Paraíso Prohibido - Fanfics de Harry Potter

 

 

 

"Han cerrado el paraíso a cal y canto...

Debemos dar una vuelta al mundo

para ver si se han dejado abierta una puerta trasera."

Heinrich Von Kleist

Amanece pronto. La luz de la estrella diurna deja paso a los albores de un nuevo día e ilumina el aún durmiente castillo que rezonga perezoso antes de despertar por completo. A él le es indiferente. Hace mucho que perdió la cuenta de las arenas del tiempo, hace mucho que lo único que desea fervientemente es desaparecer de la faz de la Tierra y no volver jamás, tal y como debería ser. Pero la Magia es caprichosa y sorprendente, y lo retiene en contra de su voluntad, rememorando día sí y día también los errores del pasado, encerrado en sí mismo, prisionero de sus recuerdos y esclavo de su alma.

 

Y es que tiene la entrada prohibida al Paraíso.

Arrastra con un desagradable ruido metálico las pesadas cadenas por inercia. Hoy son más plomizas que nunca, pero no puede quejarse porque son el castigo merecido por el veneno que recorrió sus venas aquel día, el catorce de febrero de un año tan lejano en su mente que le parece irrelevante.

Los alumnos evitan su mirada. Le tienen pánico. Se estremecen cuando les dedica una demoníaca sonrisa y emite una sonora y desquiciada carcajada, o cuando se desliza entre las sombras silenciosamente, sin articular palabra y mostrando con orgullo la mancha escarlata de sangre que decora sus antiguos ropajes.

Sus pasos lo conducen a la polvorienta sala enterrada en las profundidades del tercer piso que el viejo Flitwick ha decidido acondicionar y convertir en el aula de música. En cuanto atraviesa las viejas paredes de piedra y se encuentra en el interior, la siente. Siente la inspiración flotar en el aire, la musa de la creatividad dispuesta a soplarle la clave para una obra perfecta. Como el cofre de un tesoro cerrado e ignorado durante años bajo tierra.

Entonces agarra el violín elegantemente y toma el arco con su mano derecha. Siente su fuerza recorrer sus músculos, como una descarga de adrenalina. Frota las cuerdas por primera vez y la nota magistral le sonríe con ternura.

El invierno había hecho acto de presencia ese año antes de lo esperado. El Bosque de Nayslam, que tanto solía frecuentar, estaba cubierto por un diáfano manto de nácar. La nieve caía delicadamente desde el cielo y se fundía con el agua líquida y transparente del lago. El Barón se detuvo para que Azabache calmase su sed y entonces la vio.

Tan bella. Tan fría. Como una aparición despiadada que acababa de estrangular su hasta entonces imperturbable corazón. Se acercó apresuradamente al cuerpo que era mecido suavemente por las pequeñas y extrañas ondulaciones de la laguna en la orilla. Distinguió a medida que se aproximaba a una joven con los cabellos cubiertos de escarcha y diminutas motas de nieve adheridas a las pestañas.

Fue bienvenido en su hogar como un héroe. No fue difícil encontrar la casa de la joven, era la única en millas a la redonda.

A partir de entonces se convirtieron en amigos sinceros, lo compartían prácticamente todo. A menudo, cuando nevaba, en honor al día que se conocieron y en el que el Barón la salvó de la congelación cuando la ventisca la sorprendió, él tocaba el violín para ella, que tanto disfrutaba con su melodía.

 

Echa mano de su memoria, de las notas con las que solía dejarla embelesada, con las que cerraba los ojos y el tiempo parecía pararse, y de forma ineluctable, las imágenes de lo sucedido impactan contra su pálido rostro como puñales afilados y las voces vuelven a susurrarle palabras espeluznantes, pronunciadas desde el otro lado del delicado velo invisible que separa el mundo de los vivos del de los muertos.

En otros tiempos la cacería había sido una práctica muy extendida entre los caballeros de alcurnia con importantes títulos nobiliarios. Disfrutaba desafiando al viento montado sobre su joven corcel Azabache, en busca de las inocentes y suculentas liebres que correteaban a menudo por los senderos del bosque. Pero ese día fue su perdición. Un error. Una maldita equivocación que marcaría para siempre su vida...y lo que venía después de esta.

A partir de entonces, su honor fue grave e injustamente mancillado. Los habitantes de la comarca lo bautizaron como el Barón Sanguinario, alegando que hombre que se cruzaba en su camino, hombre que perdía la vida. Se convirtió en un asesino ante los ojos de todos, incluso su carácter cambió. Se volvió sombrío, solitario e irascible. Intentó en incontables ocasiones limpiar su imagen, admitir que disparó pensando que se trataba de un animal. Nadie le creyó. Ni siquiera ella.

