- No exactamente. - Inconscientemente siguió acariciando una fea herida que había en la espalda de Serai, resiguiéndola. - Me recuerdas a alguien muy importante para mí. Una amiga. Sí, incluso yo puedo tener amigos. La perdí hace mucho
mucho tiempo. Creo que yo tenía doce años. - Estrechó la mirada. - Desde que te conozco, sueño constantemente con Ella. Mejor dicho, la recuerdo en sueños. Cosas que pasaron, ¿entiendes? Hacía años que no me pasaba
que no me acordaba apenas de que una vez tuve a alguien que me quería, y a quien yo quería con locura. Entonces llegaste tú, y

Notó el suave fluir del poder en su cuerpo. La magia.
/Oh, mierda./ Pensó.
Se apartó de un salto, el contacto se rompió y el poder se detuvo. Pero ya era tarde.
Serai finalmente se inclinó hacia delante, arqueándose. Se tapó la boca con una mano cuando la sacudió una arcada; tenía los ojos bañados en lágrimas, muy abiertos, y la piel cenicienta.
Elvos la observó mientras se recuperaba, y trató de calmarse.
Había usado su poder de sanación contra ella. En algún momento, sin darse cuenta, trató de curar la horrible herida que estaba tocando. Mientras hablaba empezó a sanarla. La había empezado a torturar.
Y Serai no se había quejado. Una persona normal
Gritaría, lloraría, se zafaría. El dolor es atroz, no sólo físico, también psicológico, la peor de las angustias, el más poderoso miedo. Pero Serai, al igual que una vez hizo Ella, había callado todo el rato, y sólo cuando se liberó del contacto con ese horrible poder se permitió actuar.
Probablemente habían sido sólo unos instantes, menos de cinco segundos. De haber sido más tiempo, era muy posible que la curandera hubiera muerto.
Aún así

- Lo
lo siento
- Musitó Elvos, levantándose de la cama con lentitud.
La joven negó con la cabeza, pero no se atrevió a destaparse la boca. Parecía a punto de vomitar en cualquier momento. La sacudió una nueva arcada.
- Pero
¿por qué
? - Hizo el Emperador. - ¿Por qué no lo dijiste? ¿Por qué no actúas como una persona normal? ¿Por qué no te apartaste, o gritaste, o lloraste?
Al fin, Serai se irguió. Parecía débil y más ojerosa y mal nutrida que nunca.
- ¿Te hubieras sentido mejor? - Preguntó con voz trémula.
Elvos llevaba al menos media hora leyendo. Serai se había quedado en la cama, recuperándose del devastador poder de su anfitrión; ella no lo culpaba, había sido un acto reflejo. En el fondo, se sentía incluso halagada de haber incitado a su subconsciente a iniciar la sanación.
Sanar con el poder mágico era algo muy íntimo. Se trataba de purificar a otra persona entregándole parte de las energías de uno mismo, se trataba de ayudar, aliviar el dolor, curar. No era algo tan burdo como el ataque mágico; no, era algo puro y dulce.
Por eso, el hecho de que alguien, inconscientemente, intentara sanar heridas ajenas significaba que esa otra persona era importante.
Pero le daba miedo ser importante para Elvos.
Cuando se sintió bastante mejor, después de mirar al Emperador durante largo rato mientras él pasaba página tras página de ese libro suyo, se puso la túnica negra y gris, que le venía grande, y empezó a curiosear. No es que fuera curiosa por naturaleza, pero era nerviosa, aunque no lo pareciera, y necesitaba ir haciendo algo.
Elvos debió darse cuenta, pero prefirió ignorarla. Llevaba ignorándola un buen rato.
Dio un par de vueltas por la habitación, se asomó una vez por la ventana y luego empezó a mirar títulos en las estanterías.
La magia.
Mágicos, nivel Aprendiz.
Mágicos, nivel Brujo.
Mágicos, nivel Hechicero.
Los mágicos oscuros, ¿escoria o víctimas?
Zoodor y sus habilidades.
Magia negra, ¿mito o realidad?
Invocadores, los aliados de los espíritus.
Zoodor, los hombres-bestia.
Curanderos.
Oradores, ¿por qué necesitan los conjuros verbales?
Pólvicos, los pseudo-mágicos.
Sanación.
Sanación. ¿Sanación? ¿Qué demonios hacía un mágico oscuro con un libro de sanación? Serai lo cogió, confundida. Era grande, de cubierta blanca y letras rojas.
- ¡Deja eso!
Alguien la empujó a un lado y le arrancó el libro de las manos. Miró a Elvos sin miedo ni sorpresa, sólo con calma. El hombre le devolvió una mirada desagradable.
- No deberías tocar cosas que no son tuyas. - Dijo, desagradable. - Vuelve a la cama. Más te vale hacerme pensar que estás hecha polvo por lo que ha pasado, o te enviaré al foso de nuevo.
Dejó el libro en la estantería de nuevo y volvió al escritorio. Pero Serai no dejó que empezara a leer de nuevo, ni siquiera que se sentara.
- ¿Por qué tienes un pesado volumen de sanación como ese? - Preguntó. - ¿De qué te sirve?
Elvos titubeó visiblemente. Luego giró la cabeza hacia ella, y la miró. No llevaba túnica, sólo los pantalones, así que la curandera pudo ver a la perfección cómo todo su cuerpo se ponía tenso; en su espalda se marcaban los omoplatos y la columna.
- Quiero
- Dijo al fin, no muy convencido. - Quiero encontrar una forma de compensar la deficiencia de mi poder.
Serai se quedó helada durante unos instantes que se le hicieron eternos. Luego sufrió una convulsión; Elvos se volvió completamente hacia ella, pensando que estaba sufriendo algún tipo de espasmo producido por la magia que había usado antes contra la joven.
No obstante, la curandera se arqueó un poco y soltó una carcajada rápida y seca.
- ¿De qué te ríes? - Hizo el hombre, ofendido.
- Lo siento. - Musitó ella, con los labios curvados en una sonrisa extraña. - Es que me ha hecho gracia. ¿Cuánto tiempo llevas buscando eso?
- ¿Te importa?
- Oh, sí. Es que sería una lástima que llevaras mucho tiempo.
- ¿Por qué?
- Porque no hay forma, Elvos.
Serai se irguió de nuevo, completamente seria otra vez.
- ¿Qué quieres decir? - Quiso saber el Emperador.
- Si esa deficiencia la hubieras iniciado tú, o te hubieran castigado con ella por algún crimen o alguna falta
Quizá, sólo quizá tendría solución. - Dijo la mujer. - Pero no fuiste tú, fue tu madre. Naciste con ello, y morirás con ello.
Elvos arrugó el ceño y ladeó la cabeza. Señaló a la cama, instándola a sentarse, y ella obedeció.
- Siempre he querido preguntarte algo. - Comentó, quedándose en pie frente a la joven. - Hablabas de mí con Sasha cuando llegaste, ¿lo recuerdas?
- Cómo olvidarlo, mi amiga farfulla por eso.
- ¿Qué sabes de mí, Serai?
- Muchas cosas. ¿Quieres que te lo cuente?
- Por favor.
- Naciste en la aldea que hay situada entre el pueblo de Esmet y el río Zare. Tu madre pactó con un kirin demoníaco para quedar encinta, pero olvidó que a ese kirin en especial le encantaba corromper el poder de los no-natos. Cuando naciste, ella murió. No fue culpa tuya, al fin y al cabo ni siquiera eras consciente; sencillamente
ocurrió. Tu padre te odió por ello, igual que el resto de la aldea, pero nadie se atrevió a hacerte daño, a expulsarte o a sacrificarte. De modo que creciste sin amor, sin que nadie quisiera ni verte. Un día llegó una niña que dejó atrás los prejuicios y no temió a tu poder oscuro; se acercó, se hizo tu amiga y estuvo a tu lado siempre que la necesitaste. Pero

Serai titubeó, y la mente de Elvos escogió aquel preciso instante para evocar el momento en que, sin quererlo, La traicionó al usar su poder destructivo contra ella.
- Cuando tenías doce años, te fuiste. - Dijo la curandera al fin. - Lo dejaste todo atrás, ya que nada te ataba a la aldea ya.
Pensó.
No estaba seguro, pero algo no le cuadraba en aquello.
- Tengo entendido que pasaste un año vagando sin rumbo fijo. - Siguió Serai. - Entonces parece que diste con la Ninnpa Fosc, donde se ocultaban muchos mágicos oscuros como tú. Te enseñaron a utilizar tu poder, y en un año más te hiciste un lugar en la ciudad. Un lugar prestigioso. Eran un gran alumno y tenías grandes planes. No ibas a someterte, como hacían ellos. En algún momento te nombraron su líder, te convertiste en Emperador, y la ciudad se transformó en el principio del Imperio. Empezasteis a buscar aliados, y así habéis seguido hasta ahora.
La curandera ladeó la cabeza, sin apartar la mirada de su anfitrión.
- Tu deseo no es el del poder. No eres ambicioso, y no quieres el trono del rey ni nada que se le parezca. - Dijo. - Sólo deseas convertir Mekira en un lugar mejor para los que son como tú, para los mágicos oscuros. Todos rechazan a los que tienen poderes como los vuestros: sólo quieres solucionar eso. Y estás dispuesto a lo que sea, cualquier cosa, con tal de conseguirlo. Si hace falta matar y torturar, lo harás. Si es necesario convertirse en rey
No dudarás ni un instante.
Elvos arrugó el ceño.
- Vaya. - Dijo tras unos momentos, confundido. - Pareces saber mucho.
- Lo suficiente. - Respondió ella.
- Y comprendes muy bien mi situación.
- La comprendo.
- ¿En serio? Entonces
¿Por qué rechazaste formar parte de esto?
- Porque está mal.
- ¿Qué quieres decir?
- Que te comprenda no significa que comparta tu punto de vista. Yo no siento ningún rechazo hacia los mágicos oscuros, al contrario. La mayoría de vosotros sois víctimas. No habéis hecho nada malo, y aún así se os castiga con este poder corrupto. No obstante
Hacer daño, arrebatar la vida, usurpar el poder
Este no es el camino.
- Oh, típico de un curandero. ¿Y cuál es el camino?
Serai se encogió de hombros.
- Tal vez no lo haya.

Rilran y Giyn estaban en presencia de los miembros de más alto rango de los Salvadores. Uno era un hechicero, vestido con esa túnica pesada y molesta, con el cuello hasta la nariz y la capa imposible; otro era un mentalista, muy anciano y de aspecto frágil; había también una elemental aérea, vestida con su ligero traje vaporoso, y una curandera.
Rilran y Giyn no eran miembros importantes como ellos, pero había algo que los hacía necesarios en aquella situación: eran los más cercanos a Serai.
- Bien, ultimemos los datos. - Pidió el mentalista con su voz cascada y cansada.
Giyn se puso en pie.
- Tenemos bajo nuestro mando a cinco mágicos elementales terrestres. - Expuso. - Ellos se encargarán, desde una distancia prudencial, de ensanchar la entrada e impedir que nuestros enemigos la cierren.
- ¿Habrá suficiente? - Preguntó la elemental aérea, ladeando la cabeza.
- Si complementamos todas las otras defensas, sí, habrá suficiente. Al menos para poder sacar a Serai de allí.
- ¿De qué otras fuerzas disponemos?
- La jauría wargo del rey Suksh han aceptado ayudarnos. - Dijo Rilran, levantándose. - Ellos se ocuparán de los canes, y entretendrán al Cerbero, si sale, tanto como puedan.
- Tenemos a dos docenas de curanderos en la retaguardia para que sanen a los heridos que haya en batalla. - Siguió Giyn. - Los aprendices de magia no entrarán en combate; por el contrario, tenemos a doce brujos, cinco magos y dos hechiceros.
- También contamos con seis invocadores, contando a Giyn. - Continuó el zoodor.
- Con nosotros están algunos kirin muy poderosos: tenemos a Niv, kirin de alto nivel, elemento agua pero experta en nieve y hielo.
- Pero no rendirá todo lo que podría. - Comentó Rilran. - Su presencia baja la temperatura por sí sola, y por ser de un nivel tan alto, podría encerrar a los enemigos en bloques helados. No obstante
No está en un lugar lo suficientemente frío, y no mostraría todo su potencial.
- Otro kirin de nivel alto, Gaasd, del elemento tierra.
- Puede pulverizar el suelo y convertirlo en arena para crear arenas movedizas que se traguen a nuestros enemigos. Se mueve mejor en el desierto, pero no será mal aliado.
- Como último kirin destacable, aunque tenemos varios más de rangos inferiores, tenemos a Valiant.
- No es elemental. Es, como sabrán, un kirin divino, cuyo poder se basa en la luz. Será de gran ayuda, especialmente contra los mágicos oscuros.
Los demás asintieron.
- ¿Algo más? - Preguntó el hechicero.
- Sí. - Respondió Giyn. - Siete elementales acuáticos.
- ¿Y pirotécnicos?
- Sólo tenemos a Keyra.
Cayó el silencio durante algunos momentos.
- ¿Ella sabe cómo va el plan? - Preguntó el mentalista.
- No, señor. - Dijo Giyn.
- Mejor que siga así. No termino de comprender dónde se encuentran sus lealtades; estoy seguro de que, al igual que nos informa a nosotros de los movimientos de Elvos, les cuenta nuestros ataques y nuestras tácticas al Imperio. Será mejor que no sepa nada esta vez.
- Sí, señor.
- ¿Algo más que se deba destacar?
- Sí: tenemos a una ilusionista.
- ¿Ilusionista? - Preguntó la aérea, sorprendida. - ¿De los que pueden manipular la mente de la gente para hacerles ver cosas?
- Sí, señora. No ha terminado de desarrollar su poder, pero no es mala. Nuestro plan es que haga que el enemigo piense que somos más.
- Muy ingenioso.
- ¿Por qué hay tan poca gente para este ataque? - Dijo el hechicero.
Giyn se volvió hacia él. Hizo un repaso mental de todos los miembros de ese escuadrón.
Cinco terrestres, veinticuatro curanderos, doce brujos, cinco magos, dos hechiceros, seis invocadores con sus respectivos kirin, siete elementales acuáticos, una ilusionista y, por descontado, un zoodor con muy buenas influencias entre los animales. También Kero se uniría a ellos en cuanto llegaran, y tal vez llevara a algunos canes con él, pero era poco probable.
En total, sin contar kirin o criaturas animales, no eran ni ochenta personas contra toda una ciudad.
- Porque no podemos arriesgar todas las fuerzas de los Salvadores en este ataque. - Fue Rilran el que respondió, con cierta amargura. - Ya sabemos que ese lugar tiene algo que protege a los mágicos oscuros
o quizá algo que los nutre y los vuelve más poderosos. Sea como sea, sabemos que es su territorio, y no podemos ganar.
- Pero nuestra intención no es ganar. - Siguió Giyn. - Debemos recuperar a Serai.
- Se sincero, querido. - Pidió la curandera con su cándida voz. - ¿Hay posibilidades de dar con la chica y traerla de vuelta?
- Sí, señora.
- Pero muchos morirán, ¿verdad?
- Es probable. Hemos previsto que, como mínimo, la mitad de los humanos morirán.
- Por eso
- Dijo Rilran. -
no hemos hecho una llamada obligatoria. Hemos pedido voluntarios, y tenemos las fuerzas que ellos, aún sin saber lo que significa Serai para los Salvadores, nos han dado.
El mentalista se levantó con dificultad, apoyado en un largo bastón que necesitaba para caminar.
- Necesitamos a esa niña. - Sentenció. - Es una lástima que vayan a morir personas por liberarla, cuando al fin y al cabo esa pobre desgraciada no tiene nada contra los mágicos oscuros que la torturan
Pero, si no la recuperamos, nuestro plan no se llevará a cabo, y esto se convertirá en una guerra abierta que durará toda la eternidad. Haced lo que sea, pero, por los dioses, traed de vuelta a Serai.

Al fin la respiración de Serai se volvió regular y profunda, indicando que se había dormido. Elvos se sentó, con mucho cuidado de no despertarla, y sopló; las velas que había en el candelabro sobre la mesita de noche, al lado de la curandera, se encendieron sin hacer ruido, y el hombre pudo verla a la luz de las pequeñas llamas anaranjadas.
Allí estaba ella, dormida a su lado, con una expresión tan relajada,
como una niña. Se inclinó sobre Serai, apoyándose en un codo para no molestarla, y dulcemente le dio un beso en la frente. La joven se movió un poco, pero no despertó. Se quedó observándola largo rato.
Se dio cuenta de que adoraba su cabello, esa larga melena lisa y dócil, con el flequillo largo y partido que enmarcaba su rostro; tenía un mechón que cruzaba su frente y caía con suavidad por su cara. Pero también le gustaban sus ojos, azules y profundos como pozos, rasgados, de mirada calmada pero, de algún modo, alerta. Amaba su piel, tan fina, tan tersa y suave, blanca como la nieve.
Oh, había vuelto a hacerlo. Amaba, intimar. Eran cosas que nunca había dicho ni pensado, y ahí estaba ahora, mirando a una de sus prisioneras mientras dormía plácidamente, sorprendiéndose al pensar en sentimientos que nunca antes había experimentado.
Bueno, una vez. Pero fue hace mucho tiempo, en el principio de su adolescencia. Se enamoró, o eso creía, de una niña poco menor que él, dulce y cálida. Tal vez ni siquiera estuvo verdaderamente enamorado, sólo confundido por el torrente de amor y bondad que Ella dejaba caer sobre él. No recordaba su nombre ni su aspecto, al menos no de forma exacta, pero aún ahora, al acordarse de ella, algo cálido palpitaba en su corazón.
Y ahora Serai

Sería cruel decir que sentía lo que sentía por la curandera porque le recordaba a su amiga de la infancia. Era cierto que tenía un aire indefinido a Ella, tal vez sus ojos, o su cabello, no estaba seguro. Pero no, sus sentimientos no se basaban en eso. Era algo indescriptible, y que lo asustaba.
Se estaba dando cuenta de que, para su horror, se había enamorado. Y no de cualquier mujer, no, de una prisionera, de una maldita curandera que estaba contra su plan, y cuyo poder podría matarlo en cualquier momento.
Claro que Serai nunca lo atacaría. De haberlo querido, ya lo habría hecho: al fin y al cabo, hacía un buen rato le había quitado los brazaletes, y horas después seguía estando perfectamente.
Alguien llamó con suavidad a la puerta, muy flojo. Elvos titubeó, y finalmente susurró un apenas audible adelante. Keyra entró en la habitación; parecía azorada.
La pirotécnica se quedó un momento en al entrada. Miró a Serai, luego al Emperador y de nuevo a la joven; tal vez decidió no decir nada sobre la presencia de la curandera en aquella habitación, durmiendo como si estuviera en su cama, porque cerró tras ella y se acercó a Elvos.
- He venido tan rápido como he podido. - Dijo en un susurro.
- ¿Sí? - Hizo él, ladeando la cabeza.
- Me han descubierto. - Se arrodilló junto a su señor, con el miedo pintado en el rostro. - No me han dicho nada, pero está todo claro. Están planeando un ataque, estoy segura; mucha gente que se mueve, águilas y halcones hiendo de aquí para allá llevando cartas y mensajes
Pero nadie me dice nada. No, Keyra, todo está como siempre, ¿por qué lo preguntas? Sigo entre ellos, pero no

- Keyra.
- ¿S
sí?
- Tranquila.Keyra arrugó el ceño. Cuando lo miró con más atención, se dio cuenta de que había algo diferente. Tal vez fuera la luz, que venía únicamente del candelabro sobre la mesita y le daba a todo un aspecto un poco siniestro; quizá fuera su expresión relajada, sus ojos entrecerrados o aquella forma tan suave de posar la mano delicadamente sobre el vientre de Serai, que dormía, ajena a todo.
- Lo entiendo. - Dijo Elvos en voz baja. - Tarde o temprano tenía que pasar. No podías jugar a dos bandas para siempre.
La pirotécnica notó que toda su piel se erizaba.
- Nos has ayudado muchas veces, Keyra. Nos has contado cuándo, cómo y por dónde iban a atacar los Salvadores, y eso nos ha ayudado a proteger la ciudad y a su gente. Ahora ya intuyen que algo no anda bien, y es normal. Eres libre.
- ¿Qué
quieres decir?
- Que puedes elegir. No tienes por qué seguir como hasta ahora. Si es lo que quieres, puedes irte con los Salvadores definitivamente. Ya no les podrás servir como espía, claro, pero seguirás siendo su única pirotécnica.
Keyra se puso muy tensa. No pudo evitar levantarse de un salto y apartarse, asustada.
Lo sabía. Elvos lo sabía. Sabía que había estado informando a los Salvadores sobre la ciudad, sobre su gente, sus métodos. ¿Desde cuándo? ¿Y por qué no lo impidió? ¿Por qué la había dejado con vida? ¿Quizá porque le servía para conocer los ataques de los Salvadores? Entonces, ¿iba a matarla?
Pero entonces el Emperador sonrió. No fue una sonrisa sádica, arrogante o tenebrosa. Fue una sonrisa en cierto modo triste, cansada, pero amable.
- ¿Tienes miedo? - Preguntó en un susurro. - Supongo que es normal. Tengo muy mala fama. Sea como sea, ahora que están todas las cartas sobre la mesa, me gustaría hablar seriamente contigo. Siéntate. No te preocupes por Serai, duerme como un bebé.
Keyra titubeó. Estaba segura de que iba a matarla, y sólo estaba jugando con ella. No obstante, no tuvo fuerzas para oponerse, así que se sentó cerca de él, en la cama, con su poder preparado para defenderse. No sobreviviría, claro, pero no iba a rendirse sin pelear.
- ¿Qué te llevó a jugar a dos bandas? - Preguntó Elvos.
Habló sin reproche, sin desdén, sólo con curiosidad. No apartó la mano de Serai, que se movió un poco y siguió durmiendo.
- No lo sé. - Respondió la pirotécnica tras titubear. - Me
me uní a los Salvadores hace algunos años, porque
porque luchaban por el pueblo, no por el rey, ¿sabes? Ellos protegen a la gente, viven para ellos. No es como un ejército ni nada por el estilo. Patria o Rey son palabras con poco sentido para ellos; sólo significan algo en la medida que vaya bien a las personas, pero nada más. Sus motivos, sus acciones
Todo me parecía tan noble que no dudé un instante, y en cuanto me topé con un Salvador que buscaba nuevos miembros me uní de inmediato.
Dudó antes de seguir.
- Me
me gustaba, ¿sabes? Me enviaban de aquí para allá, persiguiendo a criminales, buscando a gente que quisiera formar parte, entrenando. Era
maravilloso. Pero entonces
- Boqueó un par de veces. - Entonces llegaste tú, o mejor dicho tus interceptores. Hacía ya un tiempo que se te oía nombrar, tú y tu ciudad subterránea, tus mágicos oscuros y tus marginados. Entonces me interceptaron, y me
me asusté. Mucho. Estaba sola y eran seis, tal vez siete hombres de aspecto siniestro. Me dieron la oportunidad
y no me atreví a rechazarla.
- Así que aceptaste por miedo.
- Sí. Pero

Titubeó otra vez. Nunca había hablado de esto con nadie, y hacerlo con el que en pocos minutos se convertiría en su ejecutor era
En fin
Confuso.
- Pero entonces llegué aquí. - Dijo al fin. - Los Salvadores, al ver mi tatuaje, y cuando les dije que había aceptado para ser espía
Bueno, pensaron que era una buena idea, y me dejaron estar. No obstante
Las cosas no salieron como pensaba. No sólo porque Alev llegó y me dijo que sabía que pertenecía a Salvadores, y que debía convertirme en vuestro espía, y tampoco porque tú decidieras enviar al foso a tu amante y encapricharte de mí

Elvos alzó una ceja, y Keyra pensó que se había pasado, pero no quiso retirar lo dicho. Tampoco hubiera podido.
-
Sino porque empecé a ver lo que se cocía aquí abajo. Vi que no erais sólo
nekros. No erais gente a quien odiar. Los mágicos oscuros
tenéis sentimientos. Me di cuenta al pasar la mayor parte del tiempo aquí, en la ciudad. Sentís dolor, amor, miedo
Y me di cuenta de que no había por qué odiaros, aunque vuestro poder no estuviera
completo. Y de pronto me vi avisándoos de los ataques de los Salvadores, no sólo porque mi condición de espía lo exigía, sino porque quería
quería convertir la Ninnpa Fosc en un lugar seguro para todas esas personas que, en el exterior, son rechazadas.
Negó con la cabeza, más confundida que nunca.
- Pero tampoco había dejado de creer en los ideales de los Salvadores. - Dijo. - Tampoco había olvidado la bondad, la lealtad y la justicia con la que ayudaban a la gente inocente. Por eso, yo
De pronto
Me encontré en los dos lados a la vez.
Suspiró y bajó la cabeza, dando a entender que su explicación había terminado. Sin querer, había ido hablando más alto cada vez, pero Serai seguía durmiendo.
Elvos asintió. Keyra vio por el rabillo del ojo que alzaba la mano hacia ella, y concentró la magia para protegerse con el fuego que llameaba en su sangre.
No obstante, el Emperador pareció pensárselo mejor, y bajó el brazo otra vez.
- Hace cinco años que fuiste interceptada. - Comentó. - ¿Verdad?
- S
sí. - Respondió la pirotécnica, sorprendida.
- Y dos que compartes cama conmigo de vez en cuando.
- S
sí, dos años.
Elvos se agachó y la miró desde abajo, con el ceño ligeramente arrugado.
- Llevas dos años muerta de miedo. - Dijo. - Pensando que en cualquier momento se me cruzarían los cables y te mandaría al foso porque me cansaría de ti. Keyra, no soy así.
- ¿Q
qué?
- A Erika
¿La recuerdas? Mi antigua amante. Acabó en el foso porque nos traicionó.
- ¿Eh?
La pirotécnica se irguió, sorprendida, y Elvos pudo hacer lo mismo para seguir mirándola a la cara. Parecía serio y muy seguro de lo que decía.
- Erika decidió un buen día que había estado siendo un juguete en mis manos, y se enfadó tanto que nos dio la espalda. - Explicó el Emperador. - Fue derechita a los Salvadores y les dijo que había una entrada a la ciudad que no eran las puertas negras, sino la salida de la cueva de Cerbero. El mentalista lo descubrió en seguida, y por eso fue condenada. No tuvo nada que ver con que me cansara o no de ella. - Se echó para atrás, con el ceño arrugado. - No te hubiera hecho nada si te hubieras negado a meterte en mi cama.
El silencio cayó en la habitación unos instantes. Keyra empezó a boquear, y al fin, muy bruscamente, se puso en pie, se alejó y se volvió.
- Vale, ¡vale! - Exclamó. - Me estás diciendo todo esto, genial, un poco tarde pero genial. Pero hace un minuto me has dicho
¿qué?
Elvos rodó la mirada y suspiró.
- Que puedes irte con los Salvadores si quieres. - Dijo.
- Bien, eso creía. Ahora me vas a decir qué has hecho con el Emperador Elvos, porque desde luego esto es algo que él no diría en la vida.
- Lo sé. - El hombre respiró profundamente y le echó una mirada de soslayo a Serai, que a pesar de todo seguía durmiendo como un tronco. - No pensaba condenarte de todos modos. Nos has servido bien, a pesar de estar con los dos lados, y no hubiera sido justo hacerte algo así.
- ¿Me estás hablando de justicia? ¿Tú?
- Así que la idea sería matarte de una forma rápida e indolora, para que no sufrieras.
- Oh, genial. ¿Y esa idea sigue en pie?
- No. - Fijó la mirada en la pirotécnica, que cada vez parecía más nerviosa y confusa. - Ni voy a matarte, ni voy a condenarte. Te doy a elegir. Para mañana tendrás que estar con nosotros o con ellos. Nadie se interpondrá en tu camino. Escoge lo que creas más correcto.
Keyra exhaló el aire, como si llevara mucho tiempo reteniéndolo. No pudo apartar su sorprendida mirada de Elvos, que suspiró otra vez y se volvió hacia Serai.
Estuvieron casi un minuto en silencio, hasta que él decidió actuar.
- ¿Hay algo más que quieras decirme? - Preguntó.
- N
Bueno, sí.
- Adelante.
- ¿Qué piensas hacer, Elvos?
Se miraron de nuevo. El Emperador acarició con suavidad el vientre de la curandera, que se movió, dio la vuelta, dándoles la espalda, pero no se despertó.
- ¿Vas a soltar a Serai? - Preguntó Keyra, sentándose de nuevo junto al hombre.
- No sé.
- ¿La vas a devolver al foso?
- No lo sé, Keyra.
- Elvos. - Por primera vez se atrevió a tocarlo sin temor, cogiéndole de la mano libre con suavidad.
Él movió la cabeza y arrugó el ceño, alzando las cejas. Parecía agotado.
- ¿Qué es? - Preguntó la mujer en voz baja. - ¿Qué hay con ella? ¿Por qué la tienes durmiendo en tu cama, si es una prisionera? ¿Por qué le has quitado los brazaletes, si es peligrosa?
- No lo sé.
- ¿Acaso te has enamorado de Serai?
-
Creo que sí.
Keyra comprendió entonces su situación. Había caído a los pies de Serai
una curandera, ni más ni menos, que se había negado a formar parte de su Imperio, y que probablemente no aceptaría nunca. No podía hacerle daño, la quería demasiado. No obstante, liberarla sería devolverla a los Salvadores, dejar que la recuperaran

- No sería tan grave soltarla, ¿verdad? - Dijo Elvos de pronto.
- ¿Qué quieres decir? ¡Pertenece a
!
- Sé muy bien a qué pertenece. No obstante
Es sólo una curandera. Muy poderosa, es verdad, pero nunca usaría su poder para herir a los mágicos oscuros, y su único uso en los Salvadores es el de sanar a los heridos.
- Eso
- Keyra titubeó. - No es del todo cierto.
De pronto, el hombre la penetró con la mirada. Por un instante volvió a ser el Emperador que hacía cualquier cosa con tal de cumplir sus sueños, siniestro y arrogante. Pero fue sólo un instante.
- Yo
ya sabes, no soy importante en el grupo. - Dijo la pirotécnica. - Soy sólo una más. Pero Giyn, Rilran, y los magnus
bueno, los miem

- Miembros de alto rango en los Salvadores. Lo sé.
-
Serai es importante para todos ellos. No digo que le tengan estima, o no sólo eso. Hay algo
un plan importante. No estoy segura, la mayor parte de los miembros no saben nada de esto. Yo lo oí de casualidad cuando Giyn y Rilran hablaban, hace ya tiempo. Al parecer hay un plan definitivo en el que Serai es una pieza clave, indispensable, pero que la pone en un peligro muy grave. No sé los detalles.
Elvos ladeó la cabeza, pensativo. Luego se levantó, con cuidado de no despertar a la curandera, y se asomó a la ventana en silencio.
- Me estás diciendo que una simple curandera es importante para un plan definitivo de los Salvadores. - Dijo, no como pregunta, sino como afirmación, para asegurarse de que había oído bien.
- Sí, eso es.
- Quizá debiste decirme esto un poco antes.
- No creí que tuviera mucha utilidad. Intenté informarme por mi cuenta, pero nadie me decía nada, como si el plan no existiera. En más de una ocasión pensé que me había equivocado, pero
no podía ser. Estoy segura de lo que oí, y de lo que significaba. No puedo decirte más.
- Ya.
Durante los siguientes minutos, nadie dijo nada. En una ocasión Serai dio la vuelta, y Keyra pudo ver su rostro dormido, tan relajada.
Entonces Elvos se volvió y las miró a las dos intensamente.
- No puedo devolverla al foso. - Dijo, resuelto. - No podría hacerle eso.
- ¿Vas a soltarla? - Preguntó la pirotécnica.
- No. Pertenece a Salvadores, y forma parte de un plan, como tú lo has llamado, definitivo. Si la libero
Podría ser peligroso, tanto para nosotros como para ella misma.
- ¿Entonces qué? ¿La convertirás en tu emperatriz?
Elvos dio un respingo y rió. No fue la risa burlona que solía tener, era dulce y agradable.
- No, no. - Respondió. - Serai jamás aceptaría algo así. No, la pondré al cuidado de alguien.
- ¿Al cuidado de alguien? ¿De quién?
- No sé, alguien de confianza. Todavía no lo he pensado.
- En Alev ni pienses, con lo cruzada que la tiene la matará y hará parecer que fue un accidente.
- Ya.
Empezó a dar vueltas por la habitación, pensativo. Keyra lo siguió con la mirada, sumida en sus propias deliberaciones. Una última mirada a Serai inclinó la balanza.
- Yo lo haré.
El Emperador se volvió hacia ella, ladeando la cabeza y arrugando el ceño.
- ¿Tú? - Preguntó. - ¿Pero no te ibas?
- Nunca dije que lo fuera a hacer. - Replicó la pirotécnica. - No lo sabía. Pero creo
Bueno, en los Salvadores no me tienen en muy alta estima, todos piensan que estoy con vosotros, y en cambio aquí
Personalmente me encuentro bastante bien. Y pienso que me necesitáis
Me necesitas para cuidar de Serai.
- ¿Tú
lucharías contra los Salvadores? ¿Contra todos esos ideales que te llevaron a ellos al principio?
- No exactamente. Lucho por la justicia, la bondad y la lealtad. ¿No es lo justo luchar por aquellos que son marginados sin motivo? ¿No es acaso un buen motivo proteger a todas esas mujeres y niños que buscan un lugar en el mundo? ¿No es leal permanecer al lado de mis amigos y compañeros, aquellos que me han aceptado más incluso que los propios Salvadores?
El Emperador estrechó la mirada
y sonrió. Fue una sonrisa dulce, amable y encantadora, llena de agradecimiento y afecto.
- Gracias, Keyra.