La Diosa de sus sueños. La dueña de la llave de su alma. Aquella que le quitaba hasta la respiración y que hizo del Paraíso algo inalcanzable. Estados para Whatsapp

Recuerda el baile en el que le confesó sus sentimientos y cómo la joven, altiva y orgullosa, denegó su petición. ¿Acaso le tenía miedo? Sus ojos no lo reflejaban. Era repugnancia. Como si de él emanara el hedor inaguantable de un cadáver. Jamás ha olvidado esa mirada. Sabe que lo que hizo estaba mal, pero ella ni siquiera escuchó sus lánguidos lamentos y sus pesarosas disculpas.

Entre todos los hombres de aquel mundo rencoroso y cruel, el hada azul del Destino había agitado sus cristalinas alas, eligiendo al individuo equivocado como víctima del desacertado disparo del Barón. Aquel que le había dado la vida a la joven de la piel de avellana que dormitaba en su mente a cada momento, sonriéndole desde las tinieblas de lo onírico. El señor Ravenclaw.

Su vida era un marmóreo tablero de ajedrez y él el rey al que habían plantado Jaque Mate. Desde ese día tuvo que admirar a su amada desde las sombras y quererla en silencio. Ella le odiaba a muerte, y así seguiría durante unos cuantos años, hasta que, ávida de una inteligencia sin límites, desesperada por la atención que su madre parecía tener siempre, robó su más preciado tesoro. La legendaria diadema de Rowena Ravenclaw.

El Barón se acuerda instantáneamente de aquella sabia mujer, de los últimos momentos de su vida, en los que una enfermedad crecía desde sus entrañas a un ritmo vertiginoso, floreciendo como la más áspera flor cuyas hojas de espinas arañaban lo más profundo de su ser. El movimiento de sus labios, acompasados y tenues que le pedían que buscase a su hija y la trajese de vuelta. Siente no haber cumplido su cometido. La encontró, cierto. Jamás olvidará aquel otro bosque de negra espesura que desgarró su templanza.

Allí estaba ella. A unos pocos metros. Lo bastante cerca como para sentir esa fragancia tan característica que destilaba y que le recordaba a la frescura de la primavera recién llegada. A partir de ese momento, todo era una nube de polvo, un pozo sin fin en la mente de un asesino. Le pidió que volviera a su hogar, que devolviese la diadema. Ella se negó.

Craso error.

Acabó con su paciencia. Sintió un nudo en la boca del estómago cuando le dijo que no volvería con él. Que dejase de cortejarla, que no lo amaba y no podría hacerlo nunca. Que su corazón era de hielo. Entonces él se equivocó, una vez más. Jugó a ser Dios y le arrebató la vida como un caramelo a un niño. Después, aturdido y roto de dolor, consciente de la canallada que había cometido y desesperado por no volver a ver a su querida Helena, se quitó la vida con el mismo puñal que clavó en el pecho de la joven.

Sigue tocando, cada vez con el alma más astillada por los recuerdos grabados a fuego lento en su piel. Y está tan absorto en ellos que no se da cuenta cuando la Dama entra silenciosamente en la estancia con la templanza de la llama de una vela. Entonces percibe esa particular fragancia primaveral que la precede y que tanto tiempo hacía que no percibía.

Ambos callan, mientras la música los hace cómplices y va uniendo los lazos que se rompieron en una ocasión. Viajan al pasado. La melodía crece, sus miradas se cruzan fugazmente. Cuando el Barón acaba, con lágrimas en los ojos y la inexistente respiración agitada, ella sonríe y la estancia se ilumina de una forma especial.

-Helena...

Ella asiente y, recobrando la compostura y la altivez se aleja paulatinamente hasta que atraviesa los muros de piedra, perdiéndose en el castillo. Él sabe que lo que ha visto en sus ojos ha sido el reflejo del perdón. Perdón. Lo que tanto anhelaba. Pero la Dama no olvida, y jamás podrá corresponderle en su amor.

De repente siente algo extraño, como si acabase de quitarse un gran peso de encima, o como el nadador que recibe una bocanada de aire tras permanecer mucho tiempo bajo el agua densa y agobiante. Mira a su alrededor y sus cadenas han desaparecido junto con la desazón de su ser.

Cierra los ojos. Lo que le retenía, la culpa por su falta, ha sido enmendada, y ya puede dirigirse al Paraíso que había tenido prohibido durante tantos siglos. La luz lo absorbe, y cuando vuelve a abrir los ojos, esperando ver las puertas de la eternidad, se sorprende.

Sigue exactamente en el mismo sitio. No hay ángeles ni demonios. Sólo la sala de música y el aroma aún presente de Helena. Y entonces lo comprende: lo que verdaderamente lo retiene son sus sentimientos por ella, y aunque nunca lleguen al puerto del final feliz, se contenta con verla cada día, sentirla cerca. Ese es el verdadero Paraíso y por fin le ha concedido la llave.

Mira a través de uno de los grandes ventanales de la torre.

Está nevando.

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2024-05-04

 

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