Era el momento.
Los ochenta hombres y mujeres, acompañados por wargo y algunos otros animales aliados con Rilran, se acercaban a la Ninnpa Fosc con la misión de liberar a Serai, la curandera vital.
Era un ataque suicida, y lo sabían. Pero no les importaba. Por la gloria y el honor de morir en combate, por la lealtad a un compañero y amigo, por la fascinación hacia los curanderos, sólo porque la vida no tenía valor
Por un motivo u otro, los Salvadores se dirigían en tropel hacia la ciudad subterránea, preparados para morir.

Keyra le prestó un vestido negro y gris, la túnica típica de la ciudad. Todavía no había acabado de entender lo que ocurría, y se sentía desconcertada: era como si hubiera aceptado formar parte del Imperio
pero no lo había hecho, nunca lo haría, y Elvos lo sabía. ¿Por qué, entonces, no la devolvía al foso?
¿Por qué la dejó dormir en su habitación? ¿Por qué, al despertar, estaba a su lado, abrazándola, dándole calor? ¿Por qué le dijo con una sonrisa que acompañara a Keyra? ¿Por qué ahora la vestían con las ropas de la Ninnpa Fosc?
Demasiados interrogantes sin respuesta.
- Te queda bien. - Comentó la pirotécnica, evaluándola. - Es un poco grande para ti, sobretodo de
- Hizo un gesto circular sobre el pecho, dudando. - Bueno, un poco grande. Pero mientras encuentro algo de tu talla, mi túnica te servirá. Ahora debemos buscar un apartamento para las dos, y luego te enseñaré la ciudad, ¿vale?
- Keyra, ¿qué pasa aquí? - Preguntó Serai, mirándola con el ceño levemente arrugado.
No obstante, en ese momento la puerta de la habitación de Keyra se abrió sin previo aviso. Elvos pareció titubear un momento, y finalmente entró. La curandera se volvió completamente hacia él, quien la observó atentamente de arriba abajo.
- Te queda bien. - Dijo el hombre, asintiendo con la cabeza. - Aunque te va un poco grande, sobretodo de pecho. Da igual, pronto encontraremos algo de tu talla. ¿Keyra te ha dicho algo?
- No. - Respondió la joven, alzando una ceja.
- Mejor, yo lo haré. Sigues prisionera, Serai, porque bajo ningún concepto podemos liberarte. No obstante, en lugar de cumplir condena en el foso permanecerás bajo la custodia de Keyra, que vigilará que no te escapes ni hagas ninguna tontería. ¿Lo has entendido?
- No.
Elvos se sorprendió.
- ¿Qué parte no entendiste?
- El por qué de todo esto.
El hombre respiró profundamente. Keyra, por un instante, pensó que iba a ser sincero y le iba a decir a Serai todo lo que sentía en realidad.
No obstante, el Emperador avanzó, cogió a la curandera del cuello de la túnica y la atrajo hacia sí.
- No me busques los dientes. - Murmuró, amenazador.
Luego la soltó y se fue.
Serai se volvió inmediatamente hacia la pirotécnica.
- ¿Por qué lo hace? - Preguntó.
- No puedo contestarte. - Dijo Keyra, encogiéndose de hombros. - Sólo deberías estar agradecida de tener una posición tan privilegiada.
- Tú también, supongo.
- ¿Yo? No, ahora soy definitivamente una más en este lugar. Antes era la amante del Emperador, pero ahora

- ¿Ya no?
- ¿Contigo de por medio? No.
Estaba en su habitación, leyendo una enciclopedia sobre kirin mientras Keyra le enseñaba la ciudad a Serai, con la intención de mostrarle que no era tan malo.
Alguien llamó a la puerta, y entró sin esperar respuesta. Alev le dirigió a Elvos una mirada extraña, brillante, mezcla de arrepentimiento y compasión.
- ¿Qué pasa? - Preguntó el Emperador, cerrando el pesado volumen con suavidad.
- Tengo que hablar contigo. - Respondió el guerrero, cerrando la puerta tras él. - De amigo a amigo, ¿entiendes?
- Claro, siéntate.
Alev asintió con la cabeza y se sentó en la cama. Elvos, al verlo muy nervioso, optó por acercarse y sentarse a su lado.
- Verás, yo
mandé investigar a Serai.
- ¿Que hiciste qué?
- Después de hablar contigo sobre ella y la manía que le tengo a esa
esa curandera, envié a uno de mis hombres a informarse sobre ella. Qué tipo de persona es, de qué se encarga en Salvadores, de dónde salió, quiénes son sus padres.
Elvos movió levemente la cabeza.
- ¿Y bien? - Preguntó. - Desde luego, no me lo dirías si no hubieras descubierto algo interesante.
- Irónico, diría yo. - Respondió Alev.
- Cuéntame.
- Nació en la capital de Mekira. Sus padres no tenían nada de especial; ella era curandera, él un psíquico de poca monda. Sea como fuere, desde su nacimiento supieron que había algo raro en ella, algo especial. Había sido un parto difícil, la madre estaba a punto de morir
y entonces, mágicamente se curó. Su hija la sanó.
- ¿Serai? ¿Recién nacida?
- Increíble, ¿verdad? Cuando cumplió los tres años sus padres descubrieron que su poder, un poder estremecedoramente grande, no se desarrollaba bien en la ciudad. Creyeron que crecería mejor en el campo, y cuando Serai tuvo seis años se mudaron lejos. Muy lejos.
- ¿Adónde?
Alev le dirigió otra mirada extraña, cargada de significado.
- A una aldea perdida entre el pueblo de Esmet y el río de Zare.
Elvos abrió mucho los ojos.

/////////////////////////////
Se encuentra junto a un árbol, en las afueras. Desde allí, en lo alto de la colina, puede ver la pequeña aldea sin que nadie vea de él más que una silueta difusa en la sombra, y lo prefiere así.
Tiene siete años. Su madre murió cuando nació, todos dicen que por su culpa, su padre casi nunca está en casa, y cuando está ni lo mira, no tiene amigos y todos lo desprecian.
Pero está acostumbrado. Sabe que nunca
nadie le querrá.
De pronto llega alguien hasta la colina. Elvos la mira un instante; es una niña pequeña, con el pelo recogido en dos adorables moños negros, los ojos azules y redondos y un cuerpo excepcionalmente delgado para su edad.
Piensa que se echará a llorar como la mayoría de las niñas, o que le tirará piedras y le insultará como los niños, así que le da la espalda para no mirarla a la cara.
La chiquilla se acerca.
- ¡Hola! - Saluda alegremente, con cierta curiosidad, inclinándose tras él. - ¿Cómo te llamas?
Él titubea y se vuelve hacia ella, confundido. La mira a los ojos, y, sin querer, responde.
- Elvos.
- ¿Elvos? ¡Qué nombre más raro! Encantada, yo soy Serai.
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Keyra guió de la mano a Serai hasta la habitación de Elvos. El Emperador las había mandado llamar; el hombre que las fue a avisar dijo que parecía muy nervioso.
Así que se dieron prisa, y cuando llegaron entraron sin llamar. El hombre esperaba junto a la ventana, y cuando se volvió hacia ellas les dirigió una mirada extraña, brillante de desesperado enfado. Señaló la cama con un gesto brusco; Serai se encaminó hacia allí.
- Keyra, puedes irte. - Dijo, muy seco.
- ¿Se
seguro?
- Largo.
Titubeó, pero finalmente se fue. Estaba segura de que no el haría daño a la curandera, así que no había peligro.
La joven se sentó en la cama y esperó a que Elvos dejara de mirarla y hablara. El hombre se acercó a ella, se inclinó sobre la curandera, apoyando las manos en la madera que sostenía el dosel ligero y rojizo.
- Lo sabías, ¿verdad? - Dijo con amargura. - Siempre lo supiste. Por eso conocías tan bien mi infancia. Sabías muy bien que tú y yo

Tras unos instantes de duda, Serai asintió. Entonces Elvos agachó al cabeza, derrotado.
Aquello era demasiado irreal para ser verdad.
- ¿Por qué? - Murmuró unos momentos después. - ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué hiciste como si fuéramos completos desconocidos? Cuando te hablé
de ti, te hablé de ti y no dijiste nada
Y tú hablaste de mí, cuando dijiste que
que una vez heriste a alguien aunque pretendías sanar. Y no me di cuenta. Pero qué ciego he sido. ¿Por qué no me lo dijiste, Serai?
- ¿Para qué? - Respondió la joven. - ¿Qué hubiera significado eso?
- ¿¡Qué hubiera significado?!
Elvos se agachó, soltando la madera para apoyarse en el colchón y mirarla a la cara, lanzándole una mirada desesperada cargada de arrepentimiento, culpabilidad, dolor y angustia.
- ¡Hubiera significado que nunca, jamás habría dejado que te pasara todo esto! - Gritó, fuera de sí. - ¡Nunca habría dejado que Alev te pusiera la mano encima, no te habría expuesto a los canes, no te habría dejado en el foso, ¡por los dioses, no habría intentado violarte!!
- ¿Por qué?
El hombre se quedó helado. Por un momento, su mente es quedó en blanco. Era el momento perfecto para decirle lo que sentía, lo que siempre había sentido, lo que sintió en su infancia
En definitiva, lo mucho que la amaba.
No obstante, boqueó, sin palabras, y no supo qué decir.
Lentamente, terminó sentándose en el suelo, entre las piernas de la curandera, y apoyó la cabeza en la rodilla de Serai, con el ceño arrugado y la mirada perdida.
Pasaron varios minutos así. De pronto, no obstante, se irguió y la miró intensamente.
- ¿Serás sincera conmigo ahora, Serai? - Pidió, en un tono dulce y amable cargado de amor.
- Claro, siempre lo soy. - Respondió ella.
- ¿Por qué te auto-castigas?
Silencio.
- Serai, sé que tiene que ver conmigo. Tienes que decírmelo. Por favor.
Lentamente, la curandera alzó las piernas para ponerlas sobre la cama y acurrucarse, abrazándose las rodillas con suavidad, apoyando en ellas la barbilla. Arrugó el ceño, con la mirada perdida y una extraña expresión en el rostro, mezcla de enfado, decepción y tristeza.
- Todo es culpa mía. - Dijo en voz baja.
- ¿Qué?
- Si sólo hubiera sido un poco más fuerte aquella vez

no te habrías ido, no habrías llegado aquí y no habría empezado el Imperio. Pero fui débil, débil y cobarde, y te traicioné y

- ¿Pero qué demonios estás diciendo?
Serai alzó la mirada hacia él con aspecto desvalido.
Aquello era ilógico, imposible. Ella
¡ella se había estado culpando! ¿Pero cuál pudo ser su error? ¡Fue él quien usó el poder, aunque fuera inconscientemente, quien la hirió! ¡Fue él el que traicionó su confianza hiriéndola con ese poder corrupto!
Sintió ganas de llorar y de reír. No hizo ninguna de las dos cosas, sino que respiró profundamente, se levantó y se arrodilló frente a ella, sobre la cama. Tendió los brazos hacia Serai, la rodeó con ellos, la abrazó, apretándola contra su pecho.
- No digas bobadas. - Dijo. - Tú no tuviste la culpa. Fui yo, usé el poder contra ti

- Tú sólo querías curarme

- Pero sabía que te haría daño, lo sabía y aún así

- No fue conscientemente

- Debí haberlo evitado, tendría que haber controlado

- ¡Elvos, no!
De pronto, la curandera se zafó de él, retrocediendo, y le lanzó una mirada herida y húmeda. Por un momento pareció una niña asustada y arrepentida, y el hombre se sintió aún más culpable.
- No lo entiendes. - Dijo Serai. - No puedes entenderlo.
- ¡Claro que no lo entiendo! - Replicó él. - ¿Cómo voy a entender que sientas este remordimiento cuando fuiste la víctima de un poder corrupto?
- ¡No, no es eso, no sólo es eso! ¡Me quedé paralizada, Elvos, paralizada de puro terror! ¿Puedes creerlo? ¡Sabía que nunca, nunca me harías daño adrede, siempre supe que podría pasar, que no te darías cuenta, y estaba preparada para hacértelo saber, para sobreponerme al dolor y
! Pero
cuando llegó el momento
¿Sabes?
No pude hacerlo. ¡No pude hacerlo! Me quedé ahí, parada, sin hacer nada, sin
sin poder hacer nada.
Calló. Elvos dudó, pero cuando fue a decir algo, acercarse a ella, Serai se movió bruscamente, extendiendo los brazos y mostrándole los brazaletes que seguía llevando sobre sus muñecas.
- ¿Sabes lo que se siente? - Preguntó en tono apremiante.
- N
no. - Respondió él, titubeando. - Bueno, no lo he sentido, pero lo sé.
- Pues la angustia de que tu poder esté estancado, inútil, no es nada, ¡nada!, en comparación con lo que sentí aquella vez.
El hombre retrocedió con un respingo, sintiéndose herido. No quería saber lo que le había hecho sentir, no quería seguir recordando aquel momento de su vida.
Pero Serai siguió hablando.
- No se trata del dolor. Dolía, ¡claro que dolía!, y sabes muy bien cómo, al fin y al cabo una vez te lo hice sentir, ¿no es cierto? No, lo que me paralizó no fue eso, no sentí miedo por algo así, estaba preparada, estaba lista para enfrentarme
Fue otra cosa. Cuando llegó el momento, Elvos, sentí tu poder dentro de mí, sentí algo oscuro que se filtraba en mi interior y pretendía
- En ese punto se le quebró la voz, y sus ojos se llenaron de lágrimas agónicas. -
unirse a mi propio poder. No puedes entenderlo, no comprendes lo que sentí, es peor, muchísimo peor que estas malditas pulseras, peor que lo que pasaría si tratara de quitármelas. Mi poder iba a corromperse, se estaba corrompiendo, y la sola idea me hizo sentir un pánico tan atroz que no pude moverme, no pude impedirlo, evitarlo, pararte, sabía que tenía que detenerte porque no querías hacerme daño pero no pude hacerlo, tenía miedo, y no podía pensar en ti, en que lo hacías intentando curarme, sólo pude pensar en mí, en mi poder, tan puro e inmaculado, siendo corrompido por el poder de un mágico oscuro. ¿Lo entiendes ahora? ¿¡Puedes entenderlo?! ¡Claro que no! ¡No puedes comprender cuán culpable me siento!
Y se deshizo en lágrimas.
Elvos se quedó parado, petrificado. Por primera vez estaba viendo a Serai, su Serai, tan calmada, tan entera, llorando desesperadamente por los fantasmas del pasado. Durante unos segundos no recordó cómo se hacía para moverse, y sólo pudo seguir mirando a la curandera mientras lloraba amargamente.
Luego recuperó la movilidad y se acercó a ella, la rodeó con los brazos y la apoyó en su pecho.
- Tu
poder
¿puede corromperse? - Preguntó, dudando.
- No lo sé
¡Maldita sea, no lo sé! ¡Pero fue lo que sentí, y lo lamento, lo siento
!
- Ssshhhh
No es culpa tuya. Sólo
tuviste miedo
es normal.
- ¡No, no es normal, no es normal! ¡No lo entiendes, no puedes entenderlo
! - Serai se aferró a él, apretándose contra su pecho, llorando como nunca había llorado. - Ojalá hubiera sido más valiente
Ojalá no hubiera tenido tanto miedo
Ojalá
Oh, desearía haber podido avisarte
Decirte lo que estabas haciendo
Ojalá
Ojalá

Las palabras se perdieron en su llanto, cada vez más callado, cada vez más amargo. Elvos no supo qué debía hacer, así que, impotente, se limitó a abrazar a la curandera, acariciándole la melena negra con dulzura, con suavidad, deseando poder hacer algo más por aliviar su dolor.
Instintivamente apartó las manos, aunque Serai no se movió. Pensar en aliviar el dolor de otra persona podía significar que, inconscientemente, usara su poder para intentarlo. No quería torturar a la joven por tercera vez.
No obstante, en apenas unos segundos se encontraba de nuevo rodeándola con sus brazos, meciéndola en su abrazo. El llanto fue remitiendo, desapareciendo, hasta que sólo quedaron unos pocos estremecimientos y una respiración agitada.
Pero no hubo tiempo de seguir hablando.
La puerta se abrió bruscamente. Elvos se volvió hacia ella, y se encontró con la mirada fiera de Alev; conocía aquella mirada: la que advertía del peligro.
El guerrero los miró a los dos un momento, y una chispa de celos se encendió en sus ojos. No obstante, decidió dejar el tema par a otro momento.
- Elvos, tenemos problemas. - Dijo, hablando muy deprisa.
- ¿Qué pasa? - Preguntó el Emperador, soltando a Serai, aún a su pesar, y poniéndose en pie.
- Los Salvadores nos atacan. Es un suicidio, pero aquí están.
- ¿Tan pronto?
- Están atacando por la entrada de Cerbero. Los canes no los tocan, y Zezile no entiende por qué.
- ¿Y Cerbero?
- No le han hecho daño. Han entrado y están liberando a los prisioneros, pero
- Desvió la mirada hacia la curandera, aunque fue sólo un instante. - Como sea, tenemos que hacerlos retroceder. Sin Cerbero y sus canes, sólo nos quedan nuestras propias fuerzas.
Elvos asintió. Decidió que más tarde se preguntaría por qué demonios el perro de tres cabezas había decidido no seguir protegiendo la Ninnpa Fosc.
Se volvió hacia Serai.
- Quédate aquí, aún tenemos que hablar. - Dijo, resuelto. - ¡Keyra!
La pirotécnica entró en la habitación, visiblemente nerviosa.
- Quédate con ella. - Ordenó.
- ¿Qué? - Hizo la mujer, sorprendida. - ¿No quieres que
luche?
- No. Quédate, vigila que no se escape ni nada por el estilo. Probablemente vienen a por ella.
Elvos y Alev se fueron rápidamente. Serai saltó de la cama y corrió a asomarse por la ventana; ni medio minuto después vio a los dos hombres corriendo por la pasarela; al fondo del túnel se veía movimiento, sombras, siluetas difusas peleando, algún destello de armas o poder, rugidos, gruñidos,

Junto al trono se estaban reuniendo unos pocos canes.
- Keyra, ¿puedes decirle algo a Elvos? - Preguntó, sin mirarla.
La pirotécnica arrugó el ceño y se acercó.
- C
claro. - Respondió, sin comprender.
- Dile que he estado, estoy y siempre estaré de su lado. - Dijo la curandera. - Pero no con esto. Este
no es el camino. Si no encuentra una forma mejor de solucionar esto, una forma que no sea la guerra
me estará matando.
Y, sin avisar, Serai se tiró por la ventana.
- ¡¡¡SERAI!!!

Un can gimoteó cuando la curandera cayó sobre ellos.
- Lo siento, lo siento
- Susurró la joven, levantándose rápidamente.
Kero se apresuró a alzarse sobre sus patas traseras, apoyar las delanteras en su pecho y lamerle el rostro con ansia.
- Ya, ya, no hay tiempo. - Murmuró Serai. - Vamos.
Echó a correr, acompañada de los canes. La guiaban hacia el fondo del túnel, con aparente intención de protegerla del peligro. Cómo lo había hecho Kero para convencer a los demás de que hicieran algo así era un verdadero misterio.
Pero Serai giró y se encaramó a una de las barandillas.
- ¡Deprisa! - Gritó.
Tendió las manos hacia abajo. Mila y Sasha la miraron, sorprendidas, pero no dudaron en aceptar su ayuda.
- ¿Qué está pasando? - Preguntó la de pelo azul. - ¡Todos corren hacia el fondo!
- Los Salvadores han venido. - Respondió Serai. - ¡Todos! - Llamó la atención de los prisioneros más cercanos. - ¡Los Salvadores están aquí! ¡Pongámoslo fácil y salgamos!
- Pero
- Murmuró un chico de aspecto desvalido. - Los brazaletes

- Ya nos ocuparemos de eso. ¿Queréis quedaros y morir? ¡Bien, hacedlo! Los que deseéis vivir, ¡salid de este maldito foso!
Pero no había tiempo que perder. Ahora que había encendido la chispa de la revuelta entre los presos, debía irse cuanto antes. Muchos saldrían vivos de allí, y quizá no quedaría nadie en los fosos cuando todo terminara.
Echó a correr, cogiendo a Sasha y Mila de la mano, protegida por los canes y Kero.
Cuando llegó al fondo del túnel se encontró con la batalla. Mágicos oscuros y otros marginados y criminales peleando contra otros mágicos, los Salvadores, que iban acompañados por algunos fobos y wargo, criaturas magníficas pero que, en esta ocasión, parecían frustrados.
No podían enfrentarse a los canes, sus Némesis.
El Cerbero al fondo, observando en silencio, rodeado por algunos de sus hijos. Y cerca del perro de tres cabezas estaba Elvos, usando su poder contra los enemigos que caían.
De pronto oyó un rápido galope, un brazo rodeó su cintura, y se vio montada a lomos de Feb, apretada contra el pecho de Giyn.
- ¡Corre, a la salida! - Ordenó el invocador.
- ¡No! - Exclamó Serai. - ¡Espera, Sasha y Mila
!
- ¡Ya nos ocuparemos de eso, tienes que salir de aquí!
Se rindió. Sabía que tenía razón.
Mientras Feb galopaba hacia la salida, la mirada de la curandera se topó con la de un hombre vestido de negro y gris, el llamado Emperador, el líder del Imperio, que, sorprendido, la vio marchar abrazada a otro hombre.
La Batalla en las Puertas Negras parecía ya un evento lejano, aunque habían pasado apenas un par de meses. No obstante, había mucho que hacer, demasiado.
Por un lado, los Salvadores se encargaron de vestir, alimentar y curar a todos los prisioneros vivos que salieron de la Ninnpa Fosc, y luego les ayudaron a volver a sus casas, con sus familias.
Por otro, siguieron con sus actividades de siempre, predicando sobre la bondad, el valor, la honestidad y la lealtad, y luchando contra los interceptores del Imperio, que estaban más activos que nunca.
También había una muy buena noticia: el rey le dio le visto bueno a Salvadores, convirtiéndolo en una organización oficial que no tenía que rendir explicaciones al monarca ni al reino, sólo a la gente, al pueblo, a los inocentes.
Se estaba construyendo una sede oficial cerca de la capital; tenían previsto que fuera un complejo de edificios de entrenamiento y consulta, con sus apartamentos, bibliotecas y pistas, lugares donde aprender a usar las distintas habilidades.
Pero, por ahora, sólo estaba el edificio central, circular y rojo con una cúpula terminada en punta como techo. Allí iban aquellos que querían entrar a formar parte de los Salvadores; por supuesto, debían pasar por el examen del magnus Janowar, el mentalista, que decidía si eran fieles a la causa o, por el contrario, estaban allí por gloria, fama o traición. En muchas ocasiones se les daba una oportunidad, pero estaban muy vigilados.
Y aquí venía la nueva tarea de Salvadores: enseñar a sus nuevos miembros. Los curanderos les mostraban los secretos de la sanación a los jóvenes, los invocadores les mostraban los lugares donde los kirin solían estar, los zoodor les enseñaban a ejercitar su sentido de la Emisión-Recepción,

Sasha y Mila fueron de las primeras en entrar a formar parte de los Salvadores. Rápidamente, la joven de cabello azul hizo muy buenas migas con Giyn, que parecía impresionado por la cantidad de kirin que había tenido con ella a pesar de su corta edad; le regaló un nuevo anillo y la llevó a buscar otros espíritus que compensaran la falta de los antiguos. Muchos de los prisioneros entraron en la organización en cuanto se recuperaron de sus heridas y el cansancio.
No obstante, había un grave problema: no habían encontrado el modo de deshacerse de los brazaletes. Había alquimistas, hechiceros, curanderos e incluso psíquicos trabajando en ello.
Los primeros intentaban tratar con Natura para hacer un Intercambio Equivalente que deshiciera esas pulseras a cambio de cualquier cosa
Pero no había resultado, como si no se pudiera hacer.
Los segundos usaban poderosos hechizos y conjuros de rechazo y de contra-sellos, sin conseguir nada.
Los terceros se basaron en la idea de que, si su poder era mortal para los mágicos oscuros, y los brazaletes tenían el mismo poder corrupto que éstos, deberían morir cuando se les sanaba. No obstante, no lograron quitarlos, aunque muchos parecieron a punto de conseguirlo.
Los psíquicos, por su lado, basaban su poder en la capacidad de mover objetos. Si se hacía con precisión, esperaban abrir los cierres el tiempo suficiente como para que los brazaletes pudieran caer. Pero parecía que no había cierres.
Los antiguos prisioneros no sintieron amargura, sin embargo. Sabían que Salvadores daba lo mejor de sí, y siguieron luchando contra esos sellos con fuerza y valentía, con fe inquebrantable.
El tiempo pasó, los días, las semanas y los meses, y dejaron que la Batalla en las Puertas Negras quedara aparentemente en un pasado lejano.
Pero era sólo en apariencia, y todos lo sabían. Sólo esperaban que las cosas se calmaran, que todo volviera a una normalidad relativa, recuperar fuerzas. Y, cuando los magnus creyeron que era el momento, mandaron llamar a Serai.
La curandera llegó a lo que había sido la sede central de Salvadores, bajo aquella destartalada cabaña. Los nuevos miembros no sabían que aquel era el lugar donde los magnus se reunían normalmente, y se había acordado que sería, de ahora en adelante, el punto de encuentro para tratar los temas más especiales.
Serai entró sin prisas. Giyn y Feb la acompañaban; no la habían dejado sola desde que lograron rescatarla de la Ninnpa Fosc. En cuanto a Rilran
Lo cierto es que no se habían visto. Ella no lo sabía, pero él estuvo a punto de ir a hablar con ella; no obstante, la oyó hablar con Giyn, diciendo que sin duda seguiría adelante con el plan, y eso le hizo cambiar de idea.
Janowar el mentalista, Dalia la aérea, Mina la curandera y Damodar el hechicero estaban allí, sentados alrededor de la mesa.
- Bienvenida, querida. - Saludó Mina con una de sus cálidas sonrisas.
Serai respondió con una inclinación de cabeza, pero no sonrió. Nunca lo hacía; ninguna de las personas de aquella habitación sabía cómo era su sonrisa.
- Por favor, sentaos. - Pidió Dalia.
La joven curandera fue consciente de la mirada inquisitiva de Janowar; aunque se suponía que los cuatro tenían el mismo rango, era el mentalista el más importante de todos, ya que era el que tenía una sensibilidad más escasa: leer la mente de los demás con el contacto visual, comprender sus sentimientos y motivaciones.
Así que, por indicación de este, se sentó a su lado. Giyn, que no estaba dispuesto a separarse de Serai, la siguió y quedó de pie junto a ella, a menos de un paso; Feb se quedó a una distancia prudencial, junto a la salida.
- Bien, Serai. - Dijo Damodar en ese tono duro e inflexible que tenía al hablar. - Hace ya dos meses que fuiste rescatada de la ciudad subterránea. Las cosas han vuelto a la normalidad, y ya es hora de que hables con nosotros.
- Ya lo hago. - Respondió la joven, ladeando la cabeza.
Golpeó con fuerza la mesa, arrancándole un suspiro exasperado a Mina.
- No te hagas la tonta. - Exigió el hechicero, con el cuello de la túnica cubriéndole la boca y la nariz. - Estabas mejor alimentada que el resto de prisioneros, por no hablar de que vestías una túnica de la ciudad. Además, Sasha y Mila nos han dicho que había algo entre tú y Elvos

- No quisieron dar detalles, por supuesto. - Comentó Dalia, conciliadora.
- Te hemos dado este tiempo de descanso, pero ya va siendo hora de que nos expliques exactamente qué ocurrió.
Serai cerró los ojos un momento, volvió a abrirlos, y toda su respuesta fue alzar una ceja. Damodar volvió a golpear la mesa con un puño; sus ojos castaños chispearon de impaciencia.
- ¡Si no es por las buenas, será por las malas! - Exclamó. - ¡O hablas por tu cuenta o Janowar te
!
- Silencio, Damodar. - Interrumpió el mentalista.
Y calló.
- Ven, querida, dame la mano. - Pidió Janowar con suavidad.
Serai obedeció, y dejó que las manos arrugadas y frágiles del anciano tomaran la suya, muy dulcemente, con cuidado. Se miraron a los ojos; la curandera estaba preparada para resistir cualquier tipo de tanteo mental, de modo que si él trataba de leer sus pensamientos apenas alcanzaría los más superficiales.
Si no se esforzaba, claro.
No obstante, no llegó ningún tanteo.
- No desconfiamos de ti, Serai. - Dijo Janowar.
- ¡Eso nunca! - Coincidió Mina, horrorizada ante la idea.
- Si no quieres contarnos qué pasó, o qué ocurrió entre tú y Elvos
Lo comprendemos. Sabemos que no nos volverás la espalda, por nada ni nadie. Pero
¿puedes responder a nuestras preguntas?
- Puedo intentarlo. - Respondió Serai con cautela.
- Bien, querida. ¿Elvos
sabe que os conocisteis?
- Sí.
- ¿Te sacó del foso por ello?
- Eso creo, sí.
- ¿Te haría daño?
- No voluntariamente.
Janowar asintió, sabiendo que decía la verdad. Serai nunca, bajo ningún concepto, mentía. Y eso era un punto a su favor: lo hacía todo más fácil.
- Mira, querida, vamos a darte una última oportunidad. - Dijo, con seriedad. - Dale la opción a Elvos. Si se niega
El plan tirará adelante.
- Me pregunto
- Comentó ella suavemente. - Por qué hacéis lo imposible por evitar el plan. Fue idea vuestra.
- Sí. - Janowar titubeó.
- Eres nuestra mejor carta. - Dijo Damodar. - No obstante, si se pueden evitar sacrificios innecesarios

- ¿Y si no se puede? - Preguntó Serai, ladeando la cabeza. - ¿Y si Elvos no acepta el ultimátum?
- Entonces los dioses acogerán tu alma en su seno, donde el dolor y la tristeza no existirán para ti.
La curandera suspiró.
- Así que
ese es mi destino.


Zezile se mordió el labio inferior, esperando que Elvos actuara primero. El hombre siguió con la vista fija en Kero, que se erguía con la seguridad de que no podían hacerle daño: formaba parte de la camada de Cerbero, y Cerbero no consentiría que nadie hiriera a uno de sus retoños.
- Con que
- Dijo el Emperador al fin, con la voz cansada y apagada. -
viene hacia aquí.
- Eso ha dicho el can. - Respondió Zezile. - Sólo si estás dispuesto a escuchar lo que tenga que decir, claro, y si prometes su seguridad. Si sufre algún daño
Cerbero ha dicho que se volverá contra nosotros. Los amigos de Kero son sus protegidos, también, o eso ha acabado pensando.
Silencio.
- ¿Qué
responde, señor Elvos? - Preguntó la zoodor, no muy convencida de tener que hablar.
Tras unos momentos, el Emperador asintió con la cabeza.
- Que venga. - Susurró. - Escucharé lo que tenga que decir.
Dio media vuelta y abandonó la cueva de Cerbero.
Al atardecer de aquel mismo día, dos personas y un fobos detuvieron su marcha frente a las mismísimas Puertas Negras de la Ninnpa Fosc, altas como robles y fuertes como rocas; hacía rato que los vigías los observaban desde las sombras, pero habían recibido órdenes explícitas de no interceptarlos.
Aguardaron allí, a sabiendas de que alguien saldría de un momento a otro. Y, en efecto, a los pocos minutos las Puertas se abrieron, apenas lo suficiente para que pasaran; una mujer de cabello rojizo y ojos azules salió para recibirles. Vestía el traje típico de las pirotécnicas, rojo con adornos en forma de llamas, con la falda larga y pegada a las piernas y el top poco más grande que un sostén.
Miró a Giyn, angustiada, y se volvió hacia Serai. Titubeó un poco ante la mirada desagradable del invocador.
- Me
me alegro de verte. - Dijo al fin, forzando una sonrisa.
- Y yo, Keyra. - Respondió la curandera.
Tras dudar, la pirotécnica se atrevió a alzar los brazos y rodear con ellos a la joven vestida de blanco, que se dejó abrazar y, tras unos momentos, la correspondió.
- Veo que estás mejor. - Comentó Keyra con una risilla nerviosa.
- Sí, lo estoy.
- Dejémonos de sentimentalismos. - Interrumpió Giyn, arisco. - Llévanos ante tu señor de una vez.
La pirotécnica sufrió un estremecimiento. Lentamente se apartó de Serai y, forzándose otra vez a sonreír, asintió con la cabeza.
- Por supuesto. - Dijo. - Seguidme, por favor.
Dio media vuelta y echó a caminar. La curandera la siguió sin parecer en absoluto nerviosa o afligida por encontrarse en aquel lugar de tortura; fue el invocador el que, por el contrario, pareció no muy convencido de querer estar allí. Feb los siguió a ambos, fiel hasta el final.
Caminaron por un túnel oscuro durante un rato, en un silencio sólo roto por sus pasos tranquilos. Luego giraron a la izquierda, y se encontraron en la plataforma.
A los lados, los fosos, a pesar de estar casi vacíos, exhibían nuevas víctimas. Giyn se estremeció al ver a aquellos prisioneros, aquellos pobres desgraciados, malheridos, mal nutridos, desnudos y a punto de desfallecer. Uno de ellos tuvo fuerzas para alzar la cabeza y mirar a los recién llegados.
Sus ojos dorados se abrieron como platos, y se abalanzó contra la barandilla, incapaz de escalarla pero tendiendo un brazo hacia ellos.
- ¡Serai! - Gritó con las energías que le quedaban. - ¡Serai, curandera
! ¡Sácame de aquí, te lo ruego, sácanos de este infierno!
- Lo haré. - Susurró ella al pasar junto a él, en voz apenas audible pero dirigiéndole una mirada llena de compasión. - Te juro que lo haré.
Algunas cabezas asomaron por las ventanas de las galerías, curiosas, pero se ocultaban al reconocer a Serai, la curandera que había huido de la Ninnpa Fosc con los Salvadores y la mayor parte de los prisioneros.
Llegaron al trono. La joven se permitió observarlo un momento antes de cruzar una de las entradas, y casi pudo ver sentado allí al Emperador Elvos, con gesto aburrido, mientras miraba sin mucho interés a los nuevos prisioneros.
Keyra los guió en silencio hasta una sala pequeña con estanterías, lámparas y una mesa rodeada de sillas; no había ventanas.
- Esperad aquí. - Pidió. - Elvos vendrá en seguida.
Y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
- Esa maldita traidora
- Masculló Giyn en cuanto se quedaron a solas.
- Déjala. - Dijo Serai, en un tono que no iba ni a la petición ni a la orden. - Hizo lo que creyó conveniente.
- ¿Apoyar a ese bast
? Lo siento.
- No lo sientas.
- Es que no puedo contenerme. Ese
nekro
no sólo te abandonó de niña y formó toda esta locura, sino que luego te torturó, te
¡te violó, maldita sea!
La curandera se volvió bruscamente hacia él, con una mirada extraña. No le había dicho a nadie lo ocurrido allí, excepto a Sasha y Mila, a quien se lo confesó en cuanto estuvo a su lado.
Pero no habían sido ellas, estaba segura.
- No pensarás que soy ciego, ¿verdad? - Preguntó el invocador, acusador. - Algo ha cambiado en ti. Ya no eres virgen. Y la única forma en que te dieras a ese monstruo es

- No me ha violado, Giyn. Cálmate. No traté de resistirme.
- Pero tampoco consentiste.
-
No, no lo hice.
- Entonces te forzó a hacerlo. Sigue siendo un maldito nekro que merece la peor de las muertes.
Serai pensó rápidamente en una respuesta
pero con la misma rapidez suavizó su mirada y mostró una de esas escasas medias sonrisas que, en cierto modo, eran más tétricas que dulces.
- ¿Sabes? - Dijo. - Eres un buen chico, bastante pacífico, y encantador. Pero
cuando se trata de tus seres queridos
Te vuelves una fiera. Y eso no está bien. Templa tu ánimo, Giyn: es la mejor forma de vivir.
- ¿Cómo tú? - Preguntó él. - ¿Aparentemente insensible, como si nada te
importara?
No hubo tiempo de responder, aunque tampoco existía una respuesta. En ese momento, la puerta volvió a abrirse, y un hombre vestido de negro y gris entró en la habitación.
Elvos miró a sus invitados largamente, en silencio. Pasó su mirada fría por Feb, casi sin verle, por Giyn, que arrugó la nariz como única muestra de odio, y finalmente por Serai. Ella lo sostuvo durante largos segundos, impasible, calmada como siempre.
- Bien. - Dijo el Emperador al fin. - Sentaos.
El invocador y la curandera obedecieron, él con recelo, ella con tranquilidad. Feb se quedó en pie tras ellos, y Elvos se sentó al otro lado de la mesa.
- Kero dijo que teníais algo que hablar conmigo. ¿De qué se trata?
- Salvadores me envía como embajadora y mensajera. - Explicó Serai. - Los magnus concluyeron que era la más apropiada, pensando que no me harías daño.
- ¿Eso crees?
- Bueno, antes de mirarte a la cara sí. Ahora ya no sé qué pensar.
Elvos alzó una ceja al oírla; por supuesto que no le haría daño, ni ahora ni nunca, aunque quisiera, pero es que estaba tan enfadado
¡Ella se fue sin decir nada, como si todo lo que había ocurrido fuera sólo una distracción para mantenerse con vida!
- De todos modos tenemos un seguro. - Interrumpió Giyn con aires de importancia. - Kero pertenece a la camada de vuestro Cerbero, y Serai es íntima de Kero, de modo que vuestro querido perro de tres cabezas no dejará que le hagáis daño.
- Oh, ¿en serio? - Preguntó el Emperador, permitiéndose una sonrisa arrogante. - Deja que comente algo, ¿quieres? Como tú bien has dicho, Kero ha encontrado un Cerbero que lo acepta en su camada, y ya tiene un hogar y una familia. Esto quiere decir
¿realmente sigue siendo íntima, ahora que ya no
? - Se volvió hacia Serai. - ¿
te necesita?
Notó que la curandera se tensaba, pero su expresión no varió ni un ápice. Estaba acostumbrándose a aquella impasibilidad que la caracterizaba.
Fue Giyn el que se puso en pie, dispuesto a discutir, y fue Serai la que lo cogió del brazo y tiró hasta sentarlo de nuevo. Elvos se sorprendió de que, a pesar de su delgadez, tuviera la fuerza para sentar a un hombre como aquel.
- Bueno, los mensajeros tienen siempre un mensaje. - Comentó. - ¿Cuál es el vuestro?
La joven movió la cabeza para poner bien su melena negra.
- Ríndete, Elvos. No puedes ganar esta guerra. Nadie puede. Te damos una última oportunidad, un ultimátum. Disuelve el Imperio, entrégate junto a tus más allegados, y los demás no sufrirán ningún daño.
El Emperador ladeó la cabeza, estrechando la mirada. Durante unos momentos parecía que meditaba la respuesta a aquella propuesta; luego se puso en pie, se inclinó por encima de la mesa para estar más cerca de Serai, y finalmente habló:
- ¿De verdad esperabas que
aceptara?
Se citaron para al cabo de dos semanas, en terreno neutral: un valle que había en las montañas Taro, lo suficientemente grande como para albergar a dos grandes ejércitos. Los canes no irían, y por tanto los wargo tampoco; por lo demás, cada bando era libre de traer tantas fuerzas como las que pudiera disponer para la batalla. Sería al amanecer, sin trampas ni malas jugadas: iban a luchar limpiamente.
- Bien. - Dijo el Emperador. - Si no hay nada más que hablar sobre el tema
Marchaos.
- Vaya, cuánta hospitalidad. - Se burló Giyn.
- ¿Hospitalidad? No tengo por qué mostrar hospitalidad con unos infieles como vosotros.
El invocador arrugó la nariz. Se levantó bruscamente, inclinándose por encima de la mesa.
- ¡Nekro del
!
Se oyó un fuerte golpe, y al instante siguiente Giyn estaba gimiendo, con las manos en la cabeza y sentado de nuevo. Serai soltó un soplido, aunque su expresión no había cambiado en ningún momento, y volvió a atarse el bastón a la espalda, donde solía estar.
- ¡Dioses! - Se quejó Giyn en cuanto pudo articular palabra, con los ojos llenos de lágrimas de dolor. - ¡Será jodida la curandera! ¿¡Y ahora por qué me das semejante bastonazo?!
- Vámonos. - Dijo ella, sin hacerle caso, mientras caminaba hacia la salida.
Él la miró un momento, enfadado.
- Te odio. - Sentenció, mirándose las manos para comprobar que no había sangre.
Serai se volvió hacia él, clavó su mirada azul en él
y luego mostró una de esas extrañas medias sonrisas, estremecedoras.
- Mentira.
Feb hizo un ruido extraño mientras subía y bajaba la cabeza. Era su forma de reír. Elvos dio un respingo al oírlo; se había quedado paralizado al ver a Serai, una curandera, usar la fuerza física contra otro ser vivo. Era
en fin, inaudito.
Se esforzó por despejarse, y los guió hasta las puertas negras. Por el camino, otros prisioneros alzaron sus manos hacia la joven y rogaron por su salvación; esta vez, no obstante, ella no respondió a sus súplicas.
Las Puertas Negras se abrieron para dejar salir a los invitados. Giyn y Feb salieron, y Serai iba a hacerlo

Pero entonces algo pareció asustarla, porque retrocedió hasta chocar con Elvos, que, inconscientemente, la cogió por los hombros para que no cayera.
- ¿Qué pasa? - Preguntó, tratando de imprimirle a su voz algo de desprecio o burla, aunque no pudo tapar del todo la preocupación.
El invocador chasqueó la lengua y miró al cielo. Estaba enrojecido; ya caía la noche, y el sol debía estar casi puesto al otro lado de las montañas.
- Es el crepúsculo. - Explicó de mala gana. - Serai le tiene una especie de fobia.
Elvos alzó una ceja, se apartó de la curandera y la observó. Vio su rostro crispado en una mueca extraña, de odio y a la vez de anhelo, de temor, su mirada dirigida hacia el cielo de fuego, todo su cuerpo en tensión.
- Pues quédate.
Inmediatamente se preguntó por qué había dicho eso.
- Sólo esta noche, claro.
Idiota, idiota, idiota

- Por la mañana ya podrás volver adonde quiera que vayas.
¿Qué clase de necio le decía a la chica que lo había abandonado
que se quedara a dormir en su casa porque tiene fobia a los crepúsculos?
Serai ladeó lentamente la cabeza, sin despegar la mirada del exterior, y al fin asintió con la cabeza, nerviosa.
- ¿Estás segura? - Preguntó Giyn. - Podemos esperar a que se haga de noche y

- Es peligroso viajar de noche. - Interrumpió Elvos. - Sobretodo para una chica.
- No para una curandera, imbécil. Ni tampoco para ella, precisamente. Además, estamos Feb y yo para protegerla.
- Uy sí, los bandidos temblarán sólo de veros.
- Callaos los dos. - Soltó Serai.
Ambos la miraron. No era normal en ella hablar en ese tono, autoritario y nervioso. Debía de ser una fobia muy fuerte. ¿Pero a qué clase de persona le daban miedo los crepúsculos?
- Giyn, vuelve a casa. - Ordenó. - Yo me quedaré aquí con Feb hasta mañana; entonces nos reuniremos con vosotros.
-
Vale. - Aceptó él. - Pero ten cuidado.
- Lo tendré.

Cuando el invocador desapareció al otro lado de las Puertas Negras, Elvos se sintió súbitamente impotente, sin saber qué hacer o decir. Serai se volvió hacia él; todo rastro de miedo o nerviosismo había desaparecido de su rostro: volvía a ser la de siempre.
El Emperador suspiró.
- Bueno. - Dijo. - Aquí estás otra vez.
- Sí. - Respondió ella.
- Creo recordar que Keyra ya te enseñó la ciudad.
- Bastante bien, sí.
- Entonces no me queda mucho por hacer. ¿Te apetece pasear?
Volvió a llamarse imbécil mentalmente. ¿Cómo era posible que en esos momentos hubiera perdido todo su placaje, toda su arrogancia, para convertirse en
?
¡Dioses, parecía un quinceañero enamorado!
Serai asintió con la cabeza. Elvos agradeció que ella fuera tan
¿comprensiva? ¿Discreta? ¿Indiferente? Daba igual. Echó a caminar, y la curandera lo siguió. Feb titubeó, pero finalmente optó por irse con Kero y sus nuevos hermanos: su joven amiga no sería herida por ese hombre.
Y, mientras andaba de vuelta a las galerías, preguntándose qué demonios iba a hacer, el Emperador se acordó de algo.
- Oye, ¿te parece si te presento a mi familia? - Titubeó. - No mi familia biológica, claro, al fin y al cabo ellos

- Tranquilízate, Elvos. - Pidió Serai. - Sé mejor que tú dónde y cómo está tu familia.
Elvos dudó, sorprendido.
- ¿Ah, sí? - Preguntó, sin saber si quería saberlo.
- Ajá.
Con mucha suavidad, la curandera puso una mano bajo la capa del Emperador, posándola sobre la base de la espalda; él no pudo evitar estremecerse. Esas manos podrían matarlo en cualquier momento, libres de cualquier joya que sellara su poder, y aún así deseaba que lo tocaran.
- Tus abuelos maternos, a los que no llegaste a conocer, murieron poco después de tu nacimiento, al parecer demasiado destrozados por la marcha de su hija mayor. - Explicó, mirándolo fijamente. - En cuanto a los paternos, fallecieron hará un par de años. Tu padre aún vive
- Elvos sufrió otro escalofrío. -
pero no sé dónde está; lo último que supe es que, poco después de tu desaparición, él cambió de país. No tienes más familia directa a excepción de una tía, hermana de tu madre.
- No sabía que mi
madre
tenía hermanas.
- Sólo una. Era una mujer un poco especial, vivía la vida al máximo sin importarle nada, pero hace un tiempo sentó la cabeza y decidió cuidar de lo que quedaba de su familia.
- ¿Ah, sí?
- Sí. Descubrió dónde estaba su único sobrino y decidió tenerlo vigilado. Ahora vive en algún lugar de esta ciudad.
Elvos dio un respingo y se volvió hacia Serai. Su mirada mostraba una reencontrada ansia por saber más de su familia biológica, un imperioso deseo por saber dónde, exactamente, estaba esa tía suya.
No obstante, la curandera ladeó la cabeza y eludió el tema.
- ¿No decías que me ibas a presentar a alguien?

La primera visita era en una de las plantas más bajas de la galería derecha, una habitación bastante pequeña. No había gran cosa, sólo un armario, una estantería casi vacía y una cama.
Sobre la cama, sentada, había una anciana de aspecto centenario, muy arrugada, de mirada vidriosa y expresión demente.
- Hola, abuela. - Saludó Elvos al entrar, muy dulcemente.
- El fin
- Musitó la mujer, alzando las manos hacia él.
El Emperador trató de sonreír y las tomó entre las suyas, con dulzura.
- No hagas mucho caso de lo que diga. - Le pidió a Serai, que aguardaba en la puerta, sin saber si entrar o no. - En sus tiempos fue una gran vidente, ¿sabes? Conocía el destino más probable de todas las cosas, e incluso algunos más improbables. Pero, como todos los buenos videntes, terminó loca.
- Es el precio a pagar por la videncia. - Respondió la curandera. - O eso dicen.
- Sí, eso dicen. Ahora dice cosas sin sentido
al menos para nosotros. Tal vez sean visiones, quizá sólo delirios. No podemos saberlo.
- Es una pena.
- El fin está cerca
- Murmuró la anciana, mirando con desesperación a Elvos, como si pretendiera hacerse entender. - Todo terminará pronto, la Luz llenará nuestros corazones, y ya no habrá dolor

Serai sufrió una especie de espasmo, pero el Emperador no lo vio.
- Calma, abuela. - Pidió el hombre. - Deberías descansar.
- La Luz, hijo mío, la Luz
- Musitaba ella mientras Elvos la tendía de nuevo en su lecho. - Cuando la Luz llegue, entonces todo
todo habrá pasado, el dolor, la tristeza, la desesperación, sólo la bondad y la paz quedarán para apaciguarnos
Pero
- Entonces, la anciana empezó a llorar. - Desgracia, pobre criatura, el sacrificio innecesario de una guerra que no es suya, oh, pobrecilla

- Duérmete, abuela.
Elvos besó la frente de la mujer con dulzura, y luego salió tras Serai, cerrando la habitación de nuevo.
La joven curandera tenía una expresión grave.
- ¿Qué pasa? - Preguntó, confundido. - ¿Te ha asustado lo que ha dicho?
- ¿Asustarme? - Repitió ella. - No. ¿A quién más voy a conocer?

La siguiente parada fue unos pisos más arriba, en la galería izquierda. Era una habitación algo más grande que la de la anciana, con más cosas pero decoración pobre. Había un hombre mayor sentado junto a una mesa pequeña y redonda; era casi calvo, y sólo unos pocos pelos blancos caían por encima de sus orejas y su nuca; tenía una mirada pétrea, dura, a pesar de su aspecto frágil. A Serai le recordó a Damodar por su expresión dura, pero sin duda aquel no era un hechicero.
Intuía que era algo peor.
- Abuelo, esta es Serai. - Presentó Elvos.
- La chica. - Dijo el anciano con voz cascada y despectiva. - No creí que llegaras tan lejos con una estúpida curandera.
El Emperador rodó la mirada.
- Serai, este es mi
abuelo, el mentalista de la ciudad.
Mentalista.
Instintivamente la joven dio un paso atrás, pero topó con la puerta que acababa de cerrar. Sus ojos se cruzaron con los del hombre, y él le dirigió una mirada que parecía querer tantearla.
Pero su mente no se vio invadida.
- Así que tienes miedo de mis habilidades, ¿eh? - Preguntó. - ¿Algo que ocultar?
Serai no respondió, pero tampoco hacía falta.
- Temes que descubra qué es eso del plan definitivo de los Salvadores. - Sonrió el anciano, burlón. - No te preocupes, sea cual sea no es suficiente para vencernos. Con Elvos a nuestro lado, nada puede con nosotros. Yo me dedico sólo a encontrar la semilla de la traición en nuestros fieles, no a desentrañar estrategias ajenas; eso se lo dejo a Alev. ¡Y tú! - Se volvió bruscamente hacia Elvos. - ¿Cómo puedes dejar que lleve su bastón? ¡Es un arma en potencia! ¡Podría usarlo contra ti! ¡En realidad, toda ella es peligrosa!
- Y tú eres un paranoico. - Replicó el Emperador. - Los curanderos no usan su poder para herir.
- ¡Ella no es una curandera corriente!
Elvos arrugó el ceño, y al mismo tiempo Serai se apretó más contra la puerta, como queriéndose fundir con ella. No obstante, él negó con la cabeza, suspirando.
- Cena pronto y vete a dormir, estás muy raro hoy. - Recomendó. - Vamos, Serai.
Y salieron de la habitación.
En anciano se quedó allí, mirando a la puerta nuevamente cerrada, y respiró hondo.
Lo había notado de inmediato. Aún sin tocar la mente de esa chica, lo supo; no era normal. Ella era

No podía ser, ¿verdad? Aquello era sólo
un mito. Un cuento. La Gran Guerra Mundial no terminó gracias a eso.
¿Verdad?

Caminaron en silencio por los pasillos. Aquella expresión grave que había marcado el rostro de Serai fue desapareciendo, y unos minutos después, cuando llegaron a otro piso de la galería, ya pasado el ocaso, volvía a estar normal.
- Dime una cosa. - Dijo Elvos.
- ¿Qué?
- ¿A qué vino eso de darle un bastonazo a tu compañero?
La curandera rodó la mirada al recordarlo.
- Giyn es un buen chico. - Explicó. - Es mono, simpático, agradable, es caballeroso y encantador

Por algún motivo, esas palabras lograron que el Emperador se pusiera celoso.
-
Pero tiene un grave problema, y es que es bastante intolerante. - Siguió ella. - No me refiero a que sea como la mayoría y odie todo lo que es diferente a él. Eso es de locos. Odia a los mágicos oscuros y casi todo lo que tenga que ver con ellos; acepta a Kero y Feb porque saben que están de mi lado, que si no
Bueno, no es culpa suya, al fin y al cabo lo educaron así. Pero es que cuando se pone de esta manera, que si los nekros, que si los mágicos oscuros y que si porras en vinagre
¡Me hierve la sangre!
- ¿Pero por qué? Quiero decir, ¡eres curandera! Deberías estar de acuerdo con él, al fin y al cabo tú

Enmudeció ante la mirada de Serai, tan fría y herida, como si acabara de darle una puñalada por la espalda.
- Muy bonito. - Dijo. - Yo haciendo lo imposible por borrar del mapa esos absurdos tópicos de los mágicos oscuros son malos y los curanderos son la encarnación de la pureza, y vas tú y

Entonces soltó un bufido de frustración y le dio la espalda.
Elvos se sintió enternecido. De algún modo sabía
o quería creer
Que toda esa lucha por la igualdad, por el respeto hacia los mágicos oscuros
que todo era por él, por ayudarle. Por darle un camino distinto a la guerra.
Típico de los curanderos, tan pacíficos.
Se acercó, con cautela, y le rodeó la cintura con los brazos, suavemente. Serai lo dejó de hacer, sin moverse, sin volverse hacia él, sin mirarlo.
- Yo también lucho contra esos tópicos. - Susurró el hombre, hablando a su oído. - Pero, al contrario que tú, no escojo la palabrería. Eso no sirve de nada.
- La guerra sólo consigue más guerra. La palabrería, bien usada, puede hacer entrar en razón a las criaturas inteligentes.
Elvos rodó la mirada y acarició el vientre de la joven.
- Lo que tú digas, curandera. No discutamos esto.
Lentamente, Serai se volvió entre sus brazos y lo miró a los ojos. Estuvieron un rato así, sólo mirándose, sin decir nada, sin moverse. Entonces él avanzó, queriendo besarla, deseándolo de corazón, probar sus dulces labios,

Pero dudó en el último momento, y se detuvo.
Repentinamente la soltó y le dio la espalda.
- Te llevaré a una habitación. - Dijo muy rápido, como si tuviera prisa. - Le diré a alguien que te suba algo de cenar, y podrás descansar.
Empezó a caminar, pero se detuvo cuando notó que Serai le tiraba de la capa. No se volvió a mirarla, pero aún así ella se acercó, muy lento, le rodeó con sus brazos y se apretó contra su espalda, con dulzura pero firmeza.
- La verdad
- Murmuró de forma apenas audible, pero con un tono sensual y estremecedor. -
es que preferiría pasar esta noche
contigo.


Elvos no pudo dormir aquella noche. Se quedó largas horas en vela, mirando el rostro tranquilo de Serai, que estaba vestida sólo con un camisón pálido y vaporoso que había sacado de una bolsa que Feb llevaba sobre su lomo. Su melena negra se desparramaba por la almohada, y su piel, pálida como la luna, parecía brillar a la suave luz del candelabro.
Se empezó a hacer muchas preguntas.
¿Por qué no podía decirle lo que sentía? ¿Por qué no podía besarla? ¿Por qué no estaban en el mismo bando, si pensaban igual? ¿Por qué no podían llegar a un acuerdo?
¿Por qué, por qué, por qué?
¿Qué era el plan definitivo de Salvadores? ¿Qué era ella en ese plan?
¿Y por qué Serai no se lo decía? ¿Y qué sentía hacia él? ¿Lo odiaba, lo amaba, sencillamente lo quería como al amigo que fue? ¿O acaso ni siquiera ocupaba un lugar relevante en su corazón? ¿Qué significaban esas miradas vacías, esas súbitas caricias, esa pasividad?
Durante la noche, en muchas ocasiones dejó caer la cabeza sobre el pecho de Serai, con cuidado pero derrotado. Había demasiadas preguntas sin respuesta. Debía formularlas, pero
¿podría hacerlo? ¿Sería capaz de mirarla a la cara y preguntarle cualquiera de esas cosas?
Cuando el sol ya había salido fuera de la ciudad, por encima de las montañas, Serai abrió los ojos como si no hubiera estado dormida. Se volvió de inmediato hacia Elvos, que la miraba, y ninguno de los dos dijo nada en los siguientes segundos.
- Buenos días. - Saludó él al fin. - Duermes como un bebé.
- Eso dicen.
La curandera se desperezó disimuladamente y se levantó de la cama.
La noche había pasado. Era el momento de que cada uno volviera a su camino, con su gente. Por más que les doliera, debían separarse, otra vez y para siempre.
Y la próxima vez que se vieran, probablemente serían enemigos.

Las Puertas Negras se abrieron de nuevo. En el último momento, Elvos no pudo soportarlo; cogió a Serai por el brazo, tiró de ella y la abrazó, apretándola muy fuerte contra su pecho. La joven lo correspondió rodeando su cintura con delicadeza, con dulzura.
- Quédate conmigo. - Suplicó el Emperador con la voz ahogada.
- No puedo. - Respondió la curandera en voz baja.
- ¿Por qué? ¿En qué bando estás? ¡No lo entiendo, Serai! Estás aquí como en tu casa, crees en nuestra causa, sabes que tenemos razón, y aún así
¿De qué lado estás?
- Del lado de la vida.
Lentamente, Elvos la soltó para mirarla a los ojos. Los suyos palpitaban, al borde de la histeria. No quería dejarla marchar, y sin embargo debía hacerlo.
Fue a decir algo, pero Serai le puso un dedo en los labios para acallarlo.
- La Luz del Crepúsculo. - Susurró.
Se apartó unos pasos.
- Búscalo en tus libros.
Luego dio media vuelta y, seguida de cerca por su fiel fobos, se fue.
- Recuerda. - Dijo Janowar cuando el sol empezaba a despuntar. - Quédate atrás.
- Sí, con los curanderos. - Respondió Serai. - Lo sé.
- No, más aún. No podemos permitirnos ni el más mínimo fallo. Quédate conmigo hasta que llegue el momento.
- Debes guardar fuerzas. - Dijo Damodar. - Eres nuestra pieza clave.
- ¿Y si no sale bien? - Preguntó la joven curandera. - ¿Y si no traen todas las fuerzas del Imperio, de qué servirá
esto?
- Sabe que es la batalla final. - Comentó el mentalista. - Sabe que aquí se dará el todo por el todo. No creo que deje gran cosa en la ciudad.

Rilran y Giyn se miraron fijamente durante varios segundos.
- ¿Te vas? - Preguntó el invocador.
- No puedo hacer nada en esta lucha. - Respondió el otro. - La tarea de los zoodor es traer a criaturas aliadas, y es lo que he hecho; ahora no puedo hacer más.
- ¿Ni siquiera vas a pasar a verla? Rilran
¡Va a morir!
El zoodor se volvió bruscamente, cerrando los ojos. No respondió.

No comprendía.
Elvos, sentado cerca del valle, mirando como el cielo pasaba del azul al naranja, seguía dándole vueltas. Había buscado en los libros, pero no tenía nada que hiciera referencia a la Luz del Crepúsculo.
Y, no obstante, había algo en sus recuerdos. Todavía no se acordaba, pero esa luz, si es que lo era, aparecía en su pasado.
Habían pasado dos semanas desde que empezó a buscar. No había descubierto su significado, pero ya era tarde: la batalla final estaba a la vuelta de la esquina.
Dejó el tema a un lado y empezó a hacer memoria de las fuerzas que había traído. Por recomendación de Alev había dejado a algunos mágicos oscuros en la ciudad, aquellos que estaban enfermos, discapacitados o ancianos, para proteger la Ninnpa Fosc en caso de que los Salvadores, en el hipotético caso de que vencieran, quisieran borrarla del mapa.
El resto de mágicos oscuros, también algunos invocadores, guerreros,
Todos los demás habitantes de la ciudad que estaban capacitados para luchar, a excepción de los niños y algunas mujeres, estaban allí.
Se oyó el sonido de un cuerno al otro lado del valle. Era la llamada de Salvadores, que indicaba que estaban allí, listos para luchar y morir en combate.
Se permitió una sonrisa.
Iban a morir, sin duda. Aquel atajo de infieles no podía hacer nada contra ellos, porque la verdad, el dolor y la desesperación estaban con de su lado.
Nunca debieron desafiar a las fuerzas del Imperio.

Damodar y Dalia se lanzaron miradas significativas antes de volverse hacia el enemigo. Estaban más avanzados que su ejército, para hacer de portavoces, y hablarían también en nombre de Janowar, que era demasiado frágil para una batalla de tal magnitud, y Mina, que, dado que era una curandera, estaba en la retaguardia, preparada para curar a los heridos.
Dos hombres se acercaron. Uno era Elvos; no lo habían visto nunca, pero su túnica oscura y su capa negra delataba su condición de mágico oscuro, ¿y qué otro iría a hablar con los magnus? El otro hombre
bueno, parecía un guerrero, con su armadura y su cuerpo robusto.
Damodar hizo una mueca de disgusto. Un guerrero, ni más ni menos. Eran criaturas escasas, ya fuera porque realmente nacían pocas, ya fuera porque se ocultaban. El caso es que desde tiempos inmemoriales los guerreros y los mágicos se habían llevado mal, sin motivo, sólo un odio irracional.
Algo como lo que había entre mágicos y mágicos oscuros.
Elvos y su compañero llegaron hasta ellos, quedándose a un par de metros de distancia. Los cuatro se miraron intensamente durante unos instantes, midiéndose.
- Es cierto lo que dicen. - Comentó Dalia, con la cabeza bien alzada. - El tan nombrado Emperador es
un crío.
- Y vosotros sois sólo cuatro vejestorios. - Interrumpió el otro hombre de malos modos.
- Dalia, si no me equivoco. - Respondió Elvos fríamente. - Y tú debes ser Damodar, el hechicero. Imagino que la curandera Mina se habrá quedado en la retaguardia, y vuestro mentalista
¿Janowar?
permanecerá alejado de batalla.
- No eres estúpido del todo, por lo que veo. - Comentó Damodar, con desdén. - Pero sí algo duro de mollera. De no ser así, habrías aceptado la oportunidad que te dimos por el bien de tu gente.
- ¿El bien de mi gente? ¿Me dirás que te importa el bien de mi gente, que no son otros que mágicos oscuros?
- No estamos aquí para discutir. - Interrumpió Dalia, dando un paso al frente, haciendo ondear su vestido vaporoso. - Te damos una última oportunidad: entrégate junto a tus más allegados, y tu gente no sufrirá ningún daño. Tampoco atacaremos la Ninnpa Fosc, si eso es lo que te preocupa.
El compañero del Emperador soltó una breve carcajada y se cruzó de brazos en actitud chulesca. Elvos ladeó la cabeza, se inclinó hacia ellos y dijo:
- No.
La elemental aérea cerró los ojos. Había tenido la esperanza de que aquellas dos semanas hubieran sido suficientes para hacer que ese estúpido pensara en lo que debía hacer.
- Todo está dicho, entonces. - Sentenció Damodar. - Que los dioses se apiaden de tu pútrida alma, nekro. - Arrugó el ceño, mostrando una fiera mirada por encima del cuello de su túnica. - Morirás de los primeros para que Su poder no te alcance.
Sin darle tiempo a preguntar de qué poder hablaba, el hechicero y la elemental dieron media vuelta y se alejaron. Elvos y su compañero volvieron con su bando, se pusieron en primera fila y giraron otra vez hacia el enemigo.
El ejército de Salvadores era inmenso; probablemente habían usado todas las fuerzas que tenían. Pero el suyo también era un gran ejército.

Ambos bandos se miraron desde una distancia prudencial, midiéndose el uno al otro.
En Salvadores, la fe inquebrantable de la lealtad y la bondad mantenía firmes a sus hombres; muchos sabían que iban a morir, pero no les importaba si con sus vidas contribuían a la victoria. Pero había otros, tres, tal vez cuatro, o incluso cinco, que tenían claro que muy pocos iban a fallecer en aquella lucha; y todos ellos, sin excepción, lamentaban que las cosas no pudieran suceder de otra manera.
En el ejército del Imperio, la fe se basaba más en la desesperación y el rencor. Estaban dispuestos a lo que fuera. No tenían escudos mágicos como sus enemigos, pero tenían fuerza, capacidad de hacer tanto daño que sus víctimas no podrían levantarse del suelo. No había miedo en los seguidores del Emperador, sólo la seguridad de la victoria. Pero la mente de Elvos, dividida entre la batalla y sus recuerdos, empezaba a intuir algo, apenas un atisbo.
No obstante, no se acordó a tiempo de qué era. Si lo hubiera hecho
Las cosas hubieran sido distintas para todos.
Ambos bandos alzaron sus banderas e hicieron sonar sus cuernos. Instantes después, como si hubieran dado una señal, cada uno se lanzó contra el otro.
Los ejércitos chocaron.
En primera fila, Salvadores disponía de poderosas criaturas convocadas por los zoodor, también de brujos y magos que empezaron a lanzar hechizos en cuanto tuvieron al enemigo a tiro, psíquicos que hacían volar por los aires a sus rivales y un par de ilusionistas que hacían creer que era un ejército mucho mayor de lo que en realidad era. En segundo lugar estaban los invocadores, que se apresuraban a invocar a sus más poderosos y eficientes kirin, también había oradores, hechiceros y elementales de tierra, agua y aire. Luego estaban algunos brujos y magos poco capacitados para el ataque, y cuya función se basaba en la de crear escudos que protegieran a sus aliados. En la retaguardia, los curanderos ya alzaban sus varas, dispuestos a dar su vida a cambio de sanar a sus amigos.
Serai y Janowar estaban lejos de allí, a la espera de que Fenris, que lo observaba todo desde una distancia prudencial, llegara para darles la señal.
Rilran no estaba con el lobo. Él, lejos de las montañas, se negaba a estar presente en aquella matanza que culminaría con el sacrificio.

La primera línea de mágicos oscuros atacó con todo su poder a las criaturas de Salvadores cuando Zezile y los otros dos zoodor fracasaron al intentar convencerlos de que huyeran; los escudos los protegieron, pero aquello estaba previsto, igual que estaba previsto que, con unas pocas embestidas, las defensas caerían.
Era uno de los problemas de que se explicaran las estrategias mágicas en los libros. Elvos había aprendido hacía mucho tiempo cómo funcionaban los escudos: sólo se trataba de levantar una barrera en el exterior usando la energía propia, y con cada golpe recibido el cuerpo se cansaba más y la mente se resquebrajaba.
Él sabía cómo funcionaban los poderes de sus enemigos. Ellos no sabían cómo funcionaba le suyo. Era lo bueno de que los mágicos oscuros fueran odiados: sólo se hablaba mal de ellos, y no de magia corrompida.
Las primeras bestias empezaron a sufrir los efectos, junto a un par de brujos. Tras unos minutos de embestir contra los escudos con los poderes oscuros, éstos finalmente cedieron; se oyeron gritos más atrás, y el ejército del Imperio comprendió que los que se encargaban de ellos habían caído.
Inmediatamente, el campo de batalla se llenó de aullidos, gañidos, graznidos y chillidos de dolor. Los Salvadores fueron alcanzados con el poder sanador de los mágicos oscuros; era insoportable.
Pero no sólo ellos sufrieron daños. Kirin, criaturas aliadas de los zoodor y mágicos ya lanzaban ataques contra el enemigo, y se iniciaron las bajas.
Las muertes ya habían empezado.

Damodar encontró en seguida a Elvos. Estaba dispuesto a cumplir su palabra: iba a matarlo de los primeros, aunque perdiera la vida con él, para que Ella no pudiera salvarlo.
Lanzó un ataque de fuego contra el Emperador. Creyó alcanzarlo
Pero luego descubrió que se había teletransportado varios metros a un lado, y además lo había descubierto.
Se preguntó cómo un vulgar mágico oscuro podía hacer algo tan avanzado como teletransportarse; era algo que sólo los hechiceros más poderosos, como él mismo, lograba alcanzar. Y sin embargo aquel mocoso, aquel crío con pretensiones de líder, sin ningún tipo de educación mágica

No tuvo tiempo de pensar más: Elvos ya le lanzaba un ataque, un rayo negro que surgió de sus manos unidas y se dirigió contra él, raudo. Damodar levantó un escudo para protegerse; recibió el impacto en sus energías, pero al menos salvó su cuerpo físico. Cuando el rayo se extinguió, deshizo la barrera.
Hubo un breve intercambio de miradas, como si ambos contrincantes se midieran. La batalla a su alrededor parecía no existir; sólo ellos dos, y el deseo, la necesidad de aniquilar al contrincante.
Elvos fue el primero en romper el contacto visual. Se agachó, acercó las palmas de las manos frente a su pecho, gritó y lanzó un nuevo rayo, tal vez más poderoso que el anterior. En esta ocasión, Damodar se echó al suelo y rodó para esquivarlo: no se podía permitir levantar otro escudo, y la teletransportación usaba demasiada energía como para malgastarla ahora.
El hechicero se levantó rápidamente y contraatacó; puso las manos en el suelo, y de éste brotaron lianas y zarzas que apresaron al Emperador, rodeándole las piernas, la cintura, los brazos y buscando alcanzar su cuello y estrangularlo.
Y, de pronto, todas esas plantas se marchitaron y murieron.
Damodar vio, horrorizado, cómo Elvos sonreía, malévolo y sádico, pero a la vez
triste.
- Ningún mágico podría hacer algo así. - Comentó el joven. - Matar de este modo
sólo nosotros, aquellos que estamos corrompidos, podemos hacerlo. ¿Asustado, hechicero? Yo de ti lo estaría.
No tuvo ni que moverse. Sólo abrió más los ojos, esos ojos de un color azul indefinido, y el dolor le llegó a Damodar como un torrente. Gritó y se retorció, convulsionado, presa del dolor más atroz imaginable. Pero Elvos no cedió. Lo miró con aparente tranquilidad mientras sus ojos brillaban de un modo extraño, antinatural. Era el brillo de la corrupción.
No obstante, se interrumpió cuando un kirin se lanzó contra él, y tuvo que esquivarlo, dejando a Damodar tirado en el suelo, jadeando y demasiado débil como para levantarse. Observó a su enemigo; era un golem, un kirin de tierra, nivel medio, formado por rocas y tierra. Su elemento eran las piedras, pero sus fuertes brazos podrían aplastar a un humano con facilidad.
Desvió la mirada hacia el invocador.
Ah, por supuesto.
Giyn estrechó la mirada y señaló a Elvos con un dedo.
- Acaba con él, golem. - Ordenó, con veneno en la voz.
El kirin alzó los brazos, emitiendo un sonido que parecía cruzar el entrechocar de miles de rocas que resonaban en una cueva. Corrió hacia el Emperador, pero era un espíritu lento y su enemigo tuvo tiempo de sobras para esquivarlo y lanzar contra él una bola de fuego que conjuró y salió disparada de sus manos.
Fue lo primero que se le ocurrió, pero no lo más eficiente. Las llamas rodearon al golem, pero no le hicieron daño; como kirin terrestre, su debilidad no era esa. Elvos pensó rápidamente en cual era el elemento contrario a la roca. El agua probablemente lo resquebrajaría al hincharla, pero no había tiempo; visto lo visto, el fuego tampoco era eficaz; tal vez el viento cortante podría partirlo, pero de nuevo no tenía tiempo para dedicarlo. Sólo quedaba
la propia tierra.
Erosión.
Alzó las manos con decisión. El golem volvió a rugir y se lanzó contra él; no obstante, se vio detenido por un golpe de viento que lo hizo tambalearse. Este viento, a gran velocidad, iba acompañado por pequeñas piedras y partículas de arena. Era una buena estrategia: el aire que golpeaba y giraba a su alrededor lo mantenía más o menos quieto, mientras la tierra hacía su trabajo. Luego sólo haría falta usar el viento cortante, y ¡zas!, se acabó el golem.
Por supuesto, eso no significaría su muerte, sólo la desaparición de su cuerpo físico. No podría recuperarlo hasta varios días después, y para entonces ya se habría perdido el pacto con Giyn.
Por supuesto, el invocador no iba a dejar que venciera tan fácilmente. Juntó las manos de manera que se viera bien su pulsera, donde había incrustada una preciosa piedra azul cielo que empezó a brillar.
- Erek, kirin del aire y la electricidad. - Llamó. - ¡Por el pacto que nos une, ven en mi ayuda ahora y elimina a mis enemigos!
Un relámpago bajó del cielo despejado y cayó cerca; se oyó un potente trueno mientras el golem volvía a rugir, tratando de alcanzar a Elvos. Otro rayo cayó, y en esta ocasión se materializó en el kirin al que acababan de invocar: erek, un espíritu con forma de unicornio azulado con marcas amarillas y crines y cola en mechones rectos, blancos; su cuerno, que zigzagueaba como un relámpago, brillaba levemente.
El kirin movió la cabeza y relinchó, alzando el cuerno al cielo. Fue un sonido sobrenatural, estremecedor y hermoso; con ese relincho llamó a un torrente eléctrico que cayó sobre él. Lo absorbió, y luego lo lanzó contra Elvos.
El Emperador tuvo el tiempo justo para apartarse, pero se vio obligado a dejar al golem para escapar del ataque. Ahora tenía dos kirin contra él, y controlados por un invocador que parecía tener algo personal contra él.
Bueno, no estaba asustado. Eran sólo de nivel medio, nada que no pudiera controlar solo.
Si uno no puede enfrentarse a un kirin, por cualquier motivo, el truco está en atacar al invocador. Probablemente, el espíritu lo protegerá hasta que su cuerpo físico muera, pero en caso de que no ocurriera y el invocador cayera inconsciente
el kirin probablemente se desharía del pacto y se iría.
Así que Elvos reunió energía en sus manos y lo lanzó, en forma de onda de choque, contra Giyn. Como era de esperar, el golem se interpuso mientras erek relinchaba y cargaba contra el Emperador.
El kirin de tierra se resquebrajó; uno de sus brazos cayó al suelo pesadamente: el ataque anterior había dado resultados. Elvos esquivó al otro espíritu con ciertas dificultades.
Empezaba a estar cansado.
Se las ingenió para mandar otra onda de choque contra Giyn; el golem volvió a protegerlo. Esta vez, no obstante, todo su cuerpo se quebró. No se había roto, pero un solo ataque más y

- ¡Golem, márchate! - Ordenó el invocador.
Elvos se sorprendió. No había conocido nunca ningún invocador que protegiera a sus kirin. Era algo
inusual. No pudo evitar pensar en Serai, en su bondad innata, y preguntarse si esa forma de actuar la habría aprendido de ella.
El golem rugió una última vez
y luego desapareció.
Sólo quedaba el erek, que se lanzó de nuevo contra él, con el cuerno por delante. Elvos recibió la cornada a la altura del hombro; ahogó un grito de dolor y puso las manos en el cuello del espíritu.
Y usó su poder corrupto contra él.
El erek, horrorizado, se apartó y retrocedió hasta ponerse junto a su invocador.
Giyn se veía ya agotado. No obstante, con sus últimas fuerzas estaba haciendo una última invocación.
- Valiant, kirin divino. - Llamó, mientras la piedra de su pulsera brillaba y sus ojos azules parecían sonreír, arrogantes. - Ven a mí por el pacto que nos une, llénalo todo con tu luz y acaba con mi enemigo.
Elvos retrocedió, casi tan horrorizado como el erek, que en ese momento se había interpuesto entre su invocador y él.
Valiant era un kirin divino, y además de nivel alto. Su poder se basaba en la luz, la sanación,
Casi como si fuera un curandero, pero con ataques físicos como ondas de choque y una lanza luminosa de arma. Si ese espíritu usaba su poder contra él

- ¡Ni hablar! - Gritó.
Lanzó un torbellino de viento cortante contra Giyn. El erek se interpuso y recibió el impacto. Se le abrieron un par de heridas de las que nacieron chispas en lugar de sangre, pero nada más; por supuesto, el aire era su elemento y no podía hacerle daño.
Alrededor del invocador empezó a aparecer una luz sobrenatural. Valiant.
- ¡No! - Hizo Elvos, horrorizado.
Con un gruñido, el Emperador lanzó una columna de fuego que se alzó hacia el cielo y avanzó contra sus enemigos. El erek lo recibió
y, en esta ocasión, su cuerpo físico quedó carbonizado y desapareció.
Pero era tarde.
Valiant, el kirin divino, se materializó al fin junto a su invocador, luciendo su brillante y gigantesca armadura pálida, armado con su lanza luminosa. Si tenía cuerpo, no se le veía.
Valiant alzó la lanza y apuntó con ella a Elvos. Él rápidamente puso en juego todo su poder corrupto para atacar a su enemigo; éste recibió el impacto antes de poder moverse, pero no pareció inmutarse. Avanzó. Era lento pero letal.
El kirin divino levantó su mano libre, que brilló más que el resto de su cuerpo

Y entonces el dolor atenazó a Elvos, como una cascada, como una descarga eléctrica, un dolor que no esperaba volver a sentir, más grande que cualquier cosa que hubiera sentido nunca. Cayó al suelo, gritó, se retorció, derramó lágrimas de desesperación y pánico.
Iba a morir. Iba a morir.
Y, justo cuando el último suspiro de vida que había en él iba a desaparecer
Todo cesó. Cesó el dolor, cesó la luz de Valiant, el fragor de la batalla.
Giyn había perdido todas sus fuerzas y había caído al suelo, cerca de él, consciente pero demasiado débil. Valiant no podía mantenerse por sí mismo; oh, podría haberlo hecho si hubiera estado preparado para ello, si su invocador le hubiera dado energía extra para mantener su cuerpo físico o le hubiera avisado de que debía extraer fuerzas del ambiente. Pero no lo había hecho, así que el kirin se desvaneció.
Elvos fue consciente a medias de esto, y de que la batalla había terminado. Ahora, el valle estaba lleno de cuerpos inertes, de sangre, de cadáveres, heridos. El aire estaba cargado de gritos, llanto, gemidos, jadeos y lamentos. La muerte y el dolor se podían respirar por doquier.
Y se preguntó si había hecho bien, si aquella era la opción correcta.
- N
no

Volvió lentamente la cabeza, con dificultad, y vio que de los ojos azules de Giyn escapaban unas lágrimas. Se le desenfocó la vista.
- No
- Musitó el invocador. - No lo hagas
Se
rai

¿Serai? ¿Qué pasaba con ella?
Entonces oyó pasos. O eso le pareció, porque cuando reunió fuerzas para alzar la cabeza y mirar vio que alguien se acercaba, pero estaba lejos, muy lejos, apenas una silueta recortada contra las montañas.
Pero, a pesar de la distancia, de su mirada desenfocada, del dolor, de la seguridad de que la muerte llegaría de un momento a otro, la reconoció.
Serai miró el espectáculo con los ojos llenos de lágrimas pero el semblante impasible. Lenta, muy lentamente, alzó la mano y cogió el bastón que tenía atado a la espalda.
- ¡SERAI, NO LO HAGAS! - Gritó Giyn con sus últimas energías.
Pero ella
ella sonrió, con dulzura, con tristeza.
- Lo siento. - Susurró la joven curandera, y su voz apenas audible le llegó a Elvos como si hablara en su oído. - Al final
no puedo escapar a mi destino.
Alzó el bastón con las dos manos, y la punta empezó a brillar. Mucho. La luz se hizo más y más intensa, pero el joven Emperador no quiso cerrar los ojos. Tenía miedo, y esta vez no era por la muerte inminente, por el peligro de ser sanado en cualquier momento. No, era por ella. Por sus palabras.
Porque de algún modo supo que iba a morir.
Entonces vio el cielo enrojecido. Se preguntó, estúpidamente, cuándo había caído la tarde.
No, no la tarde. Aquello era
El crepúsculo.
De pronto, un torrente de luz atravesó el cuerpo de Serai, que gritó, y todo el valle se llenó de luz.
///////
- Serai

- ¿Sí, Elvos?
- ¿Qué es la Luz del Crepúsculo?
La niña da un respingo y lo mira, sorprendida.
- ¿Dónde has oído eso? - Pregunta.
- Unas mujeres hablaban hace un rato. - Responde él, con el ceño arrugado. - No entendí nada de la conversación, sólo eso. ¿Qué es?
Serai mueve la cabeza lentamente de lado a lado, mirando al cielo azul.
- ¿Te gusta el crepúsculo, Elvos? - Pregunta entonces.
- ¿El crepúsculo? Sí, claro. Es bonito.
- Hay un momento
apenas una milésima de segundo
en que el crepúsculo emite una luz tan intensa y tan pura que hace que todos los que lo miran se unan en un solo ser, y les hace sentir la calma. Eso es lo que se llama Luz del Crepúsculo, ese breve instante en que todos los que la ven quedan unidos por lazos de paz.
Elvos la mira, sorprendido por su explicación. La mirada de Serai es
triste, en cierto modo distante. Quiere preguntar, pero entonces descubre que ella no ha terminado:
- Hace mucho, mucho tiempo, cuando todos los mágicos empezaron a luchar entre sí por el control de Emeran, en la Gran Guerra Mundial, nació una niña con el poder de la Luz del Crepúsculo. Cuando llegó a la adolescencia, hizo que todos se reunieran en un único punto del mundo, un lugar mágico, para que solucionaran sus diferencias en una última batalla. Lucharon, y casi todos murieron. Pero entonces la niña se alzó entre los cuerpos de los difuntos.
La niña baja la mirada, cierra los ojos y suspira. De pronto parece más cansada que nunca, más mayor y más sabia.
- El cielo se tiñó de rojo. Llegó el crepúsculo, y entonces su Luz la atravesó para llegar a todos los presentes, muertos o vivos. La Luz, impregnada con el poder curativo de esa niña, revivió y sanó a todas las personas, purificó sus almas y les hizo entender que la violencia, los combates, los odios, los rencores,
que nada de eso llegaba a ninguna parte, que las diferencias no son malas, que cada uno es bueno a su manera y la discriminación es sólo la faceta más ruin del miedo a lo desconocido.
Entonces, Serai sonríe. Sus ojos azules se llenan de lágrimas.
- Pero La Luz del Crepúsculo
Ese poder, ¿sabes?, al usarlo tuvo que pagar un precio muy alto. Su vida. La niña murió para que todos vivieran en paz al menos unas generaciones más, hasta que todo volviera a empezar. Fue un sacrificio. Su destino era morir para que otros pudieran vivir.
-
Es cruel.
- Pero es real.
////

/Lo entiendo./ Pensó Elvos.
Se sorprendió. No había sido consciente de sí mismo desde
¿cuándo? Tal vez había pasado una eternidad, tal vez sólo una milésima de segundo

Elvos

Descubrió que tenía un cuerpo, pero no recordaba cómo moverlo. No pudo ni abrir los ojos. No obstante, pudo oír una voz dulce que pronunciaba su nombre con infinito cariño.
- Elvos

Quiso hablar para responder
¿Pero cómo debía hacerlo?
Una cálida sensación llenaba su ser, meciéndolo como una madre mece a su hijo en sus brazos. Luz, paz, bienestar,

- ¿Lo entiendes ahora, Elvos? La Luz del Crepúsculo, el plan de Salvadores
y yo.
Sus ojos se abrieron de pronto. Tuvo que cerrarlos de nuevo, pues la luz lo cejó. Parpadeó varias veces y al fin pudo mirar a su alrededor.
Pero no había nada, sólo luz.
Luz, y una figura etérea frente a él, o tal vez sobre él, flotando. Su melena negra ondeaba, enmarcando su rostro blanco; tenía unos preciosos ojos azules que brillaban intensamente, como si la luz de las estrellas se hubiera resguardado en ellos. Su cuerpo desnudo aún estaba marcado por vagas cicatrices de torturas pasadas, y sus brazos abiertos parecían invitarlo a apoyarse en su cálido pecho.
Pero no podía moverse.
- Se
Serai
- Logró pronunciar, con la boca seca y pastosa.
- ¿Lo entiendes?
Lo entendía. Ahora todo estaba claro, todo encajaba.
Serai
Su Serai había sido bendecida
no, había sido maldita con la Luz del Crepúsculo. De ahí su inmenso poder, de ahí que todos quisieran protegerla a toda costa. Porque tenía un destino: morir para que otros vivieran.
Y ese era el plan de Salvadores. Dejar que ambos ejércitos se mataran entre sí, y luego usarla a ella, como si fuera un objeto, para resucitar a los muertos, sanar a los heridos y hacer que todos se aceptaran y se comprendieran.
- Serai
Perdóname
- Musitó, apenas capaz de hablar.
Ella sonrió. Fue una sonrisa cálida, luminosa, que hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas.
- No es culpa tuya. - Dijo con dulzura. - Está bien así. Es mi destino.
- No
Serai
no
por favor

- Voy a ayudaros a todos. Es lo que debo hacer.
- Pero
¿y tú?
- ¿Yo? Como la niña que acabó con la Gran Guerra Mundial
moriré, seré consumida por la Luz
para que vosotros viváis.
- No
Te lo ruego
no lo hagas
no lo hagas
- No pudo evitar llorar, observando ese rostro angelical que empezaba a desvanecerse.
- Quiero que todos sepáis que
os amo. A todos vosotros, sin excepción. Amo la vida y todo lo que ello implica. Por eso, Elvos
Vive, vive tanto como puedas. Y recuerda que, por encima de todos los demás
te amo a ti.

Lo primero que sintió fue dolor, un dolor atroz que lo cruzó de parte a parte. No tenía fuerzas para gritar, retorcerse, llorar, y eso lo hizo todo más agónico. Creía que iba a morir.
Y, de pronto, el dolor fue sustituido por un torrente de pureza y dulzura que sanó su espíritu y arrastró la corrupción, borrándola, haciéndola desaparecer.
Estaba limpio.
Cuando reencontró su propio cuerpo, abrió los ojos sin dificultad y, confundido, se sentó. Estaba curado. La herida que el erek le había hecho en el hombro había sanado por completo, su cuerpo estaba rebosante de energía, como si nada hubiera pasado, como si no hubiera habido una batalla.
¿O lo habría soñado?
Miró a su alrededor, y supo que había sido real. Todos se levantaban, atónitos y confundidos, sorprendidos de estar vivos cuando hacía tiempo que se daban por muertos. Se miraron entre sí, primero a sus aliados, luego a sus enemigos.
Y descubrieron que nada los instaba ya a considerarlos como tales. Aquellas personas contra las que habían estado luchando
no eran diferentes a ellos mismos. Habían sido sanados y resucitados por el mismo poder purificador; su sangre era roja, como la suya, tenían corazón y emociones, sentimientos, podían llorar o reír, podían divertirse, aprender, desarrollarse.
Eran todos iguales, a pesar de sus distintas habilidades, de sus distintos poderes.
Y de pronto los que habían sido enemigos se encontraron abrazándose unos a otros, llorando, pidiendo perdón entre sollozos, dando las gracias por la bendición que habían recibido, por la comprensión y el entendimiento.
La mirada de Elvos se cruzó con la de Damodar, que, no muy lejos, se había sentado en el suelo con aspecto mareado. Ya no se odiaron, no hubo miradas de desprecio, de asco ni de desdén.
El Emperador abrió la boca para hablar, para pedir perdón, para agradecer, tal vez sólo para llorar

Cuando una voz desesperada y agónica gritó una única palabra que lo devolvió a la realidad con la fuerza de una maza:
- ¡SERAI!
Giyn gritó. Elvos lo vio caer de rodillas junto al único cuerpo inerte que quedaba en el valle, el cuerpo de una joven vestida de curandera, de piel cetrina y mirada vidriosa.
Muerta.
El invocador no pudo tocarla. Gritó otra vez, y lloró.
El Emperador negó con la cabeza, sin poder creer la verdad. Se levantó y caminó hacia allí. A su alrededor, muchos se empezaban a dar cuenta de lo que había ocurrido. Todos habían descubierto al despertar que habían sido salvados, y en aquel momento supieron por quién y cómo; y no les gustó.
Las lágrimas se volvieron amargas, los abrazos gestos de apoyo entre sí, y el dolor se hizo palpable.
Con su estupidez habían matado a la criatura más pura
más hermosa
más buena de Emeran.
Elvos dio un traspié cuando vio el rostro inerte de Serai, y cayó de rodillas junto a ella. Giyn no le impidió que se acercara, tal vez porque estaba demasiado trastornado, quizá porque su odio había desaparecido.
El joven de cabello castaño alargó las manos hacia la mujer. Estaba temblando. La tomó con cuidado por detrás de los hombros, alzándola.
- Serai. - Llamó con voz trémula.
No hubo respuesta. Un mechón de cabello negro cruzaba el rostro de la curandera, pero no parecía notarlo; sus ojos vidriosos tenían la mirada perdida en algún punto indefinido que ya no veía, y no vería nunca más.
Estaba fría. Su corazón no latía. No respiraba.
Estaba muerta.
- Serai, por favor
- Suplicó Elvos, negándose a creer lo evidente. - Serai
Serai, responde
te lo ruego, Serai
Serai

Daba igual cuánto suplicara o cuántas veces pronunciara su nombre. No iba a volver. No lo haría. Estaba muerta.
Cuando logró aceptar la verdad, lágrimas saladas saltaron de sus ojos y rodaron por sus mejillas. Las vio caer sobre el rostro de la curandera y deslizarse hasta el suelo, donde se secaron.
Se inclinó hacia ella, sintiéndose débil de pronto.
- Serai
- Murmuró, con la voz quebrada. - Perdóname, Serai
Perdóname
Oh, dioses, pero qué ciego fui
Debí haberlo entendido
Si no hubiera sido tan estúpido, tan obstinado
Esto
esto no habría pasado
Dioses
¿Qué he hecho
?
Repasó las facciones de Serai con la mirada, aunque tenía la vista nublada por las lágrimas. Lenta, muy lentamente, se arqueó sobre la joven y rozó sus mejillas, su frente, sus labios. Sintió que aquello era lo único que podía hacer
y la besó.
Fue un beso triste, amargo, un beso de despedida, lleno de dolor y angustia.
Pero se convirtió en algo más cuando sintió algo perdido en el fondo de Serai, un último atisbo de vida, algo que se escapaba ya, unos últimos segundos, no, milésimas de segundos, sólo un instante, un suspiro, un aliento,

Y se encontró volcándose totalmente en ella, usando su poder para sanarla, para devolverle la vida que se le escapaba. Ya no le hacía daño. Había sido purificado y ahora era un mágico normal; no lo comprendía, no sabía por qué ni cómo había sucedido, sólo sabía que así era, y que aquella era la última oportunidad de su amada por seguir adelante.
Y aquel distante punto de luz que había en el cuerpo inerte se hizo más intenso.
/¿Por qué?/ Preguntó una voz, no en sus oídos, sino en su mente, o tal vez en la de Serai, no podía estar seguro.
/Porque te amo./ Respondió con franqueza, sin dejar de poner en juego todo lo que tenía.
/No sabes lo que haces. Estoy muerta. Déjame marchar./
/Nunca./
/Tu cuerpo necesita acostumbrarse al cambio, a tu nuevo poder. Si lo fuerzas ahora, es muy posible que pierdas la capacidad de sanación y vuelvas a convertirte en un mágico oscuro. Déjalo, Elvos. Ríndete./
/No lo haré./
- Te amo. - Esta vez las palabras salieron de sus labios en un susurro apenas audible, rozando los de Serai. - Siempre te he amado, y siempre te amaré. Por eso
no voy a dejar que te vayas. No aún.
Y el punto de luz se hizo más intenso, cada vez más, se convirtió en una estrella, en un sol, cada vez más grande, más brillante, más cercano,

Y entonces el dolor lo cegó.
Fue como si lo apuñalaran por mil lugares, desgarraran su cuerpo y arrancaran sus pulmones, todo a la vez.
Luego cesó, y pudo volver a respirar.
Se negó a soltar el cuerpo que seguía yaciendo entre sus brazos, pero no pudo evitar caer de lado al suelo, agotado, tembloroso, destrozado.
Y entonces el cuerpo se movió, muy levemente. Estaba cálido.
- Tonto
- Susurró una voz conocida en su oído. - Dioses
Eres tan tonto

Lágrimas saladas mojaron su rostro, pero no eran suyas. El cuerpo que sostenía entre sus brazos se zafó con mucha suavidad y se inclinó sobre él. Pudo ver, a pesar de su desenfocada mirada, unos ojos azules y brillantes que lloraban por él, agradecidos.
- No sabes lo que has hecho. - Murmuró Serai, presa del llanto. - Te quiero, Elvos. Te quiero.
Esta vez, ella lo besó a él, y en esta ocasión fue un beso lleno de gratitud, de amor y de deseo, un beso que significó el fin de la Guerra de los Mágicos Oscuros, el fin del Imperio y de la discriminación, e inició una nueva etapa de igualdad y de paz.

 

Sacrificio - Potterfics, tu versión de la historia

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Ella se acerca con una sonrisa. Está herida; tiene arañazos en la cara y los brazos, e incluso uno en el cuello. El niño la mira con tristeza.- No deberías

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2024-10-02

 

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